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30 DE
OCTUBRE
EL
PERÚ
MÁGICO
FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
DOÑA
CLEOFÉ
CONDORE
Hoy
que en mis ojos brujos
hay candelas.
César
Vallejo
Danilo Sánchez Lihón
1. Luces
de lámparas
– ¡Anda y deja la comida de tu abuela!
Me dice por segunda vez mi madre, pero yo sigo
correteando con mis primos y hermanos por el patio y los corredores.
Jugamos frente al pozo: la Pega–pega. Bajo el árbol:
El Ángel de la Bola de Oro, y cerca de la escalera: El Diablo de los Mil
Cachos.
– ¡Anda! –Vuelve a repetirme mamá–. ¡Más de noche
salen las almas a la calle!
Cuando oigo que dice eso busco dónde está el atado con
la vianda, lo cojo y salgo corriendo sin siquiera cerrar la puerta del callejón
ya totalmente a oscuras a esa hora.
Al doblar y entrar a la calle de El Comercio quiero
ver como siempre las luces de las lámparas encendidas que salen de los
establecimientos comerciales.
Pero no hay ninguna tienda abierta en la calle
solitaria.
– ¡Qué tarde había sido! –Murmuro, abrigándome del
frío.
2. El umbral
carcomido
Eso me hace apurar más el paso hasta la bajada, que
está próxima todavía una cuadra antes de la casa de mi abuela, hasta donde hay
luces.
Después la noche es densa y la oscuridad tupida; a tal
punto que tengo que avanzar tanteando las paredes descascaradas.
Al voltear la esquina –pienso– está el portón. Y me
consuelo, avanzando y respirando con alivio.
Pero, al acercarme entreveo una puerca echada de largo
a largo, queriendo al parecer dormir en la hendidura de la grada que baja hacia
la entrada de la casa.
– ¡Goor! ¡Goor! ¡Goor! –Se revuelca soñolienta esta chancha.
Para entrar quiero empujar la hoja pequeña, pero no
puedo. La puerca ataja el paso.
Parece sentir placer revolcándose en la tierra,
aparentemente abrigada por el umbral carcomido de tantas pisadas.
– ¡Goor! ¡Goor! ¡Goor! –Gruñe.
3. El aleteo
me ha tumbado
Me llama la atención su color cenizo, y la forma
erizada de sus cerdas.
– ¡Quita! –Digo impaciente, y trato de pasar sobre
ella.
Nada, no me deja. La empujo con el pie, pero es en
vano.
Entonces le doy una patada, para ver si se levanta.
A cada puntapié la chancha crece hasta que en un
momento salta haciendo un ruido de espanto:
– ¡Plaj! ¡Plaj! ¡Plaj!
Aletea y grazna como un ave pesada y no como una
chancha.
Y se eleva, tropezando en el alero con cercha de
carrizo y barro, cayéndome trozos de champas en la cabeza, e introduciéndose
por mi cuello hacia la espalda. Cuando me incorporo para mirarla asombrado ya
surca por los aires.
Con el aleteo nuevamente me ha tumbado sobre las
piedras. Y lo peor, es que he soltado la vianda con toda la comida que mi madre
ha preparado para mi abuela.
4. ¡Qué
ha pasado!
Mientras se alza veo, debajo de sus alas, unas
calcetas como usan en el pueblo las mujeres viejas.
Y se aleja graznando y maldiciendo.
– ¡Ayau! ¡Yau! ¡Ayau! ¡Yau!
El ruido ha debido ser tan estrepitoso que mi abuela
sale asustada, alumbrándose con un candil de sebo.
– ¿Quién es? ¡Quién llama! –Repite.
– ¡Abuelita, soy yo, tu nieto. –Digo adolorido, y
atolondrado.
– ¿Qué te ha pasado?
– Una puerca tendida aquí frente al portón, ha salido
volando. –Le digo.
– ¿Qué? –Se asombra.
– No me ha dejado pasar. La he pateado y se ha elevado
volando por los aires.
5. El mismo ruido
del aleteo
– ¡Sé quién es ésta condenada! –Reacciona mi abuela
diciendo con indignación.
Cogiendo un palo y con pasos largos me lleva esa noche
intrincada por unas calles en tinieblas, en dirección al Pozo Sagrado, casi
hasta las afueras del pueblo.
Y golpeando una puerta carcomida en una casa vetusta y
totalmente oscura, grita:
– ¡Cleofé Condore! ¡Vieja bruja! –Exclama.
– Goor. –Responden desde dentro.
– Ay, maldita. ¿Me estás marcando, no?
Y sigue golpeando la puerta indignada. Como nunca noto
a mi abuela que es otra. Y siento que quizá va a desmayarse.
– ¡Goor! –Repiten desde adentro.
– ¡Deja de fastidiarme y espiar mi casa, vieja bruja!
Desde el interior de las habitaciones escuchamos una
risa chillona y el mismo ruido del aleteo del ave que momentos antes me ha
arrojado al suelo
– ¡Plaj! ¡Plaj! ¡Plaj!
6. Tres
plumas
Siento que la mano con que me coge mi abuela tiembla.
Otra vez golpea la puerta. Y golpeando una y otra vez, como nunca noto que mi
abuela es diferente, y que yo no la conozco.
Pero, como si descubriera algo se inclina a recoger un
hallazgo que acaba de hacer en el suelo. Y se le iluminan los ojos.
– ¡Vamos! –Me dice con brusquedad.
Y como hablando consigo misma:
– ¡Verás, Cleofé Condore! ¡Verás! No sabes con quién
te has metido. –Repite–. ¡Verás lo que te sucede!
Tres plumas ha recogido mi abuela del suelo.
Tres plumas secas y tornasoladas que no pueden ser de
pájaro ni de ave alguna, puesto que la lluvia de esta tarde las hubiera mojado
y barrido.
¿No serán los pelos erizados de la cerda que hace unos
instantes se elevó por los aires?
7. Ríe
a lo lejos
Tres plumas que mi abuela las aprieta fuertemente en
su puño.
– ¡Vamos! –Repite trastornada–. ¡Vamos!
Insiste imperativa mi abuela, como si me desconociera.
Y regresamos, siempre escuchando unas risas a lo
lejos.
Son carcajadas que a ratos a mí me estremecen y
escarapelan la piel.
Porque son, a la vez, como llantos lastimeros en la
noche tenebrosa.
Llegamos a la casa de mi abuela al pie de la bajada.
Y acercándose al candil de sebo con las plumas en la
mano temblorosa, amenaza a alguien que no está presente sino que es un fantasma
que ríe a lo lejos.
Mi abuela actúa como si hablara a solas consigo misma,
pero dirigiéndose a alguien:
– ¡Para que nunca te atrevas a pisar el umbral de mi
puerta, ni a volar sobre los aleros de mi casa, vieja bruja!
8. Allí,
a su lado
Y cogiendo las tres plumas las va quemando lentamente.
Mientras, se retuercen las barbillas chamuscadas se
oyen alaridos.
ahora ya arden las canaletas y los gritos a lo lejos
son más atroces.
Ya se arquea el cálamo de las plumas encendidas y es
horrible el estrépito de bramidos.
Y resulta espantoso escuchar estos rugidos terribles a
lo lejos, que rebotan y encorvan los tejados hondos y oscurecidos en esta hora
tenebrosa.
– Ya no podrás volar y tendrás cicatrices tatuadas en
la cara, ¡infame demonio!
Concluye mi abuela. Y yo la noto infernal a tal punto
que retiro mi mano de la suya.
Y mirándome es como si recién me reconociera y supiera
que yo estoy aquí, a su lado. Y se estremece extrañada.
9. Noche oscura
e intrincada
Y en efecto.
Doña Cleofé Condore no se dejó ver durante mucho
tiempo en el pueblo ni siquiera asomó a la puerta de su casa.
Ni apareció caminando por las calles, porque los
vecinos decían que había sufrido quemaduras en la cara.
Y cuando salió con su rebozo se tapaba la cara
escuálida, tratando de ocultar su rostro porque tenía tres profundas
cicatrices.
Y esas incisiones eran como plumas de un ave extraña,
con un relumbre y un fulgor tornasolado.
Esas cicatrices afeaban y hacían más temible su rostro
de nariz aguileña y de ojos hundidos.
Y de mandíbulas sumidas en una noche oscura,
intrincada y lúgubre.