Y tocan las mismas campanas
que oyó tanto vecino muerto.
Luis Valle Goicochea
1. Mamá
está de luto
Hoy día es Viernes Santo. En mi pueblo, Santiago de Chuco, fecha grave, invivible, funesta.
Desde temprano nos asustan, ni bien nos desperezamos en la cama y abrimos los ojos.
En
primer lugar, mamá está de luto riguroso en todo su atuendo, sin dejar
resquicios ni en sus trenzas, donde todo es negro, hasta sus medias y
zapatos. Y hasta en su frente hay como una sombra de abatimiento.
Y con voz, que no deja una sola brecha y fisura para las gracias y mimos, nos advierte:
–
Por si acaso, hoy no se grita ni se habla fuerte. Hoy no se puede
corretear por el patio, ni por el corredor, ni menos por las
habitaciones. Hoy no hay enojos, alaridos ni protestas.
– ¿Por qué, mamá? –Preguntamos ya asustados.
– Porque es ofender los oídos del Señor.
2. Dios
ha muerto
Es tan hondo el día de hoy, que ya suplicante, le imploro a mi madre:
– ¿Qué ocurre mamá? ¿Qué pasa hoy?
– ¡Dios ha muerto! –Me contesta con rostro y alma afligida.
Y esa frase, de que Dios ha muerto, es tan lapidaria y desoladora que deja un vacío y una angustia insufribles en el alma.
– ¿Dios ha muerto?
–
Sí. Por eso, hoy tampoco se martillan clavos, porque es herir las manos
y pies de Jesús. Hoy no se hacen compras, porque es coger dinero y
volverse Judas.
– ¿Hoy día comemos, mamá?
–
¡Hoy sí, pero se mastica despacio y no se come carne! Ni se miente ni
se hace llorar a los hermanos pequeños, porque es condenarse para
siempre.
– Tampoco se regaña ni se resondra a los niños, ¿no mamá?
– ¡Así es! –Me dice severa–. ¡Por eso hay que portarse bien!
3. Ya
en la tarde
Es
tan atroz el día de hoy que es como si el mundo y la tierra se cayeran y
rodaran a pedazos por un barranco, o por una pendiente dando tumbos. Y
ni siquiera eso sino cayendo en plomada hacia el vacío, ¡y hacia la
nada!
– Y, ¿es para siempre, mamá? –Le decimos ya también llorando junto con mis hermanos.
– No. El sábado resucita y asciende al cielo. Pero hoy Viernes Santo es día de duelo.
Y
es cierto: hoy no se puede cantar, ni reír ni jugar. Y nadie lo hace.
Todos los niños caminan parcos y tiesos. Parecemos exorcizados. Ni se
puede hablar imaginando o mintiendo, que casi es lo mismo. Y es bien
difícil para los niños caminar sin rozar la tierra.
Ya
en la tarde es la misa solemne en la iglesia. Hay ruido de matracas y
guardias solemnes y emperifollados en la puerta del templo, adonde no
entran los niños. –Porque todos somos movedizos e impacientes.
4. Velas
afligidas
Solo
entran señoras compungidas vestidas de negro y con mantillas moteadas
cubriéndoles la cara. Y señores estirados e indescifrables. Y todos con
los rostros colgados y las mejillas ajadas.
Realmente,
en ningún instante podemos quedarnos solos porque da inquietud y hasta
pavor. Dios ha muerto, estamos huérfanos, el caos reina, el diablo
acecha.
Es
el demonio, hoy por hoy, el rey y el amo todopoderoso del universo. Y
se revuelca de placer y se ríe a carcajadas. Y eso es atroz.
Ya
en la madrugada oscura y lloviznosa, desde la esquina de la botica de
don Luis Médico, vemos pasar la procesión solemne del Señor Jesucristo
en su urna mortuoria.
Un
cortejo de velas afligidas y rostros demudados avanza lentamente a los
sones desgarradores de una banda gemebunda de músicos transidos de honda
pena y amargura.
5. Es
cuando
Volteando
la esquina aparece el ataúd del Cristo Yaciente, iluminado por
fluorescentes ¡que no sé cómo los encienden en estos tiempos de
candiles, mecheros y, a lo sumo, lámparas a kerosene!
Sobre
la urna, refulgiendo en blancura, van dos arcángeles guardianes de
espadas flameantes y dentro, golpeado y sangrante, ya muerto el Señor
nuestro Dios, cargado por varones descalzos que van pisando los charcos
que ha dejado la lluvia, vestidos de túnicas de un blanco cruel e
inexorable con los bordes ya salpicados por el lodo y por el barro.
¡Qué atroz!
Un terror lacerante nos invade. Los mayores encomiendan sus espíritus, piden misericordia y lloran.
Muy
ceñidos al anda del cadáver de Cristo, nuestro Señor, van los músicos,
asidos a los pocos retazos de luz que quedan tras del cortejo.
Es
cuando repentinamente el cielo se arremolina, se carga de nubes oscuras
y revienta el fogonazo de un relámpago, con el retumbar de truenos
sucesivos.
6. Nadie
se defiende
Y
se descarga primero una lluvia acre y sufrida, y luego la tempestad que
con sordo rumor golpea el suelo, los muros, las tejas y los cuerpos
ateridos de los feligreses que inclinan más aún sus cabezas. Pero nadie
se mueve de su sitio ni se inmuta ni siquiera levanta los ojos.
El cortejo de sahumadores encorva sus cuerpos protegiendo las brasas de sus sahumerios.
Los ángeles sin sacudir sus alas chorreantes se concentran aún más en sus pasos lastimeros.
Quienes
cargan el anda del Señor con sus túnicas blancas y sus pañuelos
amarrados en torno a sus frentes parecen más abstraídos mientras los dos
arcángeles encima del ataúd hacen flamear más el brillo temible de sus
espadas.
Nadie
se defiende ni protege y el tronido de la tempestad pareciera un
trombón más en los acordes quejumbrosos de la banda de músicos
gemebundos.
7. ¡Retro,
Satanás!
En
ese momento es que los padres nos retiran. Y ya caminando de regreso
nos tapan los ojos, para no ver lo que viene detrás retumbando sobre las
piedras.
Allí,
en la oscuridad más espantosa van los penitentes envueltos desde la
cabeza hasta los pies en mantos que alguna vez fueron blancos y ahora
van percudidos por los pecados y ensangrentados por los azotes.
– ¡No miren! ¡No miren! ¡No miren! –Se alarma la gente. Y todos se retiran. Y se elevan los ayes, sollozos y gemidos.
– ¡Sus pecados contaminan al mundo! –Profiere la gente que corre.
Ellos
mismos, los penitentes, se infligen golpes en la espalda, el pecho, los
brazos y las piernas con una "disciplina", hecha de bolas de cera y
tachuelas cortantes.
Y a cada golpe en espalda y pecho, rugen con voz gutural y desgarrada que parece del otro mundo:
– ¡Retro... Satanás!
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