1. Ternura
andina
Así,
revisando unos archivos míos de hace muchos años, encontré varias
cartas remitidas por mis hermanos desde Santiago de Chuco, pueblo donde
nací, me crie y de donde salí a la edad de 16 años para estudiar
Literaturas Hispánicas y también Educación en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos.
Al
releerlas, me he quedado sorprendido: ¡qué emociones tan sentidas
trasuntan en sus cartas las palabras! ¡Qué candoroso el acento y qué a
flor de piel la cordialidad de las expresiones! ¡Cómo nacía y se abría
tan natural el afecto, la ternura y el cariño!
Y
es seguro que ¡yo también era así, sin darme cuenta! Y mi pregunta,
ante esas misivas entrañables de aquellos tiempos, ha sido: ¿Qué nos
pasó? ¿Qué nos hizo cambiar tanto? ¿Por qué nos hemos endurecido?
Pero,
tratando de no perder lo mejor, y reencontrar el arroyo y la fuente:
¿De dónde nos venía y cómo asomaba ese venero de pureza, ingenuidad y
estremecimiento?
Luego,
revisando varias cartas de César Vallejo a sus hermanos, compruebo que
la emoción en él es igual, es el mismo el cariño y el apego. Es idéntico
el afecto, en lo pleno, sincero e inocente; como cuando Vallejo les
dice a Víctor Clemente y a Manuel Natividad: “Hermanito amado”. O bien:
“Manuelito de mi corazón”.
2. Igual
el alma
¡Igual escribían
mis seres queridos! ¡Y, yo mismo! Y entonces se me ha hecho evidente
una realidad que quiero compartir, cual es: la ternura inmersa en el ser
de las personas de nuestros pueblos de origen, de aquellos lares
recónditos y de nuestras casas nativas.
Y
esto, ¿para qué? Para que rescatemos dicha ternura, para defenderla con
vigor. ¡A fin de que no se nos pierda! ¡Para que actuemos con ella de
la mano y más frecuentemente en la vida cotidiana! ¡Para que no nos
amilanemos de tenerla en el alma!
Y,
los que aún no la han perdido ni dejado volar desde su alero a esa
avecilla, para que la llamen, la acunen y aniden con denuedo, como un
don precioso, ya raro en nuestras vidas oscurecidas; para que cobijen a
esta huidiza, delicada y temblorosa doncella. A esta virtud suprema
venida para alentarnos en nuestras vidas heridas: ¡la candorosa ternura!
De este modo, por ejemplo, le escribe César Vallejo a su hermano Manuel Natividad, el 2 de diciembre de 1918:
“He
tenido al fin la alegría de recibir cartita tuya, después de las
numerosas cartas que yo te he escrito desde marzo de 1917 en que me
alejé de ustedes. He gozado y he llorado al leer tus tiernas,
conmovedoras y tristes letras. He gozado dolorosamente, horriblemente.
Cuánto recuerdo y cuanta felicidad que se ha ido para siempre. ¡Oh
Manuelito de mi corazón! ¡A qué me sabía un destino tan negro, lejos
para siempre jamás de nuestra madrecita del alma! Oh, queridísimo
hermanito”.
3. Es humilde
y desasido
¡Cómo
abundan las expresiones entrañables! ¡Cómo se sumerge el alma en esa
fuente arrobada! ¡Cómo se rizan los diminutivos para extraer su dulzura
suprema! ¡Cómo rebosa y colma, estalla e inunda la adhesión y el apego!
Considerando
que Manuel Natividad, en la circunstancia que estamos citando, tenía ya
38 años. Y, sin embargo, pareciera que es a un niño a quien se le habla
y escribe. ¡Que es entre niños que están llorando juntos! Y esa es la
otra clave: ¡el no perder nuestro ser niños! ¡Porque entre ellos es aún
mucho más el estremecimiento y el temblor!
Pero
lo que nos asombra, produce pasmo y turbación es de ¡quién remite la
epístola!, que en este caso no es otro que el poeta universal César
Vallejo, que por ser así es el poeta cimero que es. Y quien tenía en
aquel entonces 26 años, y que por los méritos ya alcanzados bien podría
haberse convertido en áulico, y como tal en un ser vanidoso, arrogante y
despectivo.
Porque,
para esa fecha él era un autor ya reconocido en el parnaso literario
del país, quien por sus poemas publicados en periódicos y revistas había
merecido elogios de personalidades refulgentes de la escena cultural,
tales como Abraham Valdelomar, Antenor Orrego y Percy Gibson. Y de
artistas e intelectuales del mayor prestigio y reputación en el Perú de
ese entonces, ¡y de ahora!, como Manuel González Prada, José María
Eguren y José Carlos Mariátegui.
4. Que viva
por siempre
Sin
embargo, acaso, ¿es soberbio? Siquiera por asomo, ¿se muestra petulante
y ufano? ¡No! Al contrario: es humilde y desasido. ¡Y qué hermoso es el
tono, la quejumbre y la actitud con que se rinde a sus exaltaciones!
Y
en el caso, motivo de este comentario, ante su hermano mayor Manuel
Natividad, que en aquel entonces era chacarero, agricultor, es decir un
sencillo labriego o campesino a quien un señorito podría desestimar,
puesto que vivía en la rusticidad del campo, entre la gleba, la
ordinariez y la floresta, el poeta es sumiso y fiel.
Siendo
César Vallejo en cambio un intelectual brillante y un profesional ya
graduado con los más altos honores en la entonces llamada Universidad de
la Libertad, ahora Universidad Nacional de Trujillo. La nota que obtuvo
en la sustentación de su tesis “El romanticismo en la literatura castellana” fue de sobresaliente, mereciendo la nominación de cum lauden.
Pero,
¿tiene acaso asomo o pose de cortesano, aristócrata o palaciego? ¿Le
invade la jactancia y la altanería del académico encumbrado? No, no la
tiene en absoluto. No, no lo mancha ni una pizca de ello.
La
ternura de César Vallejo ¡es legítima, natural y auténtica ternura
andina!, porque es afecto pegado a la cuna, a la leña y al humo de la
cocina. ¡A la arcilla que nos conforma, a la piedra tutelar de la
puerta, o a la grada de la escalera que nos cobija, y que ahora nos
consuela en la añoranza de nuestra casa de infancia y de nuestro origen
andino!
5. ¡Oh Manuelito
mío!
Ternura
que es un bien y un tesoro lamentablemente perdido o, por lo menos,
amenazado de extinción. Del cual se hace incluso escarnio, burla y mofa.
¡Hagamos que viva por siempre y para siempre, con César Vallejo como
portaestandarte! ¡Y que no muera nunca! Ni falte jamás en nuestras
vidas.
Ternura
que no sé cómo nace, brota y se expande de manera tan natural en
nuestro pueblo. Que no atino tampoco a saber cómo explicarla. Pero que
se da, subsiste y es poderosa. Pero que también es frágil y fácilmente
herible. Que con frecuencia se agazapa y
desaparece. Que se mimetiza con la tierra, pero que late en la hilacha
de la frazada pobre, en el poncho y rebozo de padre y madre humildes
pero mirándonos absortos desde lejos que aún en el recuerdo nos abrigan,
protegen y cobijan.
Aunque
ellos hayan muerto hace años y solo hace mucho tiempo su recuerdo
perviva tembloroso, como es la ternura misma. Ternura que es una especie
de queja, de renuncia, de tristeza, pero que tenemos que hacerla
poderosa en cuanto aliento para nuestras vidas. ¡Y de digna alegría!
También,
¡hay que reconocerlo!, de vergüenza de que alguien descubra la sed y
hambre de amor que nos aqueja. En aquel mundo de nuestro origen que cada
vez queda más y más confinado, escondido y al punto de desaparecer. Por
eso, ¡esta alerta y esta apelación a guardar una consigna, cuál es:
¡Defenderla!
6. El bien
de sér
Ternura
que se oculta y esconde en todo adiós, en el irse lejos, en toda
despedida; que se asocia mucho al rubor, al callar, al no querer
dejarnos notar; y hasta nos turba ser presencia que aparece. Ternura que
es ocultar muy al fondo de nuestras penas, desengaños y congojas.
Tanto
es así que pienso: ¿cuánto de más habrá sido el dolor de César Vallejo?
¡En aquel ser tan silencioso y digno! ¡Cuánto de más grave, hondo y
atroz habrá sido su desolación; y que por ese recato de la ternura
andina no lo dejara transparentar!
Cuánto más grande que aquel acervo dolor, como cuando dice:
I, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora, voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de sér, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tánto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
7. Flor
eterna
Y prosigue:
Jamás tánto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tánta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
Por
eso, ¡cuánto más de inmenso habrá sido su desgarramiento interior! Ya
que, por rubor, no pudiera confesarlo. ¡Y no lo dijo totalmente!, por
ese comedimiento, cautela y esa dulce timidez que habita en los andinos!
¡Porque Vallejo también en su sufrimiento fue muy del mundo chuco, muy
serrano y muy hermano de todos nosotros!
¡Y,
a su vez, cuán inmensa y dilatada ha debido ser su devoción y
consubstanciación con el hombre leño, barro o piedra, para poder hallar
el equilibrio a esa índole implacable e insufrible del dolor!
Esta
dimensión lo hace tan hondo y tan vasto a tal punto de sentir que es él
alguien que puede ya proteger, amparar y defender, erigiéndose como una
roca donde la ternura es ya una flor eterna.
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