Danilo Sánchez Lihón
1. El cielo
anubarrado
– ¡Traen presos!
– ¡Traen arrastrando a varios presos!
Es
el aviso y la alarma que corre, saltando sobre las tapias humedecidas y
los carámbanos helados de las tejas y rastrojos que dan a la calle,
voces que llegan traspasando paredes hasta el fondo de nuestras casas.
– ¡Ahí vienen! ¡Miren!
– ¡Pobres!
Maniatados,
apenas sosteniéndose en sus pies, trastrabillando, perdida la mirada,
avanzan unos muchachos escuálidos, con el cabello hirsuto y la ropa
desgreñada.
La
soga se tiempla desde el anca de las mulas de los gendarmes que pasan
montados en bestias que resoplan y ellos enfundados en sus pasamontañas,
rígidos y uniformados bajo sus quepís y el agua deslizándose veloz por
sus ponchos de jebe.
Sus
figuras recogen el último resplandor de la tarde moribunda, quemados
por el frío y destacando sobre sus hombros el fusil con la bayoneta
encalada que hiere al cielo anubarrado.
2. Servir
a la Patria
Desde un ojal de la montura se estira la cuerda hasta las manos amarradas en cruz de los infortunados.
Son tres.
Sin
ojotas, con la mirada muy abierta por el espanto, trastrabillan en la
calle empedrada, bajo una lluvia ligera, gélida e implacable.
¡Es esta una tarde amarga y aciaga!
– Y, ¿por qué los traen presos así, mamá?
– No son presos, hijo mío. Es gente buena que han capturado los policías para enviarlos a servir a la patria en el ejército.
Ya en la escuela el comentario es:
– También han cogido al Calurio, del Sexto Año de nuestra escuela.
–
Y a uno de los Salinas de Calipuy, que cursa el Quinto Año. Y al
Retamozo de Sangual. Dicen que están en la edad y son omisos.
– ¡Entonces a ellos sí los llevan!
3. ¡Anda
y avísale!
Saliendo nos vamos directo a verlos al Puesto Policial.
Es
una calle vetusta que por la calle del costado tiene una puerta; y en
ella hay un agujero hasta donde nos acercamos para mirar hacia adentro.
Allí
están, esparcidos por el patio, los muchachos a quienes han levado el
día de ayer y de hoy. Algunos son del campo y otros son del pueblo.
–
¡Cainito! –Suplica alguien desde adentro–. ¡Avísale a mi tío
Encarnación que vaya y hable con el Comisario a fin de que me suelten!
¡Por favor te suplico anda directo antes que sepa mi mamita sino ahorita
se muere!
– ¡Es el Sacramento! –Lo reconocemos por su voz y por el llanto que no puede contener.
Otro gime:
– ¡Oye Javiercito, hermano! ¡Anda y avísale a mi abuela! ¡Que vaya y le ruegue al prefecto para que me dejen libre!
– ¿Pero lo conoce?
– Sí, ella le lava la ropa y le plancha sus camisas.
4. Este
azar
Pero estos son muchachos del pueblo.
Los
del campo permanecen a un lado, desolados y melancólicos. Sus seres
queridos ya están afuera, sentados al filo de las veredas, pero no
conocen a nadie; otros permanecen recostados contra los muros con sus
rostros entristecidos.
Otros
familiares ya estarán viniendo apurados por los caminos. De otros sus
allegados quizá no sepan todavía. ¡O quizá ya presientan el porqué de
sus labores del campo hasta ahora no regresan a sus chozas humildes!
Día
a día van llegando las noticias de otros a los cuales han detenido. Y
día a día también, al salir de la escuela, nos desviamos de nuestro
sendero habitual para pasar por la comisaría donde hay aglomeración y
bullicio de una multitud de gente que llora y que gime.
Esto
ocurre siempre estos días antes de Navidad, cuando estamos dando los
exámenes finales en nuestra escuela, cuando ya termina el año viejo y se
avecina excitante, febril y misterioso el Año Nuevo. Entonces, ¿por qué
este destino, este azar y esta fatalidad?
– ¡Juan Retamozo!
– ¡Presente! –Responde una voz resquebrajada por el miedo y que corre a paso ligero por el pasadizo.
5. ¡Apto,
comandante!
– ¡Están desnudos! ¡Los tienen completamente desnudos! –Cunde la alarma, hecho nos perturba. Porque es inusitado.
–
¡Es que los están pesando! –Informa quien se ha adueñado de la ranura
que hay en la puerta y por la que se mira hacia adentro–. Debe ser
también para que se apresuren.
– ¡Sigue pues contando, oye! ¡Qué más está ocurriendo! ¡Habla! –Le insistimos dándole de coscorrones.
– ¡O si no sal de ahí para que otro diga mejor lo que está pasando!
– Le están revisando los dientes, le hacen sacar la lengua Le están poniendo algo en el pecho.
– ¿Qué más? ¡Oye, habla!
De repente se oye una voz rotunda:
– ¡Apto, comandante!
–
¡Ay! ¡Pobrecito! –Decimos afuera–. ¡Este sí que va de todos modos! ¡Ya
lo calificaron! ¡A este ahora no lo saca nadie! –Es la expresión general
entre nosotros.
6. Hay
un voluntario
– ¡Dicen que hay un voluntario! –Comentamos ya caminando de regreso hacia nuestras casas.
– ¿Sí? Y, ¿quién es? –preguntamos incrédulos.
– ¡Tendrá que ser un valiente!
– ¡Todavía hay valientes entre nosotros! –Se enorgullece Tito.
– ¿Quién será?
– ¡No sabemos!
– Pero el año pasado hubieron tres.
– Y el anteaño hubieron varios.
Ya en la mesa, a la hora de almorzar, repito:
– ¡Dicen que hay un voluntario que se ha presentado para ir a servir al ejército!
– Sí. –Comenta mi padre–. Es Pedro Rojas.
– ¿Lo conoces, papá?
– ¡Es mi alumno!
7. Portar
la bandera
– ¿Es tu alumno, papá?
– Sí. Y lo he convencido para que se presente. He hablado con sus padres y ya le he entregado sus notas.
– ¿Y, por qué has hecho eso?
–
Porque es un alumno excelente. Y es mejor que se abra campo en lugares
más desarrollados. Es aplicado y puede llegar a ser un buen oficial de
nuestro ejército.
– ¡Es el único voluntario! –Digo.
– Será él quien lleve la bandera. E irá de pie en la caseta de adelante del primer camión.
– ¿Y eso es bueno? –Dice en tono de reproche mamá quien está en desacuerdo con la leva.
–
Es un orgullo llevar adelante la bandera del Perú, flameando sobre el
verde de las campiñas, destacando el rojo y blanco bajo el cielo azul
sobre las rocas y los precipicios.
– ¿Y, después?
– Y después en el ejército se hacen hombres hechos y derechos.
– ¡Pero son nuestros hijos, y ya nunca regresan! –Dice mi madre compungida. Y luego calla, llorosa.
Epílogo
tenaz
Ahora
frente al Puesto Policial todo es llanto y despedidas. Eso sí, en el
techo de la caseta del vehículo, que se ha reforzado con maderas a modo
de una jaula a lo largo de la carrocería, encima de ella completamente
libre, pletórico, juicioso va Pedro Rojas, el voluntario.
Siento un orgullo inusitado que sea así. Y lo saludamos agitando nuestras manos y diciéndole:
– ¡Pedro, viva el Perú!
Tiene
el rostro endurecido y el pecho robusto, descubierto por el esfuerzo en
hacer flamear la bandera. Él anima a sus compañeros que no comprenden
esta voluntad a favor de algo que ellos sufren como una crueldad sin
límites puesto que lo arrancan de sus seres queridos.
– ¡Vivan los conscriptos de Santiago de Chuco! –Grita.
– ¡Viva! –Se oye cada vez más fuerte.
Las
mujeres lloran. Algunas se desmayan. Los techos y los balcones vetustos
de las casas parecen torcidos hacia abajo y hacia lo lejos. Empieza a
caer una lluvia pertinaz que a todos moja inclemente, como si el cielo
también quisiera llorar.
Solo
el voluntario alienta a todo pulmón en la tarde doliente y en el confín
de los cerros cuando los camiones desaparecen por la curva:
– ¡Viva el Perú! –Se oye a lo lejos.
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