Danilo Sánchez Lihón
Todos han partido de la casa,
en realidad,
pero todos se han quedado,
en verdad.
César Vallejo
1. Amor
para nutrirnos
«Pozo
sagrado» es el nombre de un lugar en mi pueblo, Santiago de Chuco,
región que hasta en los nombres de sus lugares ubicados en sus
diferentes barrios delata su carácter mágico, hechizado y poético, y
dado a los sueños. Así también: «La piedra bruja» que es un promontorio a
la salida o entrada de Santiago de Chuco, donde hay la leyenda que se
bañan las brujas y adquieren sus poderes sobrenaturales.
«La
parva de la Virgen» es un punto que es eje y epicentro telúrico y que
está ubicado en la parte más alta del pueblo. «El agua del oro», también
en la cabecera de la población camino a Urupamba. Hay también el
«Bosque de los amantes», «Las guitarras», la «Cruz del llanto». Y ni se
digan de nombres religiosos como son sus cuatro barrios: San Cristóbal,
Santa Mónica, San José y Santa Rosa.
Pero,
¿de qué trata este libro? No de algo circunscrito a mi terruño, sino de
un fenómeno universal. Trata del adiós y el regreso, de la auto
expulsión de nuestros pueblos de origen, del desarraigo y ojalá que
algún día de la vuelta al lar nativo
2. Ser
un desterrado
En
la historia bíblica se relata que en los tiempos antiguos en que vivía y
guiaba a su pueblo el profeta Abraham, el peor castigo que se podía
infligir a un ser humano era expulsarlo de su tierra natal.
Esta
punición superaba en sufrimiento inclusive a la misma muerte, y solo se
aplicaba a alguien que hubiera perpetrado un crimen o un agravio más
grande e inconcebible que aquello que justificase su ejecución con pena
mortal.
Entonces,
¿qué delito atroz o crimen horrendo habremos cometido ahora todos
nosotros para que el signo de los tiempos modernos sea abandonar
nuestros pueblos de origen y autoexiliarnos?
Tenía
que ser un delito abominable aquel que justificase antes una expulsión.
Entonces el castigo era dejarlo vivo, pero lejos del lugar donde había
nacido y crecido y al cual estaba acostumbrado, para pasar a ser un
desterrado de su tierra natal, y sin posibilidad de retorno porque nadie
podía acogerlo.
3. Desafíos
por afrontar
Pero,
abandonar voluntariamente nuestra querencia y la patria nativa que nos
vio crecer, que nos ha sustentado con su leche, su pan y su miel, y que
todavía desde lejos, aunque no lo reconozcamos, nos ampara y nos
defiende, ¿qué nos revela?
El
abandonar casi alegremente todo lo que nos sustenta anímicamente con
sus nociones del mundo, con su espíritu, su cultura, sus contenidos
afectivos y hasta con la energía que se trasvasa por la atmósfera, ¿qué
nos demuestra?
Pero
el agravio de nuestra parte es aún más: ¡cometemos la ofensa de
¡olvidarnos de nuestra tierra de origen! ¡Y lo hacemos así por creer que
de ese modo prosperamos más pronto y mejor!
Como
si fuera un estigma o un lastre haber nacido en un pueblo humilde y
pequeño, con muchos problemas y desafíos por afrontar y muchos asuntos
por resolver, ¡claro que es cierto!
¡Peor significado tiene avergonzarse de pertenecer a una cultura genuina y primigenia como es la nuestra!
4. El tesoro enterrado
que somos
Por
eso, es imperativo que los seres humanos volvamos a establecer un
vínculo armonioso y feliz con el espacio y tiempo básicos que dejáramos y
fue lo primero que experimentamos en nuestra existencia tan pronto
naciéramos. Instancias ni desaparecidas ni deshechas, sino que
permanecen apenas escondidas en el fondo de nuestro ser. Porque nacemos
en un lugar para que allí echemos raíces, para que allí adquiramos
vigor, fortaleza, y floreciéramos y echáramos rama y floreciéramos, y
produjéramos fruto.
Y
ese fruto con el cual cargaríamos nuestras ramas al impulso de nuestra
savia interior más prístina, y del viento, el agua y el sol exterior
fuera consistente y primoroso, prendido a las ramas más altas y bajas,
inclinando con su peso nuestras ramas hacia el muro y ofreciéndolos
generosamente a la calle como son los huertos en mi tierra natal.
Y
tal y cual son nuestros ancestros que son las plantas y los árboles,
que en las huertas y sobre los muros alcanzan hacia el exterior el fruto
apetitoso de granadillas y naranjas, de membrillos y manzanas aromando
nuestro ambiente y que a veces los hombres las prohibimos a quienes
quieran cogerlos.
5. Amor
tatuado
Agregando
a todo ello lo vivido, haciendo una simbiosis de universalidad con lo
recogido en los caminos y en el transcurrir de nuestros días.
Es importante que se asuma de manera más íntegra lo que somos básicamente como herencia.
Que nos relacionemos mejor, de manera más franca y sincera con nuestro origen.
Y
extraigamos aquellos tesoros enterrados que nos mantienen a unos
desvelados, como a otros sumidos en paraísos artificiales y a muchos
pasmados en el injusto desencanto. Y hagamos de todo ello danza, canto a
la vida, e himno de esperanza en el mañana.
Porque
es amor tatuado en las raíces, en las venas, en el sentido, en los
nervios y en los huesos. Porque hay un amor únicamente emotivo,
declarativo y nostálgico que se pierde y desvanece. Y que al final se
torna en algo negativo porque se inclina a identificar lo presente como
deterioro y decadencia frente al pasado.
6. Porque obras
son amores
Amar nuestro pueblo natal tiene que ser además de amor entrañable a la vez amor edificante, constructivo y laborioso.
Afanándose cada día de la vida en cómo mejorar aguzando la mirada en sus aspectos más críticos y dolorosos para corregirlos.
Porque
la espiga rica en fruto se inclina a la tierra. Y, a la inversa, la que
no tiene grano se empina tiesa hacia lo vano y hacia la nada.
El amor a la tierra natal ha de transparentarse en obras, ya que obras son amores.
Ahora
bien: ¿Y cómo tender las coordenadas y alzar los puentes que cohesionen
a las generaciones? ¡Ese es el desafío! Volver a ser no solo
comprensivos sino vastos. Ser no solo exaltados sino pacientes por lo
que verdaderamente constituye nuestra esencia.
Y ser, por eso, generosos y dedicados a velar por el desarrollo de nuestros pueblos desde donde partimos.
7. Estrechándonos
fuertemente
Estrechándonos
fuertemente en un abrazo con lo mejor de nosotros mismos.
Emocionándonos siempre por el hecho de haber nacido en el lugar en que
hemos venido a esta vida.
Y,
sobre todo, y a partir de esa constatación, tomar en cuenta las
inmensas y múltiples potencialidades que habitan en el fondo de cada una
de las personas que conforman nuestra comunidad.
Y
a la cadena de cerros protectores que vigilan compasivos nuestros
primeros pasos y a los elementos terráqueos que les dieron acústica a
nuestras primeras sílabas. Y de cómo ser fieles a las voces de nuestra
infancia y al niño que llevamos dentro.
Y
referente a lo cual diré finalmente en esta breve introducción que
algunos títulos de mis libros recogen nombres de lugares de mi pueblo de
infancia que es Santiago de Chuco, provincia del departamento de La
Libertad, en el norte del Perú, como lo dije al principio.
En
donde el «Pozo sagrado» es un manantial, o una red de varios
manantiales, que proveen de agua dulce a todo un conjunto de casas y por
donde se extiende la parte más idílica del pueblo, donde crecen
maizales y se erigen inmensos los eucaliptos poblada de todos los trinos
como el vuelo de gusarapas y mariposas.
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