Todo hombre es un camino
hacia sí mismo.
Un puente hacia la otra orilla.
Herman
Hesse
1. Sin él
o ella
Esperamos que alguien se aleje y hasta desaparezca
para ofrendarle –ya inútilmente– la flor que muy tarde comprendemos que se
merece.
Esperamos que alguien fenezca para reconocerle
valores, virtudes y nobleza que en vida no supimos apreciar, y que ni se nos
ocurría siquiera tomarlo en consideración.
Incluso esperamos que alguien expire para reconocerle
el importante sitial que ocupa en nuestro corazón, tanto que sin él o sin ella
la vida ya no nos parece ni soportable ni posible.
Y hasta inventamos una vida imaginaria que seguimos y
llevamos con esa persona, solo con el impedimento de que ahora no está y
entonces todo ello se convierte en añoranza y amargura.
3. Falta
que nos hace
Esta situación, lamentablemente, ocurre más con los
seres cercanos, y hasta íntimos en nuestro afecto. Y mucho más con aquellos
seres que en algún momento nos juramos amor eterno.
E incluso, sucede más con aquellas personas que están
más pendientes de lo que hacemos o no hacemos para acoplarse y hacer de su vida
una dimensión feliz y placentera.
Mientras aquella persona está a nuestro lado la desconocemos.
Y hasta pareciera que ignoramos el mérito y el valor que ella tiene Y su
carácter fundamental y hasta sagrado para nuestras vidas y a quien no le
expresamos casi nunca nuestro afecto.
Hasta que de un momento a otro desaparecen o se esfuman
por uno u otro motivo de nuestras vidas.
Entonces recién sentimos la falta que nos hacen y el
significado grandioso que tenía su presencia para nosotros.
3. En el ojal
del pecho
Entonces nos sentimos tan en deuda y culpables de no
haber sido más explícitos y sinceros en nuestro cariño que les llevamos
ramilletes de flores estupefactas a los cementerios.
Y deambulamos desorientados por dentro o fuera de esos
muros desolados con la incierta esperanza que nos vean o nos escuchen la confesión
de amor acerca de cuánto los quisimos o queremos.
Y les brindamos muchas otras ofrendas en nuestro mundo
íntimo, pero todo ello cuando ya están muertos.
Porque aquellas no dejan de ser sino flores de
ausencia y flores de la tristeza y la melancolía.
No son las flores vivas que harían que la realidad se
torne más radiante y jubilosa.
¿Por qué guardamos entonces la flor para ya cuando no
existimos? ¿Por qué ocultamos la flor verdadera en nuestras vidas?
O no la expresamos. No la prendemos en el ojal del
pecho de la persona amada, ¡que es como si nos afanáramos en ocultar el amor
que profesamos a un ser querido!
4.
En el cielo
azul
Porque lo que no se consiguió decir, lo que no nos
permitimos expresar es aquello que no se alcanzó a saber ni descubrir la
maravilla que era.
Permaneciendo como urnas cerradas y cofres sin abrir;
como baúles sellados sin saber los tesoros que guardan y las joyas que hay allí
dentro y todo para mí.
Y nos convertimos en campanas mudas que no convocan ni
repican, y permanecen quietas y calladas mientras abajo y al pie se desata la
fiesta llena de alegría con bombardas que suben y estallan en el cielo azul.
Y somos como galerías a las cuales no penetramos y que
constituyen los palacios fastuosos que todos traemos a la vida, que están
dentro de nuestro ser para que nosotros seamos los primeros que los develemos.
5. El afecto
y el cariño
Pero no solamente desconocemos o ignoramos la flor que
guarda nuestro corazón para otras personas, lo cual podría ser comprensible y
hasta perdonable por no ser conscientes de que lo sentíamos.
Porque sería más insensato e inimaginable saber que lo
sentimos y esconderlo.
¿Por qué reservamos, escondemos u olvidamos expresar
nuestros sentimientos más sincesros de cariño e identificación hacia otras
personas?
¿Y que sólo lo hacemos evidente cuando nos hemos
distanciado de aquellas personas definitivamente?
¿Por qué preferimos vivir con todo aquello que es
mecánico, duro, funcional y olvidamos que las personas más nos movemos por los
afectos?
Hay que dar la flor que alguien se merece pero ahora y
no cuando la persona ya esté muerta.
6. Alegre
y feliz
Pero hay algo más aún: No extraemos la flor que nos
merecemos nosotros mismos, para ser el altar que debiéramos llegar a ser.
Nos negamos la flor que tenemos para nosotros mismos
en el fondo de nuestro ser.
Y siendo así nos prohibimos de su hermosura, fragancia
e inspiración.
Ni no nos hacemos el homenaje de hacer aparecer la
flor y el fruto que somos.
Hecho con lo que sería ya implícito y natural
ofrecerla al otro, porque ya somos nosotros mismos esa flor y ese fruto.
Ser la flor y fruto es un problema de lenguaje, de
expresión y de libertad.
¡Entresacar la flor que está al fondo de nuestros
corazones!, es la consigna. Aquella flor pletórica, alegre y feliz.
7. Brazos
abiertos
Corta del prado más fragante la flor más hermosa y
lozana, y ofrécetela a ti mismo primero.
Reconociendo que ella está en la alegría de la hora
solar. En la luminosidad del sol en el patio en la alborada.
En las voces cariñosas de los aldeanos que llegan de
la campiña a primera hora y conversan en la clara mañana de primavera.
Regálate esa flor lozana que es la dicha de vivir y la
gratitud de existir. Esa capacidad de ser radiante y jubiloso, y que proviene
de la inmensidad de tu corazón.
La flor de la felicidad, de la ternura y la sosegada
sabiduría. Porque amarse uno mismo es siempre tener los brazos abiertos y
sentir abierto el abrazo del mundo.
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