Danilo Sánchez
Lihón
1. De rocas
estupefactas
Calipuy es un lugar arisco, ¡de temple y de jalca!,
tierno y abrupto, llano e insólito.
Y es tierra de
cóndores, que es el ave emblemática de la cultura La Galgada que aquí
floreciera.
Esta
civilización alcanzó su esplendor y se extendió por estos dominios hacia
Pallasca en Ancash.
También es
conocida con el nombre de etnia Los cóndores, por la presencia dominante de
este tótem en los petroglifos encontrados en dichos relictos.
Estamos entonces
en sus territorios. Tierra árida y transida, llena de peñolerías y potreros
inaccesibles.
De rocas
estupefactas, sin árboles. Lugar donde también habita el huanaco y se extiende
la cahua, a quien mal llamamos La puya Raimondi.
2. Los hay
todavía
Pero Calipuy
tiene ahora otra connotación, cuál es la de Reserva y Santuario Nacional.
Principalmente
porque en sus dominios es donde se conservan los relictos de huanacos y de
cahua más grandes del mundo, y es una de las reservas de biósfera más
singulares.
Pero de aquello
ya me he ocupado en más de un artículo.
Esta vez he
venido atraído más bien por las muchas historias que escuché contar de niño
acerca de los cóndores de Calipuy.
Y esa es la
pregunta que le hago al profesor de la Escuela Fiscal y natural de este mismo
lugar:
– Calipuy es
tierra de cóndores. ¿Los hay todavía en este lugar?
– ¡Hay! ¡Y son
de los más salvajes! ¡A cuántos niños no se los han llevado!
3. Eso
me
salvó
– ¿Alguna vez ha
tenido alguna experiencia con algún cóndor?
– ¡Cómo no, lo
he tenido! Y podría decir que soy un sobreviviente del ataque de un cóndor. Iba
yo por un desfiladero de las alturas cuando escuché:
– Zoooorrrr...
Sentí a mis
espaldas, Y me pareció que no venía de muy lejos aquel ruido espeluznante.
Como de
tempestad, o de mar embravecido. O de vendaval que tumba y arrasa.
Y que estaba
cerca y me iba a triturar y llevar por los aires.
Al instante se
hizo más fuerte y estremecedor. Ya estaba muy cerca, silbante y afilado como un
cuchillo.
No volteé,
porque tuve la corazonada que si miraba ya no me daría tiempo para arrojarme.
4.
Cicatrices
de
las heridas
Atronó más en
todo mi ser ese zumbido, como si fuera el motor de un avión.
O de un
helicóptero que se introdujera por aquel desfiladero donde yo me había
internado.
Y me
desconcerté, por completo.
El cielo
entonces se oscureció y sentí la muerte. Me lancé como pude a la cuneta del
camino.
Cayendo a una
estría del terreno, como una acequia sin agua, que fue finalmente lo que me
salvara.
Pero de todos
modos, me arañó con sus garras. Y aquí tengo, mire, las cicatrices de las
heridas que fueron hondas.
(Allí se detiene la conversación del profesor que me cuenta
de este suceso, y continúa:)
5. Como
a
pollitos
– Pero el caso
fue que no me quedé de espaldas, sino que hice un giro de costado y levanté las
piernas para defenderme. Y pude patear.
Eso me salvó la
vida. Porque eso desconcertó al inmenso animal. Era un cóndor que me había
estado vigilando desde las alturas, detrás de los cielos donde ellos vuelan y
nosotros no los vemos porque es a mucha altura, pero ellos si nos ven como si
fuéramos ñihuas u hormigas.
Pensaba que iba
a cogerme con sus garras por la espalda, pero que ya no pudo hacerlo porque yo
me volteé y pateé con todas mis fuerzas, pero me desgarró las rodillas y los
brazos, dejándome cortes como de chaveta con los garfios que tiene como uñas.
¿Qué edad tenía
yo? Ya era ya un adulto. A los niños el cóndor aquí los coge y los lleva por
los aires como a pollitos, si uno se descuida.
6. Llevarme
a
los roquedales
Ese cóndor del
que le digo seguro me ha estado mirando desde detrás de las nubes y desde hacía
buen rato.
Me ha visto, me
ha vigilado y se ha sonreído al verme entrar por el camino desolado del
estrecho cañón.
Porque eso es lo
que quería. Y desde aquí abajo nosotros ni lo vemos, planeando como están allá
arriba.
Y es que allí,
en la hondonada, ¿a dónde podía correr? ¡No hay lugar!, salvo arrojarme al
barranco. Y el cóndor se habrá dicho: mejor se dejará comer.
O habrá pensado:
si se arroja a la cañada de ahí voy y lo levanto. Ya no tenía escapatoria.
Y entonces se ha
lanzado en picada desde la bóveda celeste para cogerme y llevarme a los
roquedales donde viven sus crías y devorarme.
7. Vivir
aquí
Me hubiera
atrapado y suspendido por los aires, sin nada ya qué hacer. Porque para eso son
poderosos. Alzan una vaca con todo su peso y sus mugidos.
Y si hago
resistencia me suelta en el aire y allí nomás viene detrás a recogerme del
suelo, pero ya muerto. Eso lo saben hacer. Ya lo hemos visto que actúan de ese
modo.
– ¡Ah! ¡Entonces
son sabuesos del aire!
– ¡Aviesos son!
Y si llegamos vivos ahí nomás nos matan a picotazos con toda su camada, que
espera hambrienta y anhelante la comida que él les depare ese día.
Esa vez yo salvé
de milagro. Y es que vivir aquí, en Calipuy, es arriesgado. Pero esas ardides
del cóndor nosotros que hemos nacido y vivimos aquí ya las sabemos.
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