FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
ERAN
LOS
PRIMEROS
Azulea el camino,
ladra el río…
César
Vallejo
Danilo Sánchez Lihón
1. Riqueza
verdadera
Venían los niños campesinos a la escuela donde yo
cursé la Educación Primaria en Santiago de Chuco, desde lugares distantes. Eran
niños del campo que para llegar a la escuela del pueblo caminaban desde la
madrugada. Pese a que tenían todas las desventajas su limpieza era diáfana,
nunca llegaban tarde y en muchos casos nos superaban en notas y en
comportamiento a los niños que vivíamos en la ciudad. ¡Eran los primeros!
En ellos no solo relucía la valentía, la veracidad, el
sacrificio sino otros dones que ya no se reconocen como valores, tal por
ejemplo la renuncia a las comodidades y privilegios, siendo los primeros que
cedían esas cosas. U otro valor como ¡la inocencia! ¡el candor!, ¡la
abnegación!
Pero esta nota trata de otros tesoros más rústicos,
pero en mis recuerdos ¡excelsos! También por la actitud con que nos los
ofrecían y prodigaban, me refiero a su fiambre o sus comidas. Esos niños nos lo
obsequiaban generosos, quedándose ellos casi sin comer. Porque todo su yantar
lo traían y compartían abiertamente con nosotros, nacidos y crecidos
orgullosamente en la ciudad en donde poco tenemos de lo que es riqueza
verdadera, aunque ostentemos tenerlas y hasta seamos tan despreciativos.
2. Una loma
y una quebrada
Felizmente, la historia nos desmiente y todo lo
corrige a tiempo en lo que corresponde a estas imposturas y vanidades. Consigno
aquí por ejemplo algunos datos como el siguiente: En el certamen Capulí,
Vallejo y su Tierra del año 2005, visitamos la campiña de Cotay y un escritor
del lugar, el Dr. Melanio Delgado Siccha, presentó con dicha ocasión un libro
alusivo a ese recodo mínimo, compuesto apenas una loma y una quebrada.
En dicho estudio y memoria se consignan los nombres de
cientos de profesionales que residen ahora en Europa, Japón y Estados Unidos,
que nacieron y crecieron en ese paraje. ¿Qué había entonces allí? Ni siquiera
una plaza, apenas una pequeña capilla, recodo donde se arriman hasta juntarse
algunas casitas como si el frío las encarrujara unas al lado de otras, humildes
pero bellas en el espíritu, regadas entre maizales que se pierden por la
hondonada.
En mi escuela admiré siempre de aquellos niños
campesinos que esperaban que la puerta se abra, su creatividad para resolver
problemas, para afrontar adversidades, para ser solidarios. Y si algo conozco
de virtudes fueron las que siempre vi que ellos las encarnaban. ¿Qué es lo que
falta? Que ellos vuelvan y se hagan más presentes pero con sus mismas virtudes
en la vida diaria.
3. La nitidez
de los manantiales
Pero vayan aquí estas líneas de agradecimiento a
ellos, pero también a la Escuela Pública que nos unía a todos los niños sin
distingos de ninguna especie, algunos con zapatos, otros con ojotas. Y otros
que asistían descalzos, pero donde todos jugábamos comulgando por igual.
Y así, mucho de la construcción del Perú actual se
debe a aquellos niños del campo que han alcanzado a ser destacados
profesionales y hombres de bien.
Ellos nos han superado por su aplicación al trabajo, a
lo serio y a lo noble; por encontrarles el sol ya en los caminos; por su
ímpetu, por madrugar amaneciendo ya avanzando por el sendero.
Por ser generosos en sus afectos y puntuales en su
comportamiento. Por su transparencia quizá inspirada o como un reflejo de la
nitidez hasta en su fondo que tienen los manantiales a los cuales van a recoger
agua.
Y, sobre todo, por sus inmensas virtudes. A ellos
agradezco el frescor de haber compartido conmigo el aroma y sabor de los
alimentos de la tierra, que son los prodigios primeros que nos regala la vida.
Como maravillas son los niños y sus naturales talentos.
4. ¡Ellos,
nunca!
En una entrevista que yo le hiciera al profesor
Jacinto Diestra, quien estudió en la misma escuela donde estudiara César
Vallejo, él evoca vivencias relacionadas a este mismo tema y lo hace del
siguiente modo:
Pero aquí ha de valer que rindamos un homenaje a esos
muchachos, nuestros compañeros que venían del campo después de caminar cuatro,
ocho, diez o más kilómetros y, sin embargo, llegaban al pueblo y a la escuela
antes que todos nosotros, que vivíamos en la ciudad. O que vivíamos ahí no más,
al lado de la escuela.
Ellos, ¿acaso tenían reloj? ¿Alguien ha visto a alguno
de ellos que tenía reloj? ¡No, no tenían! En cambio, yo por ejemplo, vivía a
una cuadra de la escuela ¡y yo sí tenía reloj! Y, sin embargo, llegaba a veces
tarde o con las justas a la formación ya en el patio. ¡Ellos, nunca!
Y es que cuando escuchaba el segundo campanazo recién
me levantaba con todo de la cama, agarraba ahí no más el agua de las goteras,
esa agua helada que recogemos en barriles o baldes, y me lavaba la cara, así
como el gato.
5. El imaginario
de la gente
Y continúa:
Me secaba con mi pañuelo y me iba con dos panes en mi
bolsillo: ¿para qué? Para canjearlos en la escuela con el "Mono"
Segundo Paredes, quien se acuerda todavía de estos hechos, a quien yo le daba
los panes y él me entregaba capulí de sus chacras, o llacones.
Yo llegaba con las justas y mis compañeros del campo,
¿ah?, con sus llanques y pantaloncitos arriba de la canilla, me ganaban.
Yo me he preguntado también eso: ¿por qué usan el
pantaloncito alto? Y es por la lluvia, ¡debido a que tienen que pisar el agua
que hay en los caminos! Y, para que no se mojen, usan el pantaloncito arriba.
Esos niños eran los niños más sanos y puros que yo
tengo registrados en mi memoria. E iban con la esperanza de que nosotros
también les enseñemos algo nuevo. Y como que así era:
6. Todo acto
y voz genial
– Yo el otro día he estado en Trujillo. –Decía uno. Y
ellos escuchaban con mucha atención.
Y es que la educación y la escuela siempre han formado
parte del imaginario de la gente campesina, como lo ejemplifica Ciro Alegría en
su novela El mundo es ancho y ajeno.
En ella los albañiles de la comunidad que siguen
levantando el edificio de la escuela, al lado de la capilla de Rumi, donde
había sombra y aroma de eucaliptos, entablan el diálogo dos comuneros,
diciendo:
– La verdá, ya tendremos escuela. Me habría gustado
demorarme en llegar al mundo, ser chico aura y venir pa la escuela...
– Cierto, sería bonito...
– Pero también es güeno poder decir a los muchachos:
“vayan ustedes a aprender algo”...
7. Ellos
¿sabrán qué?
– Cierto taita... yo tengo dos; ellos sabrán alguna
cosa; porque es penoso que lo diga; yo tengo ya la cabeza muy dura. Si veo un
papel medio pintadito de eso que llaman letras, me pongo pensativo y como que
siento que no podría aprender, ¡hasta tengo miedo!...
– Es que nunca, nunquita hemos sabido nada –respondió
Rosendo Maqui– y luego con fervor: –Pero ellos sabrán... ellos sabrán... Ellos
sabrán...
Ellos, ¿sabrán qué? Esta es la pregunta raigal de
nuestra educción y de nuestra cultura. Ellos sabrán más y mejor de sí mismos,
sabrán valorarse y a desarrollar desde dentro.
A conocer de sus potencialidades y de su identidad que
es también la nuestra, para legárnosla, siendo nosotros los que hemos de
aprender de ellos, principalmente sus valores. Es por eso que César Vallejo
expresa:
Todo acto y voz genial viene del pueblo y vuelve hacia
él, de frente o trasmitido.
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El texto anterior puede ser
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