Danilo
Sánchez Lihón
"A
vosotros los audaces, buscadores,
y a quien
quisiera que alguna vez
se haya
lanzado con astutas velas
a mares
terribles. A vosotros los ebrios
de enigmas
que gozáis con la luz
del
crepúsculo, cuyas almas son atraídas
con flautas
a todos los abismos.”
Nietzche
1. Salven
al
niño
El primer
recuerdo que evoca Ernesto Ráez se remonta y se ubica en un lugar preciso, cual
es el balcón de su casa natal en el Rímac donde él nació, con un barandal
añejo, desvelado y redondo.
Tenía que
ser redondo, como lo es un local para el arte dramático, o como lo es un
escenario teatral, o como lo es la vida misma.
Desde allí
mira la calle y el vecindario, el universo y los celajes; desde cuando tenía
cuatro años.
Y su primera
reminiscencia es el terremoto de 1940, que por el antojo de la tierra de jugar
al columpio y al tobogán, fue sepultando casa por casa, y con ellas a las
personas que moraban dentro, y a otras que por allí pasaban, mientras ante sus
ojos fascinados se amontonaban los escombros.
Pero él, en
aquel balcón alucinante estaba admirado y casi maravillado de ver cómo el mundo
palpitaba, se sacudía y hamacaba con el sismo.
Y cómo, de
un momento a otro, el planeta de suyo indolente esta vez tenía el capricho de
ir cambiando todo de su sitio, haciendo que cayeran derrumbados los techos, los postes y
ocupase su lugar y hacia arriba el subsuelo desflorado.
Y lo
insólito es que él no sentía miedo, al contrario, le divertía ver cómo todo se hamacaba
en tanto él en el balcón subía del suelo de un lado al suelo del otro lado en
la pared vetusta, mientras la gente gritaba histérica antes de desmayarse:
– ¡El niño!
¡Salven al niño!
– ¿Dónde?
– ¡En ese
balcón!
Esta es la
raigambre de Ernesto Ráez Mendiola, la contemplación fascinada incluso de una
catástrofe.
2. Aquel
balcón
Toda la
alarma de los demás era de ver cómo la casa en donde aquel niño estaba se
hundía y volvía a ponerse de pie. Y tanto fue así que él cogió el ritmo del vaivén
y empujaba con todas sus fuerzas para dar mayor impulso al columpio inusitado.
Le daba la
ilusión que ese balanceo lo iba a dejar trepado al borde de la cornisa de la
casa de enfrente que era la única que se mantenía en pie, pero que para colmo justo
cuando ya la alcanzaba ya había desaparecido y solo de ella quedaban ruinas
humeantes.
Creo que
esta evocación, ajustada a los hechos y que no deja de ser tremebunda, es una
imagen cabal de lo que Ernesto Ráez es intelectualmente.
Es un
movimiento sísmico, telúrico pero donde él es el epicentro. Es un maremoto, un
aluvión con sus inevitables derrumbes y desmoronamientos, a fin de cambiar de
vez en cuando el lugar convencional y rutinario de los hechos y las cosas.
Con estas
experiencias en la base de su existencia ¡imaginen entonces lo que tenía que
ser el destino para él! Tenía que ser movimiento, espectáculo y eclosión.
Justamente
lo que él es ahora en su vida de artista y maestro, resumido en aquel balcón
que a su vez anticipa y recrea el aula, la escuela y la universidad donde él
trabaja, redondo, traslúcido y hacia lo alto como una atalaya y como era ese
balcón.
3. Esas
criaturas
De allí
deriva también que su mente y su alma estén llenas de horizontes y ensoñaciones.
Y de atardeceres descalabrados.
Es decir,
esté lleno de realidades e idealizaciones inesperadas, como cabe presentirlo para
quien ve el espectáculo del mundo desde un lugar suspendido sobre el abismo,
como puede ser un alero para el ave que busca hacerse un nido.
Lugar para
el grito cortante y jubiloso del confeso y convicto suicida.
Esta casa,
donde nació y se crió Ernesto está, ¡perdón, tendría que decir estaba!, pero me
reafirmo está, nada menos que en la calle de Los Barraganes, a una cuadra de la Iglesia Nuestra
Señora de La Cabeza,
en donde hoy se alza el Puente Santa Rosa de Lima, al final de la avenida Tacna
y en lo que ya es la entraña del Rímac.
Al frente
quedaba, queda en la memoria, el Callejón de las Carrozas donde se guardaban,
se guardan todavía, esos vehículos de la época de La Colonia. Allí, en
esa calle, vivió, vive en la memoria, también Adolfo Winternitz, famoso
vitralista, pintor y, sobre todo, quijote; en estos tiempos funestos.
Al lado está
la calle Camaroneros llamada así porque se expendían, aún agónicos, los
camarones que se extraían de entre las aguas terrosas, las arenas y guijarros del
río Rímac cuando, ¡imagínense esos tiempos!, el río albergaba suculento a esas
criaturas que son las más antiguas del planeta Tierra.
4. Nadie
como él
Sé que se están
riendo, y no me creen, pero ¡qué lo vamos a hacer! ¡Había camarones en el río
Rímac en tiempos aún recientes o no muy lejanos!
Pero esa
era también la calle tradicional donde se hacían las banderillas para las
corridas de toros de la Plaza
de Acho.
Es más:
vivían allí los banderilleros predestinados, famosos unos; y otros aún niños que
soñaban serlo.
De allí es
que le han salido y quedado a Ernesto los pasos dobles, los lances de pecho; y
la suerte del cerviguillo que él aplica y hace en el campo de las ideas y del
arte pero ya de la escritura o de los escenarios teatrales.
Y el lance
de espada, y las estocadas que perpetra, y que le vienen de haber sido vecino y
contertulio nada menos y nada más, que de Susoni, ¡el famoso torero Susoni!
De él se
cuenta que pactó con el diablo para hacer el pase de rodillas al poner las
banderillas, hecho jamás visto y que hacía con toros de la Viña primero, y
después con los mismísimos toros de Miura, que algunas veces se traían desde
España hasta la dorada y acaudalada Lima.
Igual que
¡aquellos pases! que yo le he visto hacer a Ernesto con otra clase de toros más
aviesos porque los cuernos los tienen escondidos.
Pero, para
cincelar aún más los blasones de su escudo de armas, diré que es un limeño pero
con raíces que vienen de Huancayo. ¡Y nadie como él en el Perú para tener de
inga y de mandinga!
5. Cada gota
de su sangre
Y "¡de
aquello que no se nombra!", punza él, o me lo dice. Si no veamos como
ejemplo: de su sangre oriental, o más concretamente de chino. Porque su abuelo
de parte de madre fue chino legítimo, sin mezclas y venido como esclavo de
aquel lejano continente.
De allí que
podamos decir de Ernesto que es una síntesis de razas, y no de un horizonte
lejano o remoto, como estamos dispuestos a aceptar la mayoría de nosotros, sino
de generaciones recientes, de primos y hermanos que han jugado con él la
"pega-pega", "el ángel de la bola de oro" o el “Matatírula,
tirulá”.
Y que eran:
o bien unos indios cobrizos y de silencios más hondos que una cueva. Otros:
negros jetones y lisurientos. Otros chinos rasgados y fumadores empedernidos. Sin
faltar los blanquinosos indecisos y frecuentemente pusilánimes.
Es decir:
ingas de lana, en vez de pelo; mandingas de trago corto y calenturientos,
chinos de bodega de esquina y blancos titubeantes.
Esos no son
sus "ancestros", como decimos nosotros, sino sus parientes cotidianos
de carne y hueso, vigentes y actuantes. ¡Y eso es el Rímac!
Un crisol
de razas que generalmente se esconde, se calla y menosprecia; pero que para él
son un orgullo que luce en su pecho y en su frente sin ambages. Y lo ostenta
sin dilaciones ni subterfugios.
Y yo creo
que de esa argamasa, de esa olla de grillos que es cada gota de su sangre, le
vienen sus pócimas conceptuales, sus concentraciones mentales, sus aspavientos
ciclópeos, sus interjecciones aquí impronunciables.
6. La arcilla
que somos
Ahora bien,
todo ello ya sería bastante si solo fuera herencia. ¡Pero, no! Él participa
plenamente de esas vidas, de esos ritos y de esas costumbres.
Ha sido y
es miembro activo de sus cofradías, de las famosas encerronas.
Ha sido militante
activo en el camión con los cilindros de agua para mojar –¡maldita sea!– a la pobre
gente en las calles en días de carnavales en el mes de febrero.
Ha sido puntual
en la asistencia a las novenas de San Alfonso y la visita a las 14 iglesias en
Semana Santa, que hasta ahora cumple fresco y orondo a ratos, compungido y
atribulado en los momentos que esa actitud convenga.
Con su
abuelo chino, lacónico y misterioso, y que nunca decía más de 10 palabras por
día, prácticamente ha vivido.
Y, como él
dice, con sus parientes negros: "se ha hundido hasta el fondo" en las
fiestas y aquelarres de estos y otros sitios.
Participa
de sus habladurías, picardías y jaranas interminables. ¡Con todo su desbordante
entusiasmo y, también, con sus descarnadas penurias y miserias!
Entonces, él
es expresión mestiza, plena y total, síntesis de todas las sangres, producto
quintaesenciado y vital del Rímac, donde confluyen caudales plenos de amor y desvarío.
Y de donde
deriva, creo yo, su adhesión instintiva, visceral y unánime por todo lo popular;
por el humus, el barro y la arcilla que somos como pueblo, ¡carajo!
De allí su
emoción profunda y conmovedora por la hilacha y el pedazo de cartón tirado a la
vera del camino que somos los peruanos de las clases populares.
De allí le
viene el registro sinfónico y epopéyico de su adhesión y de su compromiso social
y obstinado por la vida.
7. Con luces
y resonancias
Y hay otro
antecedente que para mí explica cómo la existencia para él no solo es contemplación
sino pelea, pugilato y entrevero de cuchillos.
Y es lo que
él cuenta, que vio desde el balcón de su casa que es el mismo del terremoto, un
día también memorable. Y que fue cómo dos morenos hacían flamear en el sol, llevando
a la altura de sus ojos estupefactos, el filo de sus navajas en una pelea a
muerte de titanes.
En la pelea
daban saltos, sacaban y escondían el fulgor a muerte de sus armas, con las
cuales buscaban el borbotón caliente de las venas y la sangre de su enemigo.
Eran, en la
desgracia e iniquidad héroes homéricos de una Iliada u Odisea, que ocurría en
aquel pedazo de calle por alguna Elena de Troya, que vivía sumergida en lo
hondo de esas casuchas miserables de barro y esteras.
Y en el
fragor de esa batalla, en el minuto aciago, ver la sangre surgir del pecho de
uno de ellos inundando a raudales. No olvidemos, ¡por favor!, de decir que la calle
de Los Barraganes, donde él nació y vivió, está detrás ¡o delante también, se
podría aseverar!, de Malambo, famoso barrio de bandidos que aún reverbera con
luces y resonancias perversas.
Porque allí
pelearon hasta morir esos cíclopes negros que fueron Carita y Tirifilo, cuya
epopeya fuera cantada nada menos que por don Ciro Alegría Bazán en su libro
escalofriante "Duelo de caballeros".
¡Barrio
infausto, prohibido e innombrable, que espantaba con su sola pronunciación! Allí
nació y vivió Ernesto Ráez y es allí que veló su adarga y escudo con los cuales
ha ganado mil batallas para el Perú y el mundo.
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