HORNO
Escribe: Fransiles Gallardo
Lo está construyendo don Emeterio Polo, el gordo albañil del pueblo.
–Mayestro sabe lo que hace, aunque salga mal –dice–, y a pesar que algunas paredes de adobe y tapial le salieron chuecas y shalga-shalga, es el que más sabe en La Playería de cimientos, instalaciones, paredes y techos.
Ha remodelado casi toda la casa.
Ha colocado piso a la sala grande, con cemento Pacasmayo y ocre rojo.
Ha levantado el terrado pal segundo piso con maguey trenzado y barro mezcladito con su pajilla de arroz, pa' que macise bien.
Ha ampliado el comedor, poniéndole techo de eternit rojo y la escalera con cemento, pintada de verde oscuro –pa' que li'aga juego con los arbolitos de la güerta, pué, compadrito Joshua, diciendo.
Ha conectado mal el desagüe del baño –nu'ay pegamento pa' los tubos de plástico y con trapitos, nomá, lu'ei amarrao, se justifica–; pero la filtración casi se trae abajo las viejas paredes de tapia, de más de cien años de vida y solidez.
Está construyendo el horno también.
A un costado de la huerta ha excavado la tierra, mojándola, hasta hacerla barro; a pedacitos ha cortado la paja de arroz, pisoteándola ploc ploc ploc, luego la ha puesto en la gavera, dejándolos secar al sol, por una semana.
Impresionados observamos cómo, hilera tras hilera, va cerrándose ese redondo.
–Mitá de cáscara de naranja guando, parece, ño Meterio –comentamos.
-Más ayuda el que menos friega, muchacho, y creyo que tus cuyes quieren agüita, así que mejor corriendo das-dás te vas a dales un baldecito –nos regaña, como respuesta.
Está dejando dos aberturas en forma de arco en medio del horno.
-¿Qué son, don Meterio, puertas o ventanas, ah? –preguntamos.
Nuestros siete años no se explican cómo se sujetan los ladrillos centrales de esa media naranja.
–¡Al aire nomá están, mira cholo, sin que nada lo sujete!
–¿Por qué no se cayen los ladrillos di'arriba, don Meterio? –preguntamos.
Nos mira asombrado, con los ojos bien abiertotes, sin saber seguramente cómo decirnos técnicamente, y en un lenguaje de un niño de siete años, lo que la ingeniería explica.
Se saca su sombrero chiquito de junco, roto de un borde y secándose el sudor de la frente colorada con el dorso de la mano sucia de polvo, nos mira con sus ojos grandes y su cara colorada.
–¡Trucos de albañil, muchacho e'mierda!, ¡Dios sabe más y pregunta menos, caracho!
–Pero...
–¡Tones pa' los preguntones!
Girando sobre sus llanques de jebe da media vuelta y, agarrándose el lunar de su nariz colorada, se va sin hacernos caso, con su andar menudito y su camiseta celeste a media barriga –Payanca de chicha carnavalera, parece, ¿di?–, dejando ver un ombligo grande y rosado como una herida. Su pantalón de dril está remangado y amarrado a su redonda cintura con un pedazo de guanchil.
Están construyéndolo porque la Florcita ha regresado a Magdalena, acompañando a su marido que ha venido a trabajar como obrero en la construcción del puente sobre el río Chantilla.
–En algo tendré que ocuparme, mama Beca-, dice.
El viejo Joshua trae la leña desde la chacra del Limoncillo –¡Esos espinos secos están buenazos y hacha con ellos!– o la compra a dos soles la carga –Es buen precio y te damos tu pancito de yapa– a los chacareros que vienen de la otra banda del río Jequetepeque.
Mama Beca y la Florcita vacían la harina de trigo en una gran artesa de madera; echan el agua con sal y levadura Fleischman; la apuñan para mezclar muy bien y después lo tapan con costalillos vacíos de harina, para que hinche por unas cuatro horas.
En la tarde mama Beca saca un buen pedazo de masa, lo alarga sobre la mesa de tablas para amasarlo, cortándola en pequeños trozos que, alborozados y a las ganadas con la Adelina, recibimos para hacer bolitas bien redonditas.
–¡No se olviden, con las manos bien limpias!–
Que entregamos al viejo Joshua y él, después de aplanarlas parejito con una botella echada que hacía girar con ambas manos hasta darle la forma de pan, que de inmediato los colocaba bien ordenaditos y en filas sobre unos manteles recién lavados del tendido.
En otras ocasiones, la tableada incluye, que con la punta del cuchillo hacerle uno o dos cortecitos en cruz, apenas encimita, y cuando el pan hincha se abren como bocas y adornan al pan.
Para algunas fiestas, la masa se preparaba con manteca, huevos -y otros secretitos de panadera profesional- dice riendo la Florcita, resultando las tortitas, bizcochos y semitas.
Y en Todos santos mama Beca nos hacía los toritos, las vaquitas, los carneritos y los bollos para los muchachos y muchachas de la familia o para quienes llegaran de visita.
La leña dentro del horno está encendida en toda la base del horno; no sólo deben ser rajas buenas, gruesas, para el suelo sino también chamiza.
–¿Y por qué, mamita?.
- Porque la chamiza le da cielo, cholito, y así no sale el pan blanco y, cuando el horno ya está a punto, las brasas se esparcen sobre el ladrillo plano –hay que hacelo pa' que el calor esté parejo–; barriéndolas después con una escoba de ramas de molle que apurao, apurao, jalamos de las plantas de ño Genaro Bernal y se amarran a la punta de una vara de ucalito.
Todas las brasas se amontonan al lao de la tronera, no sólo pa' que siga dando calor sino pa' que alumbre al horno a l'ora de colocar el pan.
La Florcita, con una pala de madera –¡Jué, parece una lenguaza de vaca!–, mete los panes amasados dentro del horno, acomodándolos también en filas ordenaditas. Cuando ya están listos los va jalando con un aro de zuncho que el viejo Joshua ha clavado en la punta de otra vara liviana.
Así van saliendo, doraditos y olorosos, hasta la canasta de carrizo que los espera en la puerta del horno, cubierta con manteles hechos con la tela de los costalillos de harina Santa Rosa o Nicolini.
Tenemos el mejor pan del mundo. Calientito y hecho por nosotros mismos –Made in Joshua y compañía Ese-A –dice riendo el Eugenio–.
Todo el pan de la tierra, a nuestra entera disposición.
Hemos comido tanto –gratis, pué– que nos hemos dado una atracada de padre y señor mío, que dos días después mama Beca, alarmada, tiene que darnos aceite de ricino y plátano con agüita tibia bien de mañanita como purgante pa' poder hacer nuestras necesidades –sidenó nos morimos atracaos, pué–.
Al principio sólo amasamos tres veces a la semana, pero se anoticiaron que nuestro pan era el más mejor, el más rico de toda La Playería y –encima damos su yapita– la demanda ha crecido, teniendo que amasar todos los días y, en tiempos de fiestas, hasta dos tandas diarias.
Al menos, pan no falta.
A una lata nueva de aceite vegetal Capri, bien lavada, le cortan uno de sus lados verticales y en su remplás le colocan luna de ventana, quedando como vitrina chiquita para exhibir el pan de venta.
La colocamos sobre una vieja silla de madera, en la puerta de nuestra casa, en la calle principal de La Playería, y las caseritas lo van comprando pronto.
Con el orgullo de nuestros siete años y con un trozo de carbón, alegres y emocionados –moco puro, nomá–, sobre un pedazo de cartón escribimos:
Se bende pan
sinco por un rial
Semanas después, clareando la mañana y montados sobre el Palenque, nos vamos; dos veces a la semana talonee y talonee hasta la tienda de don Toro Riveros, en Amillás, llevando dos alforjadas de pan, con su vendaje y su yapita.
Ya exportamos nuestro pan.
Fuente:
Libro "AGUAS ARRIBA" de Fransiles Gallardo.