Danilo Sánchez Lihón
1. El
Día
Nuestros
antepasados padecieron mucho hasta aprender a techar las casas, de tal
modo que ellas resistieran la fuerza de la lluvia, el trueno y el
relámpago.
El
Día vivía en una pequeña choza, hecha del largo de sus brazos abiertos y
de la altura de su persona, cubierta con ramas de plátano y hojas
redondas que crecen en las aguas tranquilas. Pero llegaba la lluvia y la
destrozaba, anegando el lecho en donde dormía.
Después
de una noche en que el cielo parecía derramarse entero, El Día se
levantó muy enojado por el daño que siempre hacía la lluvia. Dispuesto a
tomar venganza cogió su arco y su flecha y salió con pasos firmes al
campo descubierto.
–
Estoy hastiado de la lluvia que anega mi lecho, por eso he decidido
buscarla y abrirle la barriga ¡hasta dejarla muerta! –Dijo.
2. Y fue
a buscarla
Inclinando
la cabeza y estirando los brazos escuchó las pisadas de la lluvia que
andaba dando vueltas por una montaña. Y allá se encaminó convencido de
que tenía que matarla.
La esperó en un monte por donde tenía que pasar, listos en sus robustos brazos el arco y la flecha de filo envenenado.
Y así estaba, observando y meditando cómo asestarle un golpe cabal, certero y de segura muerte a la lluvia impertinente.
De pronto se presentó un hombre de gran talante con una cabellera larga que le caía sobre la frente y también sobre la espalda.
Vestía una falda que contenía todos los colores.
– ¡Muchacho de ojos negros! –Le dijo–. ¿Qué haces allí de pie en el campo descubierto?
3. Era
la lluvia
– Espero a La Lluvia para matarla. –Contestó. Pero susurrando se decía: ¿Y quién es este cuñado que no lo he visto hasta ahora?
– ¡Ah! –Le dijo el gigante muy asustado–. Sigue esperando que por allá viene.
Apresuradamente
se alejó avanzando a grandes saltos entre los cerros y uniéndose, un
poco más lejos a las gotas que caían las encaminó por otro rumbo.
El
Día al ver esto echó a correr tras él persiguiéndolo, pero pronto la
tempestad empezó a elevarse y perderse por el alto cielo.
– ¡Ay, caramba! –Se lamentó El Día–. El cuñado con quien hablé era la Lluvia y ahora se me ha escapado.
4. En el aire
caliente
Desde esa ocasión ya no hubo nubes en el cielo; el aire zumbaba ardiente y la tierra empezó a endurecerse porque no llovía.
Y fueron secándose los pequeños ríos, quebradas y lagunas.
La gente al principio estaba contenta porque la pesca era abundante por la disminución de la corriente.
Pero pronto comenzaron a secarse los grandes ríos y las lagunas antes insondables mostraron su fondo pantanoso.
Hombres y mujeres trasladaron sus viviendas a las playas a fin de tener agua para las ollas.
Ya no había muchos peces porque todos se quedaban boqueando en el aire caliente.
5. La boa
negra
La humanidad sufría de hambre y sed, de dolor a la piel.
Los huesos se partían por lo resecos que estaban. Al cabo de cierto tiempo toda el agua desapareció.
Sólo en el Ucayali quedaba una poza en donde bordeaba cristalina el agua. ¿Cómo se mantenía llena? ¡Nadie lo sabe!
Pero la razón de tanta escasez todos la atribuyen a los poderes de su terrible habitante: la Boa Negra.
Buscando algo para beber la gente se acercaba a ese escondite, pero en el intento de sacar agua muchos morían.
Porque
el reptil al percatarse sacudía la cola con furia, haciendo rodar a los
hombres al fondo del abismo en donde se los comía.
Mil formas buscaron los seres humanos para conseguir un poco de agua.
6. Tanto tiempo
sin hacer nada
Así,
instruidos por el Mono Martín, unieron varias cañas al final de la cual
ataron una cantimplora. Con ella lograron sacar unas cuantas gotas que
chupaban desesperados.
Sin embargo, no era suficiente para vivir. Además, faltaban fuerzas para sostener los carrizos desde la orilla.
El Día entonces le habló al Mono Martín de este modo:
–
Irás a La Lluvia llevando un mensaje. Le dirás que me disculpe y que
venga. Que queremos que llueva, pero que por favor trate de no mojar
otra vez el lugar donde vivo.
Cogiéndose
de las ramas subió el Mono Martín hasta el cielo y encontró a La Lluvia
sentada rascándose los dedos de los pies, legañosa de estar tanto
tiempo sin hacer nada.
7. Y arrancó
a gemir el mono
– El Día pide que lo perdones, pero que lluevas y trates de no mojar el lugar donde vive. –Le dijo, cansado de viajar.
La Lluvia lo miró despreciativamente.
–
No debo darle gusto ahora. –Contestó–. Dile a El Día que él trató de
matarme, tenía lista su flecha para abrirme la barriga. ¡Ahora que se
arregle como pueda!
El Mono Martín lloró entonces en su delante. (Y desde entonces nunca más se le secaron las lágrimas ni la nariz).
– ¡Abuelo! –Imploró–. Si no vienes, toda la gente de la selva se muere.
Y arrancó a gemir el mono con ahogos, hipos y babas.
8. Saltando
las ramas
– Cálmate. –Le decía la Lluvia que lo estuvo contemplando un rato.
– ¡Cálmate nieto! –Le rogaba porque el mono se ahogaba ya en suspiros.
Pero más chillaba el mono.
– Iré. ¡Iré! –Dijo por fin.
Con esto recién se fue calmando el otro.
– ¡Iré! Pero para eso El Día que me amenazó tendrá que realizar una prueba.
– ¿Cuál?
– Dar muerte a la Boa Negra que mezquina el agua.
– ¡Eso es imposible!
– Sólo así bajaré. Además dile que iré llevando toda mi gente para enseñarles a techar de una vez el lugar donde viven.
9. Nosotros
te ayudaremos
El
Mono Martín, sin oír más, saltando de alegría, bajó del cielo. Y casi
se mata por descolgarse, saltando de diez en diez las ramas.
Contó a El Día de todo lo ocurrido.
– Sólo pide que des muerte a la Boa Negra. –Dice.
Pero el contento del mono se esfumó cuando vio que El Día dándose vuelta se negó de plano a combatirla.
– ¡Nadie puede matarla! –Sentencia.
–Tienes que pelear. –Le responden los pocos hombres que aún tienen fuerzas para hablar–. Además, ¡tú insultaste a La Lluvia!
– No puedo paisanos. –Les dice–. ¡Es muerte segura!
– Nosotros te ayudaremos. –Le replican.
– ¡Hermanos! –Ruega El Día. –Me comerá La Boa.
– Déjate pues comer.
– ¡No quiero morir!
–
Déjate comer. Para eso llevarás palo de ojé, que hará que se duerma el
enemigo. Nosotros luego lo lancearemos desde la orilla y abriremos su
barriga.
10. Las hojas
de ojé
Y así lo hicieron.
Armándose de valor El Día entró al pozo llevando oculto en su sobaco hojas de ojé.
Al sentirlo, sobre él se abalanzó el animal.
Luchó El Día para entrar a la boca de la Boa sin ser triturado, mientras la tierra se sacudía.
Niños
y mujeres se unían en abrazos para sujetarse. Caían los árboles y los
hombres se agarraban a las raíces para no rodar al vacío y al abismo,
que La Boa abría con sus azotes.
Pero
pronto que tragó a su víctima La Boa se fue quedando profundamente
dormida en la superficie del agua, emitiendo ronquidos que chamuscaban
tas yerbas cercanas.
Avanzando de puntillas y reuniendo las pocas fuerzas que aún les quedaban, los hombres la lancearon desde la orilla.
Fue
tan certeramente que pronto volteó hacia arriba la panza blanquecina. Y
flotando la arrastraron hasta la orilla en donde la abrieron sacando a
El Día que a punto estuvo de ahogarse.
11. Sobre
la tierra
Muerta la Boa Negra estallaron en gritos de júbilo la gente que sobrevivía.
Ahí mismo La lluvia empezó a bajar calmosamente sobre la tierra sedienta y dolorida.
Y de cada gota que cayó al principio se levantaba un hombre.
Ellos fueron entonces al monte a traer los materiales para construir la casa prometida.
Recogieron
bejucos para amarrar las vigas, cortezas de palmeras, palos largos de
moena. Trajeron variedades de madera dura, en la cual no entran ni el
comején ni la polilla.
Otros empezaron a aparejar la tierra, a medir, a cavar huecos para plantar horcones.
Otros
labraban columnas, parantes, cumbreras. Otros hacían ranuras y muescas
en las puntas, otros pulían tablas, otros remojaban bejucos, otros lo
sumergían en resina.
12. Plantando
un eje
Y pronto todo lo tuvieron reunido.
Entonces empezaron plantando un gran eje de madera y pilones en círculo, unidos al centro por travesaños de capirona.
De ese modo construyeron el piso, elevado del suelo, de tal modo que cuando la tierra se moja no afecta la cabaña que es tibia.
Sobre los travesaños tendieron madera de cetico, amarrada desde abajo con nudos parejos.
Luego unieron por lo alto vigas y cumbreras al eje, amarradas con bejucos y chambira.
Y el hombre de gran porte con cushma de arco iris, trayendo la hoja de yarina desde un monte cercano llamó a la gente dispersa.
13. Llovió durante
varios días
Y ante todos enseñó a tejer en trenzas las hojas, montándolas unas sobre otras, de abajo para encima y viceversa.
Tejida
la yarina en largas cintas y lista la estructura de la casa subieron
las hojas, empezando desde lo más bajo del techo que cuelga, hacia
arriba. Y de derecha a izquierda.
Así iban amarrando sobre el techo la palma, untando después la cumbrera con cebo de paujiles.
Logrado todo esto, dijo La Lluvia:
– Ahora ya saben hacer y techar las casas. Las harán siempre para toda la familia que tenga una pareja.
Y ordenó a todos entrar en la cabaña recién construida, se elevó al cielo y pronto empezó un tremendo aguacero.
Llovió durante varios días seguidos, hasta nuevamente hacer crecer las quebradas, las lagunas y los ríos.
14. Así
cuentan
Así cuentan los abuelos en torno a la hoguera.
De cómo el Día se enojó con La Lluvia y después tuvo que dar muerte a La Boa Negra.
Sólo así también aprendimos a construir nuestras casas, desde aquellos lejanos tiempos.
Esta, en la cual vivo, fue hecha después por mis padres.
Se levanta sobre recios horcones.
Bajo su techo abrigado no penetra el agua, pese a que vivimos bajo el fragor de su caída.
En
las noches, con los ojos abiertos dentro de nuestros mosquiteros,
escuchamos al cielo derramar sus tinajas sobre el frágil techo de palma.
15. El trueno
y el relámpago
Escuchamos el tupido rumor de las gotas en las hojas.
Y sobre el río, a la orilla del cual se levanta nuestra morada, el tenue aleteo de las garzas.
Nuestro cuerpo entero se extiende entonces sobre la tierra empapada.
Nuestro ser abarca los árboles de pie y los árboles caídos, envuelve las zarzas, la tierra renegrida o colorada.
Nuestro corazón se funde con el trueno y el relámpago.
Pero, ¿cómo, al otro día, nuestra casa permanece todavía?
¿Y más bien luce luminosa y como florecida?
Es que es hechura de la lluvia.
Intimidad entre dos espejos: el cielo y el río.
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