En mostazas amarillas
copia su tono
el poniente.
Felipe
Arias Larreta
1. Jardines
flotantes
Al frente de El Mirador de nuestra casa y mirando
hacia abajo está –como he dicho– el patio y el horno de mi abuela, hasta donde
un día un ave insólita –mientras comíamos– bajó desde el tejado, brincó a la
canaleta de agua, y se atrevió a posarse en el castillo de leña, dejando
atónitas a las aves que criábamos.
Luego saltó hasta el horno y picoteó la puerta como
queriendo abrirla, hecho que fue tomado como un presagio, una señal divina o un
misterio por descifrar, y por lo cual rezamos contritos arremolinados junto al
fogón.
Pero desde El Mirador se divisa otra clase de
maravillas: los jardines flotantes que se hacen en la parte alta de los muros.
Aparte de los cactus, tunas y chumberas que se
siembran a propósito como guardianes, crecen en ese lugar las malvas, las
clavelinas, las lilas, algún maíz a la deriva; y esas yerbas corrientes que
llamamos "los chilenos".
2. Desmoronan
con sus alas
Todas esas plantas se elevan allí quizá porque las
abuelas diligentes le ruegan al primer peón que pasa para que eche sobre los
rastrojos del muro algunas palanadas de tierra nueva, recogida del patio o del
rincón junto al pozo.
Ahí seguro que van las semillas de esos vegetales y de
esas flores que luego de las lluvias de diciembre y enero –que caen inclementes
sobre los techos y los patios– florecen en estallidos de azules, fucsias,
blancos, amarillos y grosellas.
A veces aparece tímida –en esos altozanos– la flor del
romero azul-violada, o una retama que amarilla y que es como un farol de luz
encendida.
O se mece un jacinto que vacila. Y desde allí se
extasían las mostazas infaltables por cuyos granos menudos vienen a picotear
las palomas y otras aves que mi abuela las espanta porque desmoronan con sus
alas el adobe de las ventanas.
3. Sobresalen
de los pilares
¡Y es así son de irreparables las consecuencias de sus
vuelos y amoríos!
Ellas cimbran las esquinas de las paredes o arriman
hacia un lado las tejas, primero por la inseguridad de sus escarceos, luego por
el furor amoroso de sus apareamientos. Y después porque se atolondran en sus
alegrías.
Son por esos resquicios que después resbala el agua
dejando la pared humedecida en donde se forma una arruga honda, una cicatriz de
invierno, una profunda herida por donde tal vez se derrumbará el muro y la
casa.
Pero más allá de la curahua vieja, con sus barbas de
rastrojo en puntas y las espigas de plata de sus hierbas pasmadas, y mirando
desde arriba, en la casa de mi abuela están esas plantas de ruda –hembra y
macho– de color verde oscuro, que sobresalen de los pilares carcomidos en donde
reposan sobre repisas polvorientas los maceteros estupefactos.
4. Aquellos
de color morado
En los descansos de las gradas que suben al terrado,
se adormilan dos o tres geranios escabrosos.
Y recostados al alféizar de la ventana se han
ensimismado para siempre dos hortensias galanas.
Abajo, junto a la acequia, hay musgo y tréboles. Para
mi desdicha, ¡jamás encontré allí ni uno de cuatro hojas!
Aunque conservo otro que una niña me lo trajo. Y lo
dejó en mis manos al saber que yo andaba buscando uno.
¡Ah, divisar desde El Mirador y a lo lejos el color de
las sombras en los patios absortos!
¡Los corredores de los segundos pisos llenos de
mazorcas de maíz! Aquellos de color morado todavía con sus cañas cuelgan atados
de las vigas!
5. Los abejorros
del mediodía
Sobre el piso, quieto de asombro, se extienden
chiclayos, ollucos, y pallares, soleando su tersura de miel en las mañanas.
¿Y estos huertos detrás de las puertas apolilladas,
clausuradas a la muerte de sus dueños? ¿Qué destino los espera?
¿Quién goza de ellos? Ya nadie pasea por sus senderos,
apartando madreselvas y enredaderas.
Desde la calle no se sabe nunca por dónde se puede
entrar, porque están clavadas sus maderas.
Pero, por los agujeros de los techos solemos
contemplar hacia adentro el sol extasiado en el limonero, la flor del tomillo
embelesada, los tilos ya altos y florecidos.
Y las campanillas de la indecisa flor "no me
olvides", junto al zumbido inevitable y eterno de los abejorros del
mediodía.
6. Agua
del pozo
Huertos que perennizan la muerte de sus dueños.
– ¡Ay, niña Sofía! –Le dicen– ¡Ya murió la Felipa!
– ¡Cómo! ¡De qué! –Se alarma mi abuela.
– ¡De pena ha sido! Desde que falleció su marido se ha
ido secando.
– ¡Con razón ya no la he visto! Y me preguntaba:
¿Habrá viajado?
– Ya no quería comer, ni vivir. No tenía gusto de
nada.
– ¡Ay, la vida! Fijesiusté.
– ¡Pena no más sentía!
– De razón no la he visto.
– Cuándo siempre ella venía a sacar agua del pozo,
¿diga?
7. En sus ojos
unas lágrimas
– ¡Muy buenita ha sido. Y sufrida, la pobre.
– ¡Ya dejó de padecer la almita de Dios!
– ¡Ya está en manos del señor bendito!
– ¡Ya es alma del cielo!
– ¡Voy a apagar las brasas de mi fogón e iré a
acompañarla, mientras su cuerpo aún esté con nosotros!
Y encaminándonos a la casa siento cómo tiembla la mano
de mi abuela que va sujeta a la mía.
Y con los hilos raídos de su rebozo ahoga unos
suspiros y restriega en sus ojos unas lágrimas desconsoladas. Y repite hablando
consigo misma:
– ¡Ya está en manos del señor bendito!
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