Danilo Sánchez Lihón
1.
Yo
te encontré atribulado y ausente
Martín Adán
perdido en ese bar de Azángaro,
en el sinsabor
antiguo del no morir, y del vacío
absoluto.
Ausculté tu pasmado corazón y
leí
tus anotaciones sobre esta vida
en esa libreta
vacilante que adormecías en tu
sobaco.
Estuve
delante tuyo mirándote cuando
calzabas
al revés tus zapatos. Destornillé
pacientemente
tu asombro, y me asomé por las
escaleras
empinadas de tus sentidos a ver
volar
en tus sienes lo vago, terrible,
y deshecho.
¡Cuando tus barbas, embriaguez
y embeleso
crecían esos días en el espanto
sin límites!
2.
La rosa
para ti era lo concreto del absoluto
aquí
tangible; soporte firme del infinito.
Su corola
era la puerta de entrada y también
de salida,
única orilla por la cual lo inmortal
se abría.
Era, si acaso sirviera decírnoslo,
la nave
encallada en tu alma y en tus ojos.
Porque
aquella que sólo tú lo has cantado
no es la flor
sino la esencia del ser, que está
más lejos
que la genealogía, más al fondo
de la forma
y la cosa nacida y de la otra rosa
por nacer.
Pero la rosa igual que nosotros
además
de existencia es grito y espanto.
Es síntesis
de belleza de todo lo creado y
dejado
de crear. ¡Y esto último te dolía
muy dentro
del alma como a mí tu abandono
y derrumbamiento,
porque la rosa brota aquí y allá
y hay
rosas del lodazal, pero no nace
así no más
un poeta inmortal y estupefacto!
3.
Martín,
tú presentiste la ruta del halcón
y el arco
iris de donde yo venía. Pero sólo
te importaba
la frágil barquichuela de la rosa.
Eso sí,
rosa de la totalidad, de lo íntimo
y absorto,
del elevarse, hundirse y a la vez
naufragar.
Barca para ti sin ancla, ni siquiera
con línea
de flotación para salvarse, nave
a la deriva,
en quien lo hondo del movimiento
es estarse
suspendida, en quien lo fugaz es
la eternidad;
eso es lo que te estaba prometido,
tu tema
asignado que te esperaba desde
la infinidad. Y
era aquello que te había de matar,
la espera
en el camino, la ávida mitad de tu
otra mitad.
4.
Huyendo
de ti ya perdido en la fascinación
más remota,
metido en ese desastroso gabán
que unías
por las solapas con un imperdible
abusivo.
Absorto tú en la destrucción más
límpida,
extasiado en tu tranquila agonía,
en esa playa
amarilla donde es inevitable ser
lúcido,
y mucho más con tu descomunal
desparpajo.
Así anduvimos por los huariques
y bares de
Lince, con tus ojos desorbitados
de inevitable
felino, abiertos irreparablemente
a ver
rodar el mundo, ambos arrojados
al vacío
sin compasión ni asidero; lanzados
a un río
pardo, hosco y mísero. ¡Inmenso
viejo con
tus setenta y seis años gloriosos
y deplorables!
5.
Descendías
aquellos días al eslabón perdido
del lenguaje
animal y su relación con la honda
y perpleja
palabra humana. Al signo exacto
del vocablo
visto por el lado inverso, la unión
gutural
del pálpito y su raíz griega o latina,
entrando
en esos recovecos por ser tú gato
que trasnocha,
por tu manera de mirar las cosas
al revés,
desde dentro y en forma convexa.
Entonces
me reí de tu genialidad así como
lo hice
de tu noción de casa, que tenía
que ser para ti
un hospital de locos. No aquella
de la percha
ni de la aldaba tras la puerta, ni
del perro
que olisca y ladra moviéndonos
el rabo.
6.
Tus cabellos
van revueltos desde el pleistoceno
del universo,
encima del exorcismo de tus ojos
sin dormir,
enfundado en esa capota gris sin
saber
que a quien abriga es nada más
y menos que
a Martín Adán, nombre adoptado
por ser mono
y primer
hombre, pero más por
ser cruel
y maltratado enemigo gratuito de
sí mismo.
¡Aunque fue gracias
al exceso
de experiencias
arribar a las ideas puras. Y sólo
quienes
traspasaron ese delirio pudieron
hacer girar
sus ojos y sumergirse como tú
en la utopía!
Pero tu derrota no fue solo la de
tu clase
social; ni tú, absurdo y renegado
aristócrata con
fincas y propiedades en el centro
de Lima.
Aquí estás pagando una cerveza
con un billete
de cien soles, recién impreso por
el Banco Central
de Reserva, sospechosos para el
mozo
que sin auscultar los rompe ante
tus barbas
decrépitas, hirsutas y malolientes.
7.
Yo no sé
si tu salvación o derrota también
sean estas
calles que ávidamente recorremos
como sueños a pie,
en esta ciudad sumergida, hasta
llegar al borde
de lo real que siempre en verdad
es un espejismo.
¡Al oasis que el sediento figura y
que solo
en uno mismo o es engaño o bien
existe.
Porque uno a la vez es la mirada
y el madero que
flota a la deriva, uno la eternidad
y la nuez
que rebota; uno el paisaje y el ojo
que descifra,
uno el sentido y la palabra que va
y lo recoge.
¡Uno quien mata y
el mismo quien
resarce,
perdona y resucita! Y al final llora.
8.
¡Qué poco
o nada contenía este mundo para
ti! Ni cruz
que se erija ni lanza que atraviese;
ni pardo
ataúd, ni esposa llorosa. Ni el fingir
ni el despertar.
Ni el homicida que se refugia, ni
el niño
de hambre que fenece. Nada. Sólo
la eternidad
que es abismo y es piedra, y sobre
todo
oído, mudo misterio y atroz soledad,
donde
sucumbe espacio y tiempo, no hay
sendero
para el pie, donde todo es arbitrario
e incierto!
9.
Viejo
de caída violenta y detenimiento
estático,
mirando sin ver, el mar sin flujo,
el velamen
sin viento, ¡en su inmutabilidad
total!,
con el blanco del ojo penetrando
en el vacío,
en lo intrincado de cada suspiro
y latido.
En la playa arisca y su avestruz
intacta,
con la uña en la pata y la pestaña
en la pupila.
Y así amanecimos ojerosos y
absortos
en el mercado de Chorrillos,
leyéndote
yo jubiloso un libro de mitos
andinos,
abrazado a mi tierra, para luego
beber
y fumar en la clara mañana
de verano.
Y después morir ya solos aquí
en el ataúd
de una página irremediablemente
amortajada,
llena de nostalgia, pero aún más
de asombro
y por ti de admiración sin límites
viejo querido.
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