1. Paradoja
de lo íntimo
Eladio
Ruiz Cerna fue y es en la pintura el primer cronista, confidente y
amante de su pueblo, que también es mi pueblo, Santiago de Chuco, quien
andaba nuestras calles a grandes pasos, como en zancos, con los ojos
entrecerrados, oteando siempre a lo lejos y al fondo de los horizontes y
las cosas, sorbiéndose el derecho y el revés de los paisajes, como
también el gesto de las gentes, para luego estamparlos con intensos
colores violetas, rojos, amarillos y azules en el lienzo.
Y,
¡oh paradoja de lo íntimo!, para que en los últimos años de su
existencia desde sitios tan lejanos y exóticos como Polonia, Yugoslavia y
Rusia; desde Francia, Italia y Alemania –tres exposiciones en la
Galería Weidenmann, en la Universidad de Humboldt y en Kollinschin Park
en menos de seis meses– no puedan con él.
No
puedan el asedio de los lentes fotográficos, el parloteo de la radio,
el paroxismo de la televisión, la catalepsia del fax, y la congestión
del internet y de la vía satélite para informarnos acerca de uno u otro
detalle de sus presentaciones, del artista como persona, así como de sus
pinturas.
2. Sus ojos
fantasmales
Situados
los agentes del periodismo cultural al frente de sus obras, tratan de
transmitir a todos los rincones del orbe y en traducción simultánea, el
hechizo de un alero que se quiebra o de una luz que agoniza y otra que
se subleva, junto a los grumos de polvo de adobe de un muro de Santiago
de Chuco que se desmorona y que gracias a Dios están eternizados ahora
en sus cuadros.
Sin
embargo, para quienes éramos niños cuando él pintaba en Santiago de
Chuco era otra la perspectiva que teníamos de él desde nuestra aldea,
donde lo encontrábamos al amanecer, o en los lentos mediodías o cayendo
la tarde, en cualquier recodo imprevisto de un camino, en lo empinado de
una colina, o en medio de un sembrío. O bien a la orilla de una calle
apartada y vetusta.
De
pie frente a su caballete, con su figura esmirriada y severa,
disputándole visiones, ternuras y crepúsculos a los espantapájaros que
detrás de él abrían los brazos asombrados de ver revelarse en la tela
idénticos y distintos colores a los que veían sus ojos de trapo
fantasmales.
3. El rojo
sangrante
O
lo veíamos antes, pasar por la calle como quien va a un combate, con un
carcaj en los hombros, que era su caballete, sus lienzos, sus brochas,
armado como para una guerra y él con vestimenta de batalla.
Como
después era normal encontrarlo frente al atardecer en medio de un
sembrío dibujando los celajes, los cambios de tonos de colores en el
horizonte, el movimiento de los árboles del bosque, y el aire impalpable
de la tarde o de la alborada.
Y
ya con su caballete puesto en pie y elevado como el mástil de una nave,
con el lienzo virginal y en espera, y él con los brazos abiertos,
erizadas sus brochas insignes, largas y tupidas junto a su paleta,
extraía de sus cajas y chisquetes los pigmentos absolutos que a
brochazos iba extendiendo en la tela.
Que
luego se convertía en ondulantes campos de espigas de trigo mecidas por
el viento, de colores naranjas; o en asombrados campos de cebada, de
colores amarillos tenues; o en apelotonados copos de nubes, los blancos
esenciales; y en el perfil cárdeno de las montañas, los rojos
sangrantes.
4. Todo
en silencio
Los
chiquillos sentados a su alrededor, a no menos de ocho metros de donde
él estaba pintando, distancia que elegíamos tácitamente dado que él
nunca nos dijo nada, permanecíamos extasiados frente al rito sagrado de
la creación artística.
Porque
no mirábamos en detalle el cuadro sino el acto mismo de pintar, el
hecho ritual de convertir la realidad de afuera en otro mundo de
adentro, y el prodigio de que lo pasajero quedara eternizado en algo
fijo y duradero.
De
tanto mirarlo y mirar el paisaje que estaba ante sus ojos hacíamos la
suposición de haber pintado el camino, o el río o el muro de una casa,
solo él sabiendo qué colores correspondían al retazo de mundo que
trasponía a la tela. Solo sabiendo la vibración de la luz, a la cual dar
el tono exacto, el aura cabal y un compás o melodía que fuera la
precisa de ese momento.
Éramos
allí reunidos una parvada de niños sentados en círculo alrededor de
alguien en absoluta soledad. Nunca le oímos dirigirnos la palabra. No
hablaba con ninguno. Eso sí, tenía un gesto severo, cáustico y hasta
doloroso. Jamás llamó a nadie la atención, ni los mencionó por su
nombre. Todo lo hacía en silencio, hierático y ritual.
5. Un acto
sagrado
¿Y
qué clase de niños seríamos nosotros para permanecer horas de horas
contemplando algo que no tenía nada de concreto, de movimiento externo
ni menos de espectacular? Nada que se graficara en una acción ni en algo
práctico. Ni en una lámina que siquiera viéramos desarrollarse ante
nosotros y que él mismo nos mostrara. No. Nada.
Hasta
que, siempre en silencio, cogía el cuadro que había pintado,
entrecerraba los ojos, lo miraba largamente. Miraba otra vez el paisaje y
en la tela. Guardaba el cuadro en el estuche que tenía inherente al
caballete.
Arreglaba
pacientemente cada cosa poniéndola en su sitio y salía por algún cerco o
portillo, sin decirnos una sola palabra. Sin un saludo de despedida,
aunque fuera duro o seco; pero eso sí quedándonos a nosotros la
sensación de haber participado en un acto sagrado.
Idéntica
a la forma cómo él se fue de este mundo el 1 de mayo del año 2013, casi
a la media noche, en la ciudad de Trujillo, donde murió el grande e
inmenso pintor indigenista de mi tierra, el egregio Eladio Ruiz Cerna,
hombre austero, lacónico y sin concesiones y quien naciera un día como
hoy 15 de febrero en un altozano del barrio de Andamarca de Santiago de
Chuco.
6. La espada
y la pluma
Pero
él sabía lo que hacía. En primer lugar, fue insobornable en su arte, ya
sea ante la figuración o el dinero. Sin ningún miramiento ni halago
para las modas, las tendencias ni las mendacidades del mercado, de allí
que aquí en nuestro medio sea un perfecto desconocido, lo cual no
siempre está mal.
Con
una adhesión profunda por la justicia social y su compromiso con los
humildes y desheredados de la tierra, con una adhesión apasionada por lo
andino e indígena que ha logrado que su mensaje tenga capacidad
sublevante y fuerza redentora.
Después
de César Vallejo es el artista más grande que ha producido esta tierra
generosa, que ha dado a luz a hombres de valor imperecedero en todos los
campos, sea en las artes, las ciencias, el sindicalismo, el foro o la
milicia. En lo que sea. Y hasta creo que más en lo que se esconde y al
final vuelve a la tierra sin sentido aparente o sin haberse hecho
ostensible su valía.
Sea
en el mundo académico o bien como montoneros en la defensa de los
sagrados intereses de lo humano y lo divino, seres que se elevan
cogiendo en la mano la espada y en otro la pluma, o el pincel como es el
caso de Eladio Ruiz Cerna.
7. Las flores
silvestres
Es
pintor legendario, celebrado en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra
donde exponía en los últimos años, y no tanto entre nosotros que
colocamos en las paredes de galerías y museos espantajos, extravagancias
y trivialidades reemplazando a aquella verdadera pintura que se desvela
en los desvanes por estropajos, bufones y mequetrefes. Pero todo lo
sabe el pueblo, al cual no se le engaña. Que aparenta que te cree, pero
sabe cuál es lo verdadero.
Quiero
decir que Santiago de Chuco su pueblo ha quedado indeleble transpuesto
en sus lienzos. Cada rincón, fogón o techumbre; cada pared, esquina o
balcón; como también sus caminos, sus colinas, sus parvas y bajíos; como
la luz y la sombra de sus amaneceres y crepúsculos.
Siento
que las flores silvestres que recogemos todo el año, ya sea en sueños o
despiertos, son en parte para ponerlas al pie de las cruces o para
ornar todo lo que consideramos valioso. Como también para deshojar sus
pétalos y ungir su frente y las sienes de este combatiente por la causa
del hombre que murió en la batalla, y que ahora reposa para iluminarnos
desde la eternidad que lo ha acogido y donde desde entonces mora.