Danilo Sánchez Lihón
2. Idéntico
pozo
Con
Juan Ojeda, el intenso poeta autor de “El arte de navegar”, quien
naciera un día como hoy, 27 de marzo del año 1944 en Chimbote, nos
conocimos en el Patio de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, a esa hora vacía del mediodía, cuando ensayaban en el Salón de
Grados -¡honda la tarde!- los muchachos del coro de la universidad que
de un momento a otro elevaban las notas rotundas de sus tenores y bajos,
dejando quietas y pasmadas de gozo a las aves estupefactas detenidas en
sus vuelos, y a nuestras almas arrobadas ante esos aires que
desempolvaban siglos de amores, quereres y desengaños.
E
hicimos una amistad entrañable junto a Andrés Cloud, el varias veces
galardonado narrador nacido en Huánuco, con quien me conocí antes, justo
el día en que rendimos la primera prueba escrita del examen de ingreso a
la universidad, al tomar él asiento en la carpeta inmediatamente
delante de la mía.
Después
de conocernos los tres tomábamos juntos café en el bar restaurante
Jamaica, al costado de la Casona del Parque Universitario, contiguo al
Panteón de los Próceres, en donde por las mañanas los empleados se
servían desayuno y por las noches se llenaba de parroquianos
principalmente de gente ligada al campo del Derecho, que bebían cervezas
y fumaban acaloradamente, discutiendo de lo serio y de lo vano de la
vida del país.
2. Sin
puntos fijos
Al
conocemos con Juan -acerca de quien escribiré esta vez- supimos al
instante que estábamos hechos del mismo quebranto, que nos animaba el
mismo aliento y se nos había arrojado a idéntico pozo sin fondo; a
idéntico vacío y a batimos con similares o parecidos enigmas.
A
partir de ese momento fuimos amigos inseparables. Y día a día, después
de agotar todo lo que se podía hablar o decir al encontrarnos,
establecíamos muchas horas de comunicación silenciosa. Nos consumíamos
contemplando la ciudad, llenándonos del mundo de manera calmada y
espontánea.
Y
enrumbábamos hacia cualquier lugar, ¡a cómo nos guiaran nuestros pasos!
Podíamos caminar horas de horas únicamente por el gusto de ver el
desenvolvimiento del mundo de la manera más simple, sin hablar,
deambulando incansables y silenciosos por calles, plazas y avenidas.
A
veces subiéndonos a los ómnibus sin rumbo fijo, nos sumergíamos en la
contemplación de la ciudad. Por el gusto y la reverenda gana de hacerlo.
Sin puntos fijos adonde ir.
3. En la noche
helada
En
realidad, no íbamos a ninguna parte. Solamente nos interesaba
testificar el "hoy" y el "aquí". En el fondo gozando profundamente de la
poesía que significa echar una mirada por la realidad y que se siente
más profundamente cuando vamos en soledad, como ocurría con nosotros.
Fue
en una de esas oportunidades, en la cual íbamos los tres, con Juan
Ojeda y Andrés Cloud, -era el convaleciente mes de septiembre del año
1963-, que al ver en el Parque Universitario a un ómnibus de San Marcos
partir en la noche, fue que subimos, creyendo que se dirigía a la Ciudad
Universitaria, pero pronto estábamos sobre la Carretera Panamericana
Norte, y ya por Ancón.
Y
cuando preguntamos por la ruta supimos que iba rumbo a la ciudad de
Trujillo adonde los chicos de Letras y Derecho iban a divertirse en la
Fiesta de la Primavera. En esa oportunidad Andrés Cloud tuvo que
regalarles su reloj para que no nos arrojaran en el desierto, en la
noche helada y lloviznosa. ¡También eso era, en parte, San Marcos!
4. Ejes
de un cuadrante
Ya
en Trujillo nos animamos a llegar hasta Santiago de Chuco, mi tierra
natal, adonde arribamos de madrugada, golpeando el viejo portón por el
lado de la casa de mi abuela, que fue abierto con el alborozo de mis
padres que a esa hora encendieron la cocina para luego servirnos leche
espumante, cecinas fritas y panes amorosos del lugar.
Horas
después, y en ese mismo día, visitábamos en silencio y cuarto por
cuarto la casa de César Vallejo; que es cuando vi a Juan conmovido,
poseído, alucinado; temiendo que en algún momento pudiera ocurrir una
desgracia, al sentir que en esa circunstancia los ejes de un cuadrante
coincidían en el mismo punto y bajo un horizonte sin límites.
Ya
en el viejo panteón, situado en lo alto de la colina, rebuscamos tumba
por tumba, con la agitada esperanza de encontrar los nombres de la
madre, el padre y el hermano Miguel que era el más próximo y compañero
de juegos de César Vallejo, quien murió muy joven y a quien el poeta le
dedica dos poemas: A mi hermano muerto y, otro, A mi hermano Miguel,
donde dice:
5. La misma
máscara ósea
Miguel tú te escondiste
una noche de agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Así
durante los quince días felices que estuvimos visitando pueblos y
haciendo vida de campo, se afianzó fuertemente el lazo de unión y se
tendió la viga maestra de identidad con César Vallejo a quien buscábamos
y encontrábamos su presencia inmersa en la gente del campo, y en el
lenguaje humilde de la vida cotidiana.
Juan establecía una relación muy personal hasta el grado de la complicidad y la confidencia, con César Vallejo.
Por
lo demás, también era enorme el parecido que tenía con la máscara ósea,
el talante y hasta con el color de la piel del poeta santiaguino,
habiendo sido yo testigo más de una vez, de cómo las personas al
conocerlo destacaban esta coincidencia y se lo decían.
6. Comprender
los hechos
Quiero
revelar, inclusive, un hecho que él me lo contara con emoción profunda y
todavía con el miedo y estupor que aquello le produjo.
Fue
que un día leyó que César Vallejo había titulado inicialmente su libro
Trilce con el nombre de Cráneos de bronce, que era exactamente el título
que Juan había puesto al conjunto de sus poemas, sin tener ni la más
remota idea de que a Vallejo se le había ocurrido un nombre igual, sin
cambiar una sola sílaba.
Por
este hecho él pensaba que su identidad con Vallejo iba más allá de lo
común, existiendo un secreto pacto y un respeto muy grande de Juan por
el autor de los Poemas Humanos, caso especial de parte de alguien muy
severo y descalificador en sus juicios de todo lo que había en el
panorama de la poesía universal.
Releyendo
una nota escrita por Tulio Mora con ocasión de la publicación de mi
libro “Scorpius”, me trae a la memoria este vínculo que establecimos con
César Vallejo, sin que ello signifique de ninguna manera imitación de
su estilo, que nunca lo hicimos, ni de la manera que él tenía de enfocar
y comprender los hechos.
7. Hacia
el amanecer
Pero,
además, en esa nota se hace referencia a algo muy cierto: recuerda que
lo que le sorprendió al conocernos en San Marcos fue que nosotros, Juan y
el suscrito, fuéramos grandes lectores de vidas de santos y de
filosofía tomista, acerca de lo que ciertamente hablábamos mucho, pero
además que lo vivíamos y padecíamos intensamente.
Así
como también, refiere Tulio, –y es exacto– nuestra predilección
constante, entusiasta y apasionada, por la poesía latina mientras otros
se embebían con la poesía inglesa, ¡aunque tampoco voy a mentir, también
la leíamos!
Pero
ciertamente, más nos inclinamos a beber en las fuentes del sereno y
siempre augusto Virgilio, del laborioso y paciente Horacio, del
proscrito y expatriado Ovidio y en las aguas fantasmales del sombrío y
conturbado Propercio, merodeador constante de los dominios misteriosos
de la muerte en sus sentidas Elegías.
Pero
más cierto fue que con Juan nuestra concepción de la poesía, y hasta
escribimos poemas juntos, garabateando con nuestros pasos insomnes en
las baldosas nuevas o gastadas de calles y plazas de nuestros pueblos
recónditos y entrañables, y ya hacia el amanecer.
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