En esta noche rara
que tanto me has mirado.
César Vallejo
1. Bajo
un alero
– ¡Virgen santa! ¡Que no vaya a ocurrir ninguna desgracia! –Ruega mi madre.
Miradas desde la ventana las casas yacen sumergidas tras un velo indescifrable de agua que cae.
La tempestad arrecia.
Las goteras con más furia todavía se precipitan a tierra.
Las
calles están desiertas y anegadas. Sólo la lluvia redobla sus tambores y
entona dianas y clarines en las canaletas de lata y en los baldes que
recogen el agua de los tejados.
De pronto una sombra se desliza por la calle envuelta en un rebozo.
– ¡Oh, Dios, es ella!
Su
figura esbelta y dulce se delinea al cruzar la calzada donde rebrilla
el torrente. ¿Adónde irá? ¿Habrá alguna tienda abierta bajo esta
tormenta?
A ratos se esconde bajo un alero mirando caer la lluvia.
2. Los ríos
crecen
Por más que abraza su pecho envuelta en el rebozo no puede esconder el temblor de sus senos que crecen.
Ahora ya está de regreso.
Ha
vuelto de comprar pan y bizcochos jaspeados con clara de huevo y
semillas de ajonjolí, en una canasta que roza sus muslos nacientes y
tibios.
¡Ah, sus ojos negros, hondos y brujos, en su rostro de alabastro!
Más tarde, en el comedor de la casa se sirve el cedrón oloroso en tazas de loza, el bizcocho y el pan de yema.
Hay
ternura en las voces de adentro, mientras el mundo de afuera se traba,
refunde y desaparece en el fragor de la lluvia que se arroja inclemente.
Es invierno.
Llueve noche y día. El sol sale a retazos. Los ríos crecen y los campos se inundan.
– ¡Graniza! ¡Vean! ¡Graniza!
Arriba,
entre las junturas de las tejas se han formado gavillas de hielo
graneado y traslúcido, de blanco sobre el rojo del tejado.
3. En El Mirador,
cerca al tejado
Un guiño de complicidad con mis hermanos y primos y, disimuladamente, ya estamos tramando ir a recogerlo.
– Y... ¿qué les parece si con este granizo hacemos helado de saúco?
– ¡Sí! Y batimos los racimos que trajimos ayer.
– ¡Y hagamos una casa arriba en el Mirador!
– ¿Con tanto frío?
– ¡Pero llevemos frazadas! –Nos anima a jugar mi prima Amelia.
– ¡En el Mirador, abierto a todos los horizontes!
– Entonces hay que subir pocillos, cucharas y azúcar para el helado.
– ¡Y miel de chancaca!
Y estirando los brazos ya en el tejado recogemos a dos manos el granizo que depositamos en unos jarrones azules.
Tienen
pintados en sus flancos claveles rojos, girasoles amarillos y dalias
blancas, mientras se despeñan los relámpagos y estallan los truenos.
4. La lluvia
arrecia
Y armamos la casa hecha de sillas, trastos y mantas colgadas.
Y dentro saboreamos helado de saúco, hecho con el granizo de las alturas celestes.
Mientras la lluvia afuera redobla entonando su canción secreta.
Y
jugamos a la tienda y jugamos al hogar. Y Amelia que viene a comprar
bizcochos en plena tempestad, para que yo le regañe y le reproche,
diciéndole:
–
¿Y sus padres, niña, la consienten que salga y venga a comprar a la
tienda, cuando pueden arrastrarle los torrentes que bajan por la calle o
darle una pulmonía con esta lluvia fría?
Ella y yo nos quedamos callados. Yo viendo su rostro de alabastro y sus labios que tiemblan.
Mientras arriba atruenan los cielos.
Es en ese instante que escucho:
– ¡Hijo, hijo! –Clama la abuela.
5. La trenza
de la lluvia
– ¿Sí, abuelita? –Digo, saliendo hacia un borde.
– Ven. Sube por este lado a ponerle un balde a la gotera que está pasando agua al dormitorio. –Ruega.
– ¡Allá voy! –Contesto.
Corro y subo al terrado sobre el cuarto donde la abuela duerme.
Me deslizo entre las cosas viejas que de noche remueven las almas de nuestros antepasados que aquí penan.
Trepo por los muros, oliendo los adobes húmedos y abombados.
Aquí está la teja ladeada que deja chorrear el agua y ha hecho un charco en el suelo que se filtra hacia abajo.
Introduzco
mis manos que sobresalen por el techo vetusto y cojo las hilachas de la
trenza de la lluvia desnuda que me moja los brazos pero que yo tuerzo
hacia un lado su cabellera de plata.
– Ya la arreglé, abuela. –Contesto triunfante, saliendo a la boca del terrado–. ¡A ver mira si ya no gotea!
6. ¿Levanté ayer
la pupila?
– Ya dejó de gotear, hijito. ¿Cómo lo has hecho?
– ¡Abuela, si tú me dices siempre que me parezco a mi abuelo Desiderio!
– Eso eres hijito. Gracias. Ya eres un hombre. –Responde.
Y,
hablando unas veces con alguien a quien no vemos, otras con los
fantasmas que la persiguen, y otras tantas hablando consigo misma, mi
abuela Sofía, madre de mi padre, se pierde caminando leve y difusa por
el corredor de la casa con su cantilena interminable:
–
¡Ya se va a caer la bóveda de la sala! ¡Y son los gatos dañinos los que
mueven las tejas! ¡Ayer no había esa gotera en mi cuarto! ¿O no la he
visto? ¿Ayer he levantado la vista? ¿Levanté ayer la pupila?
Y
mi abuela se detiene solo para dudar, mientras ha zigzagueado un
relámpago delante de sus ojos. Y ella cree que es un centelleo de su
mente:
– ¡Me lagrimean tanto los ojos! Estos ojos que ya no se dan cuenta de lo que ven. Estos ojos que ya no miran.
7. A dónde
vas
–
Ya me estaré quedando ciega. –Y otra vez mi abuela se detiene, pero
esta vez es para llorar–. ¡Ya me he de morir, en este invierno tan frío y
en esta lluvia que arrecia!
Mientras
en la casa que hemos hecho en el Mirador nos hemos quedado asombrados
de escuchar el rumor de la lluvia en el tejado, como si apenas nos
separase una débil membrana de todo el misterio de la creación.
Y no es una estridencia inocente, ni ingenua ni candorosa.
Es un naufragio, un holocausto, un orto bajo el cielo encapotado de marzo.
– ¿Oyes el agua?
– ¿De dónde viene y adónde va?
– ¡Viene del mar y va hacia el mar!
Desde allí viaja, igual que los seres humanos. Igual que la vida, igual que la abuela.
– Por eso, tienes que mirar de dónde vienes para saber a dónde vas.
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