Danilo Sánchez Lihón
Melancolía,
saca tu dulce pico ya.
César Vallejo
1. Celebrando
el reencuentro
El
año 1975 estudiaba yo en Madrid y en un arrebato, en el mes de mayo
decidí conocer París en donde tenía buenos y entrañables amigos con
quienes habíamos compartido las aulas en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos y habíamos hecho apasionada bohemia en las calles de Lima.
En
el aeropuerto de Orly me esperaban algunos de ellos, quienes me
confesaron que no se veían hacía tiempo pese a estar viviendo todos
ellos en la Ciudad Luz, y que esta era una ocasión para compartir, entre
otros allí estaban Raúl Bueno, Elqui Burgos, José Carlos Rodríguez.
Cuando
salimos del terminal aéreo era ya muy entrado el atardecer y llovía
copiosamente en París. Al cruzar cada calle mi fascinación era ver y oír
tamborilear las gotas de lluvia en los techos a dos aguas y las
canaletas que recogían los chorros que se precipitaban en las tuberías
que en París evitan que el agua se empozara.
Deambulamos
por calles y parques. Los amigos todo querían mostrarme: lugares
históricos, el sitio donde se ubican los museos, las casas de los
escritores y artistas famosos. Ya era muy entrada la noche cuando
llegamos a un restaurante atestado de gente muy elegantemente vestida, y
a fin de tomar un vino celebrando el reencuentro.
2. Un tanto
azorado
Entretenidos
por la conversación no nos habíamos dado cuenta de algo que sí advirtió
José Carlos Rodríguez, cuál es que en la animación que había en el
local se estaban interpretando, entre muchas canciones del repertorio
internacional, algunas de América Latina, como tangos y rancheras. José
Carlos tuvo una intuición, y dijo:
– Voy a ver. De repente el que toca y canta es de alguno de nuestros países.
No le hicimos mayor caso, pero al rato vino con el cantante a presentárnoslo.
– Les presento a Fréderic. Me dice que es alemán y es peruano. –Nos dice sonriente.
–
Bueno. –Se disculpa el muchacho–. Soy mitad peruano y mitad alemán. Mi
padre era o es del Perú. En realidad, no lo conocí; y no sé si está
vivo.
Es un joven de unos veinte a veinticinco años, no muy alto, más bien grueso, simpático de rostro; atento y un tanto azorado, quien toca el piano y canta en este café restaurante, y quien al parecer sabe muy bien hablar el español.
– Pero dónde naciste. –Le interroga Elqui.
3. Y se ríe,
emocionado
– En Alemania. en un pueblo llamado Rothemburg, cerca de los Alpes.
Nos
cuenta que hasta allí llegó mi padre, no sabe cómo. Se enamoraron con
su madre, que era de ese lugar. Nos refiere que él se apellida Vásquez.
Que sueña algún día conocer el Perú, que es lo que le prometió a su
madre cuando ella murió, y quien seguía amando a su padre, y esperando
que algún día él volviera.
– Nosotros todos somos peruanos. –Le decimos.
Se lo ve conmovido. Nos tiende la mano a todos nosotros, emocionado.
– Y, ¿de qué parte del Perú era tu papá? –Le pregunta alguien.
–
¡Ah! –Dice él–. De un pueblito pequeñito, que de repente ustedes no
conocen. Era de Huancayo, que creo que queda en la parte montañosa.
– ¡Claro que conocemos Huancayo! ¡Es una ciudad grande! ¡La tienes que conocer!
– Ya ven. Espero conocer esa ciudad, ¡algún día! Así que existe, ¿no? ¡Yo pensé que quizá no existía! –Y se ríe, azorado.
4. Y arrancó
la letra
– ¡Qué bueno! Te vamos a dar nuestras direcciones. Para que cuando vayas nos ubiques.
–
Gracias. Por ese gusto les voy a cantar una canción peruana que de
repente ustedes no las conozcan, pero que a mí me enseñó mi madre.
– ¿Así?
–
Las aprendí de ella, que más o menos sabía español. Por eso quizá no
las cante como es. De todos modos, me disculpan, se la voy a cantar.
Y se fue a su estrado, que no se veía desde el sitio donde nosotros estábamos, pero que sí se escuchaba nítidamente, y bien.
Desde
nuestra mesa estuvimos atentos a que empezara. Pronto sonaron los
acordes en el piano de algo inconfundiblemente nuestro, pero con un aire
a la vez distinto. Y arrancó la letra, que dice:
No se haga de rogar patita y sírvase otro trago
que aquí entre copa y copa le quiero hacer saber
porque es que estoy tan triste tan solo y amargado
que hasta la remaceta hoy me quiero poner...
5. Acordes
y compases
Lo
canta con voz grave, casi ronca, con modulaciones profundas. De un modo
que yo jamás me hubiera imaginado que pudiera cantarse esta canción. Lo
canta de manera desgarrada, como si fuera un lamento. A la vez,
nostálgico y desenfadado, pero que es gracioso oír cómo pronuncia las
palabras que son jerga o replana en el Perú:
No se haga de rogar carreta y párese otro pomo
no crea usted compadre que ya me licorié
Si estoy con los crisoles rojimios es del llanto
porque he llorao carreta por culpa de una mujer.
Hasta
ahí la canción resultó un golpe rudo. Porque este muchacho que en su
fisonomía es rubio, pero de inconfundibles rasgos andinos, lo ha cantado
con tanto sentimiento, quizá buscando a su padre que no conoce. Porque
la canción en el fondo es la búsqueda de un ser querido, que nos ha
anonadado. Cuando otra vez parte, exclamando en un lamento:
Yo la quería patita, era la gila más buenamoza del callejón
y usted compadre que me conoce yo soy derecho,
ella no supo corresponder a mi corazón...
Jamás
me imaginé que esta canción pudiera llegarme tanto al alma, como se
introduce lacerante esta noche aquí en París, donde pareciera como que
todo significara otra cosa, su letra, su música, sus acordes y compases.
6. Una flecha
ardiendo
Disimuladamente,
y, de cualquier manera, atajo mis lágrimas, debiendo confesar, de parte
mía, y avergonzado, que yo le tenía prejuicio a esta canción, quizá por
yo ser andino de nacimiento y de vocación. Y a la canción “Yo la quería
patita”, la consideraba frívola, ligera y hasta de los bajos fondos. Que
era pícara y de un criollismo de la viveza y el desparpajo y hasta del
mal vivir. Además, porque estaba escrita en jerga, lenguaje que hasta
ahora yo detesto.
Y
es que Fréderic Vásquez en ese café restaurante de París la cantaba
como lamento, con un desagarro en el alma que hizo que yo apurara la
copa de vino que tenía servida y que velaba sobre mi mesa en aquella
noche inolvidable en que me levantara saliendo a la puerta a mirar el
cielo sin estrellas. En realidad, escucharla así cambió mi vida con
respecto a la música criolla.
Nunca
pensé que una canción que yo había desestimado tanto pudiera sonar y
golpearme esta vez con tanto sufrimiento en el alma. Era el amor
desamparado, desolado y dicho desde una esquina, esta vez de París;
yendo desde el ovillo hasta la hilacha de un país lejano. Y allí, lo que
había sido para mí frivolidad se convirtió en un himno, en un clarín y una flecha ardiente.
7. En pleno
silencio
El
autor de “Yo la quería patita” es Mario Cavagnaro, quien nació en
Arequipa el 16 de febrero del año 1926, y murió el 29 de septiembre de
1998. Compuso canciones de éxito, entre ellas “El rosario de mi madre”,
“La historia de mi vida”, “El regreso”.
Y
en géneros de música internacional sobresalen de su autoría: “Osito de
felpa”, boleto interpretado en el teatro, en la televisión y en el cine;
“La primera piedra”, “Emborráchame de amor”, grabado este último por
Héctor Laboe.
Su tema “El mundo gira por amor” obtuvo el primer lugar compartido en el Festival de la OTI del año 1973, realizado en Brasilia.
Y
bueno: “Yo la quería patita”, que ahora es una de mis canciones
preferidas en la cual reconozco un profundo aire de nostalgia
incorregible entre nosotros, siendo una de las composiciones que más me
conmueven desde aquella vez.
Noche
en que, cuando salimos a caminar ya muy de madrugada, el cielo era
claro en el cenit, anubarrado en el horizonte entre las luces sonámbulas
desdibujadas en la neblina de París. Las calles con la vida aún dormida
detrás de los vetustos ventanales y con algunos viandantes rezagados en
aquella madrugada fría, donde ninguno hablamos, caminando en completo
silencio.
*****
CONVOCATORIA