EL NACER
DEL SOL,
LA AURORA
Danilo Sánchez Lihón
Como rojas lanzas
de una
estrella que sangra.
Poesía
quechua
1. Lo más
hermoso
El recuerdo más lejano que
yo tengo de mi infancia en Santiago de Chuco, es cuando en la mesa mi madre nos
dice:
– Lo más hermoso en el
mundo es la aurora.
Tan inquietante y
contundente nos parece esa afirmación que volteamos buscando los ojos de papá
para corroborarla:
– ¿Es cierto, papá?
– ¡Sí! ¡Claro! Es lo más
bello del universo. –Concluye él.
– Y, ¿cómo es? –Surge
entonces la pregunta inevitable.
– No se puede narrar. Pero
un día voy a levantarlos de madrugada y veremos el amanecer. –Concluye mamá.
– Pero cuéntanos, ¡cómo es!
–Rogamos.
– ¿Para qué contarles, si
pueden verla?
Más tarde recurrimos a
preguntarle al primo mayor que tenemos en casa, a Manuel:
2. El sol
renace
– El sol se despedaza en
los cerros, –Es su única, simple y tremenda descripción, que nos deja atónitos
y con el alma en ascuas, porque imaginamos al sol como un armatoste que se hace
trizas en las rocas y en el firmamento.
Y para contemplar ese
milagro que tanto afiebró nuestra mente de niños no era necesario un boleto de
viaje por barco, tren o avión.
Sino que el secreto
consiste en el hecho cotidiano de levantarse casi a oscuras y de madrugada,
hecho a su vez tremendo aunque nunca imaginamos que fuera así.
– ¿Todos los días hay
aurora, mamá?
– Todos los días el sol
renace y vuelve a salir por el horizonte.
– Y, ¿por qué no nos despiertas,
levantas y haces ver?
– Siempre los despierto,
pero otra vez se quedan dormidos en la cama.
Eso ocurre, es cierto.
3. Diente
con diente
Pero ha llegado el tiempo
en que nosotros ya no podemos soportar más postergaciones y nuestros padres
tampoco, por el acoso en que los tenemos.
Y todos en casa nos
preparamos para ver la aurora como quien va a conquistar el polo norte, o el
Océano Índico; o a cruzar de uno a otro confín el continente.
Y es cuando, muy oscuro
aún, susurra mamá en nuestros oídos que nos levantemos.
Pero es tan de noche y al
principio da tanto sueño que protestamos y nos arrepentimos de haber pedido
semejante barbaridad.
Mientras nos arrancan de la
cama, yo me dejo caer por décima vez en ella y ruego que mejor sea otro día, después.
– ¡Ya, nada de otro día!
Es cuando mi padre, sin
hacer caso a mi castañetear de dientes, me enfunda en un abrigo, me pone una
gorra, me envuelve una chalina alrededor del cuello y, enfardado en una frazada,
me deja tiritando en la grada del dormitorio, mientras terminan de arropar a mi
hermano mayor.
4. Nada
se ve
– ¡Abríguense que afuera
está cayendo la helada! –Oímos decir a mamá que
ayuda a ponernos doble media de lana y encima todavía otro pantalón más grueso
de lana.
A esa hora todavía honda de
la noche la voz no es sonido sino apenas susurro, resuello y un aliento que se
esfuma.
Despacio subimos luego por
la escalera hasta la parte elevada de la casa. Hay allí un altillo, al nivel de
los techos más empinados, y detrás una explanada que llamamos El Mirador, donde
nos sentamos arrebujados, y donde nos dan ganas de llorar.
– ¡Seamos valientes, hijos!
¡Qué es eso de lloriquear!
El frío con sus mil
cuchillos tasajea la piel y los huesos; y más allá del alero, adonde apenas
llega la luz de la lámpara, la oscuridad es hosca e ilimitada.
– ¿Por qué levantarnos tan
temprano cuando nada se ve? –Reclamo sollozando.
– ¡Parte de la aurora es la
noche! –Es el comentario tremebundo, alarmista y desalmado de papá.
5. Cumbres
lejanas
Es oscuridad tupida y no se
distingue absolutamente nada. Levemente titila, a esa hora, la luz última de
una luciérnaga rezagada.
– ¿Y, por dónde sale el
sol?
– Por ahí, al frente.
Y en la negrura implacable
no veo pero adivino la dirección a la cual apunta el brazo de mi padre.
Nos vence el sueño, cuando oímos a mi madre
que exclama:
– ¡Ahí! ¿Ven ahí, al
frente?
Una línea muy fina se
esboza como si alguien pintara, con una brocha hecha de un solo cabello y muy
fino, una rayita de luz que delinea el perfil de un cerro en el horizonte.
Es sobrecogedor ese trazo
mínimo en la inmensidad de las tinieblas, que divide al mundo en dos: la tierra
con el perfil de las cumbres lejanas y el cielo inconmensurable.
6. Un dardo
de luz
Es un rasgo leve que a
ratos se apaga y enciende, aparece y desaparece como si fuera una ilusión. O la
esperanza cuando se la anhela tanto en el alma. Después es un temblor preciso,
como debió ser el primer hálito de la creación.
Bajo nuestros pies aún todo
es tenebroso. La tierra yace desvalida, exangüe. Y si hay en ella algo de
intenso y profundo es la vida que late incipiente.
Arriba, una leve claridad
se va expandiendo, remontando la dentadura afilada de la cordillera y avanzando
por la bóveda sideral.
La tierra a esa hora se
despierta, primero con el abrir lento del ala de un ave que se estira. O de un
suspiro que se desahoga. ¡O de una gota de lluvia que cae desde un alero hasta
un recipiente vacío! O del rocío que suele desvelarse en los tejados como en
las flores.
Pero repentinamente el sol
dispara su primer rayo fulgurante. Es un dardo de luz que traspasa los linderos
y hiere a las sombras temblorosas que huyen despavoridas. ¡Y se desencadena la
guerra!
7.
Conflagración
de colores
El suelo inerte se revuelve
y un ¡ay! se exhala desde no sé qué escondrijo.
De pronto el grito
altisonante de un gallo quiebra el espejo de tinieblas y hace que la serpiente
quieta de la noche huya al monte de las horas infaustas.
En el horizonte se desata una
lucha a muerte entre un rojo explosivo y un verde incandescente.
Mientras los amarillos
llameantes se lanzan a los extramuros celestes, se expanden hacia las nubes
tiñéndolas con matices violentos.
Se desvanecen y retroceden
los grises y lilas y los oros y azules prenden sus broches resplandecientes en
el perfil de la cordillera.
Hay una pugna encarnizada y
feroz, un estallido de furia, una conflagración. Unos colores son
desbarrancados en los abismos y otros se elevan a lo alto.
Resuenan clarines, trompetas,
tambores. Desgranan sus acordes fagotes, trombones y mandolinas.
Unos colores se imponen con
lanzas, estandartes y espadas, otros desaparecen huyendo o fugando encabezando
sus tropeles de guerreros vencidos.
8. El
diamante
de un nevado
A los techos de las casas
que dormitan a nuestros pies los reboza una tenue penumbra.
Y se desgaja entre las
tejas los copos finos de una leve y azulina neblina.
Imaginar a los hombres
dormidos debajo de estos aleros es sentirlos desasidos e incautos, bajo el
misterio en el cual viven o reposan.
Poco a poco la dentadura de
los cerros se hace más nítida y surge despacio el diamante de un nevado lejano.
– ¿Y esos nevados, papá? –Señalo
hacia el fondo del horizonte.
– Este que parece una
montura es el Huascarán, que es bifronte, es decir que tiene dos cabezas y es
el picacho más alto del Perú.
– ¡Y ese otro!
– Aquel de más allá es el
Huandoy y este otro el Huaylillas.
9. El
prodigio
de la
creación
– ¿Y el de más allá?
– Aquella puntita que
sobresale como el diente de un niño de pecho es el Alpamayo, el nevado más
hermoso del planeta.
Así conocimos el nacer de
la aurora que es un misterio que acontece cada día, antes que nosotros nos
levantemos de la cama y bajo el cual vivimos.
De este modo quedó grabado
en mí y para siempre, que cada día, cada hora y cada instante habitamos un
secreto, cuál es el prodigio de vivir algo maravilloso y sagrado: ¡la creación!
Que es imprescindible
dormir y también soñar. Pero, que es más importante el despertar hacia el
milagro de todo lo creado y de lo que aún está por descubrir.
Y que en dicha creación
nada es más glorioso, útil para el trabajo y saludable para la vida que el sol.
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