AQUEL VIAJE A CABANA CON EL PADRE NICOLÁS
Por Bernardo Rafael Álvarez
Cuando fui casi un niño aún, colaboré con el Padre Nicolás Toth en la edición de una revista parroquial en Pallasca, impresa en mimeógrafo. El padre redactaba las notas y comentarios y cuando me las dictaba para mecanografiarlas en una vetusta máquina de escribir, después de algunas palabras decía: "vírgula". Yo, por cierto, no entendía ni miércoles. "¿Cómo dice, padre?", tuve que preguntarle en la primera oportunidad. El padre Toth, tratando de ser más elocuente y claro, en una hoja de papel puso la respuesta: dibujó una rayita medio en curva. "Pon esto", me dijo. Todo quedó explicado; se trataba de la coma (,). Es decir, aprendí algo nuevo: vírgula o virgulilla, como sinónimo de coma. El padre redactaba los textos y también hacía las ilustraciones: era un excelente dibujante. Por aquella época también, mi hermano Jorge y yo le acompañamos a Cabana, cuando el padre tuvo que viajar a Lima. Nuestra compañía tenía un propósito: regresar a Pallasca con el Caballo. Esto por qué: porque yo le había asegurado que sí podía. Fue una experiencia inolvidable. El recorrido lo hicimos alternándonos los tres en la cabalgadura. No obstante lo flaco que era el religioso, la verdad es que demostró una excepcional fortaleza en largos trechos recorridos a pie. Cuando llegamos a Huandoval, algunos pobladores que se habían percatado de nuestra presencia le pidieron que se acercara a una de las casas, a la entrada del pueblo, en que se velaba un difunto, para decir una oración; a Jorge y a mí nos invitaron allí un plato repleto de papas fritas. Ya en Cabana, después de instalarnos en la casa parroquial, en la noche fuimos a un restaurante cercano en que nos sirvieron sopa de gallina. Al final, como una suerte de asentativo" el padre nos preguntó si queríamos tomar un té o algo parecido; él hizo un pedido que a mí me pareció raro porque era la primera vez que lo escuchaba en mi vida: pidió un "té de hierba luisa" y nosotros, copiones, hicimos lo mismo. Ah, pero antes ocurrió algo que, no van a creerme, hasta ahora sigue generándome una suerte de frustración y arrepentimiento. Mi hermano, al tomar el exquisito caldo de gallina hacía lo que nadie hace debido al "qué dirán": suelto de huesos simple y llanamente "surrupeaba". El padre Toth, con aquella voz de abuelito cariñoso que tenía, comprensivo y complaciente pero al mismo tiempo aleccionador le dijo: "Jorge, no debes hacer sonar, no debes hacer sonar, mientras tomas la sopa." Yo, perverso, sonreí, porque, claro, tomaba silenciosamente pero no tanto por "bien educado", sino por tímido y vergonzoso. Y a ello se debió que, cuando ya había que dar cuenta de la presa, preferí dejarla en el plato para no cometer algún despropósito. Era una tremenda molleja de gallina de la que, muy a mi pesar tuve que privarme en aras de la "buena educación". Más tarde nos fuimos a dormir. El padre Toth durmió en una habitación que, sin duda, ya estaba preparada para él. A mi hermano y yo nos acondicionaron (porque obviamente no había un catre adecuado) unas sillas en dos filas sobre las que fue colocado un colchón de dos plazas (nunca antes habíamos visto uno similar), en una sala que daba al patio en que florecía un bello jardín. Como suele ocurrir cuando uno duerme en casa ajena, aquella vez nos despertamos muy temprano. Ya levantado, caminé hacia el patio donde cantaban las pichuchancas y, no van a creerlo, mi frente casi termina con un tremendo chichón. Nunca antes, como dije, había escuchado aquello de “té de hierba luisa” ni visto un colchón tan grandazo como el que nos dieron, pero tampoco una luna de vidrio gigantesca que estuviera colocada desde el piso hasta el techo, como la que, en efecto, estaba colocada allí, separando a la sala del patio. En Pallasca solo había ventanas chiquitas con lunas también chiquitas, nada más. Yo, tonto de capirote, creí que todo estaba abierto ante nuestros ojos y por eso cometí aquella ingenua y, digamos, torpe imprudencia por la que, de no haber sido porque la luna evidentemente era fuerte, esta habría terminado en pedazos y yo absurdamente con la frente ensangrentada. Esta vez le tocó a mi hermano no sonreír, sino reír a mandíbula batiente. That is life! El padre Toth, Oblato de San José, fue párroco en Pallasca, mi tierra, durante los últimos años de la década de 1960 y en los primeros de 1970. Acaba de fallecer, y yo lo recuerdo como, estoy seguro, a él le habría gustado: con alegría.
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