Danilo Sánchez Lihón
1. El mar
insondable
En diciembre es la fiesta de Cachulla donde mi abuela pasa la mayordomía y por eso nos invita a ir con ella.
Resoplan
los caballos y se hacen más intensas las luces en los débiles e ínfimos
faroles que tratan de encender las luciérnagas. Se detienen una a una
las sombras que hacen las acémilas y las personas que van montadas sobre
ellas. El peón mayor luego de un rato de silencio, dice:
–
No vamos a poder pasar. Ha crecido mucho el río esta noche, niña. –Y en
su voz hay aquel sopesar los asuntos de la vida y el destino desde el
fondo y la raíz de donde nacen. Y su mirada, o sus oídos, se pierden en
la superficie y hondura de las aguas turbulentas que se apelotonan
encima de las piedras.
– ¿No estaba así cuando viniste? –Le inquiere mi abuela Rosa, madre de mi madre.
– No niña, ha crecido mucho. Es que está lloviendo en la jalca; en la tarde cuando pasé no rugía ni había cargado tanto.
En
el silencio de la noche el río, que se extiende al frente, es un rumor
sordo, profundo y misterioso. Mucho más al saber y pensar que estas
aguas han pasado y todavía pasarán por otras comarcas a encontrarse con
el mar incógnito e insondable.
2. Mucho
más allá
Las
mulas se agitan, levantan sus cabezas y hacen brillar en la noche sus
ojos de vidrio vivo y asombrado, en donde se reflejan algunas luces que
no están en ningún horizonte de este mundo.
–
En el pueblo nos esperan y de todos modos vamos a cruzar. Hay que
ajustar bien los aperos. –Dice mi abuela, con voz que es a la vez cierta
e incierta, a los peones que nos guían.
El
rumor del río no es de arrastrar las piedras que chocan unas con otras,
sino rumor de algo que está mucho más allá y al fondo de lo que podamos
comprender.
Es
rumor de las aguas consigo mismas; es más conversación secreta y
solitaria. Más que cuando hablamos con alguien. Es un compartir
disimulos entre las aguas arremolinadas y nefastas y la oscuridad
tenebrosa.
Este
leve fragor está mucho más allá incluso de lo que incluso el mundo sepa
qué es. Está en la intimidad no enajenada del río, y en su
ensimismamiento.
3. Prueba
de fuego
Nuestros
ojos auscultan el cauce en la oscuridad. Es ancho y ondulado, que hace
tumbos con sus aguas resonantes. Y en la adivinación verde azuladas.
Eso
sí, rebrilla suavemente al ondear las aguas a la luz de las pocas
estrellas que titilan, estremecidas en el cielo por lo que nos ven
padecer en la duda de pasar o no pasar.
Hacia
la otra banda nos esperan los cohetes que revientan en el cielo, puesto
que es celebración en el caserío de Cachulla donde mi abuela tiene la
mayor cantidad de tierras y es siempre la mayordoma de la fiesta del
pueblo.
Por
eso, nos esperan ollas humeantes de comida, como humitas, tamales y
cachangas, mazamorra de Chiclayo y tajadas con alfajores. Nos esperan
los rezos de la velación y la misa, los estandartes de los santos
desempolvados para adornar la iglesia humilde. Nos esperan las
mojigangas con sus sones y sus danzas, pero a costa de que pasemos esta
prueba de fuego que nos plantea el destino.
4. Sus sordos
bramidos
Siento
que los mayores flaquean. Mientras yo imagino, montado en mi caballo,
cómo sería que mejor bajara un ángel y con sus alas y túnica vaporosa
nos llevara uno a uno, o a todos juntos, con cabalgadura y todo de una a
otra banda flotando sobre las aguas. ¡Porque es atroz este río! Pero
escucho la voz de mi abuela que ordena:
–
¡Que entre el Pablo y vea el sitio por donde podamos vadear! –Y lo dice
sin distinguir cuál de los bultos en la oscuridad es Pablo.
Él
es el hijo mayor del peón, un muchacho fuerte quien de un momento a
otro se ha hecho alto, y hasta inmenso, a quien todas las mozas de la
cocina miran de reojo, y le hacen chanzas. Pero él es candoroso en su
mirar y en su respeto a los adultos.
Pablo
está a mi lado. Se remanga las bastas de bayeta del pantalón en
silencio. Ajusta las riendas de su caballo, y cogiendo una vara larga,
trata de entrar al cauce sonoro que eleva sus sordos bramidos.
5. Al rato
regresa
Piafa
el animal que acicateado por su jinete se interna, primero tratando de
alzar altas las rodillas para asentar bien los pasos dentro del agua.
Tienta
el caballo con las patas el lecho del río para ver si es hondo,
mientras el grupo, compuesto de doce, quince o veinte personas,
esperamos expectantes.
Vemos
en un instante que Pablo no puede avanzar pues el agua lo arrastra. El
caballo se encabrita. Está hundido hasta desaparecer la montura bajo las
aguas.
Pero él felizmente sale, y vemos que pica al animal por la orilla buscando un vado un poco más arriba.
Y así, caballo y jinete, se pierden en la oscuridad sonora de lo inescrutable.
– ¡Ha crecido fuerte desde la mañana que pasamos! –Reitera solemne el padre del muchacho, grave pero confiado en su hijo.
Por fin al rato regresa Pablo.
– Está fuerte la correntada, pero hay un sitio por donde podemos pasar.
6. Inapelable
y fatal
–
A los niños hay que amarrarlos y que la soga del caballo sobre el cual
van montados que los sujete muy fuerte un adulto, no vaya a ser que el
animal se asuste y se vaya por otro rumbo.
– Todas las sogas amárrenlas a otros caballos. Así si alguien cae y es arrastrado los demás lo sujetan.
– ¡Y si morimos, morimos todos! –Dice alguien, a quien pronto callan:
– ¡Encima, no seas ave de mal agüero! –Protestan varios, regañándole con voz airada.
– Sí, señora.
– Si el caballo es arrastrado que avise al adulto para que jale. –Es la voz autoritaria, inapelable y fatal de la abuela.
– ¡Y no se despeguen del grupo!
Con nuestras acémilas entramos siguiendo la senda que nos señala Pablo.
7. Aflora
la alegría
El
agua nos moja los pies y los caballos resbalan en las piedras del fondo
del río. Uno de ellos se ladea peligrosamente. Hay gritos de alarma.
– ¡Cuidado!
– ¡Pronto aquí!
– ¡La niña Rosita se cae!
Mi
hermana menor está en peligro, pero no da ni un solo grito ni queja,
sino al contrario, en vez de contraerse afloja toda la rienda para que
el caballo tenga la libertad de maniobrar, mirando bien los ojos de la
bestia. Y ahí está el Anselmo que la cuida y empuja para adelante.
Milagrosamente
todo sale bien. Cruzamos el río. Y ya, al otro lado, en la orilla
opuesta, los corazones alborozados dejan escapar un hondo suspiro,
aunque estemos mojados por las aguas procelosas.
¡Pero aflora la alegría! Y ya se hacen bromas:
8. Es
una reina
–
Ay, ay, mamita, protégeme y sálvame de este apuro. –Dicen que rogaba el
Julián, pero eso no es cierto, más bien iba concentrado en los
remolinos que hacen las aguas, y ¡en dónde metían las patas los mulos y
caballos!
– ¡Ay, ay, virgencita, si salgo te prometo que me haré cura! –Dicen que clamaba el Antonio, pero eso es falso y él solo se ríe.
Pero el comentario general es:
–
¡Pero, qué serena y valiente es esta niña Rosita! Ya estaba flotando en
el agua y ni un grito, ni una queja, al contrario, picándole al
caballo. ¡Que viva la niña Rosita!
– ¡Que viva! –Es el griterío
– ¡Cómo le aflojó la rienda al caballo! ¡Parecía una reina!
– ¡Es una reina!
– ¡Que viva nuestra reina!
– ¡Es una reina mi hijita! –Dice mi madre.
9. Un nido
de palomas
Pero mi abuela, severa, detiene a todos en sus comentarios y expresa:
– Agradezcamos a la Virgen bendita por habernos salvado la vida!
Y
ya estamos a la entrada del caserío, en donde al divisar nuestra
caravana han empezado a reventar los cohetes. Y arranca la banda de
músicos lugareños a tocar, elevando al cielo aires de fiesta.
Sin saber que somos sobrevivientes de no estar flotando en el mar, sobre todo en aquel mar incognoscible que es la muerte.
Mi
abuela aún tiene tiempo para arrimar su caballo al lado del de mi
hermana, a quien mira conmovida y extasiada, en medio del camino que
huele a retamas.
Y la abraza emocionada.
– ¡Ya ves, eres una reina! –Le dice orgullosa.
Pero
ya se oyen más nítidos los compases de una diana detrás del grupo de
casas recogidas en la llanura como un nido de palomas blancas en la
noche aciaga.
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