ARTE
DE
VIVIR
FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
SABER
DECIR
Y OÍR
Hacer hablar a la palabra
escrita,
más allá de lo que aparenta
decir.
Bajtín
Danilo Sánchez Lihón
1. Ni estés
detrás
Hay un don que es innato o, si no, refinadamente
aprendido, que hace que un escritor ose tocar o aproximarse a lo auténtico y
cabal en la literatura.
Es un don que se agrega a la condición de todo autor
con su texto, cual es de ser coherentes, verídicos y comprometidos con la
historia que se narra o la emoción que se suscita y a partir de la cual se
escribe.
Ese saber o don al cual nos referimos es la oralidad,
el saber oír y decir de manera encantada, con profundidad y sabiduría. Arriesgadamente
acudo a citar un poema de mi libro Scorpius:
¿Por qué vienes tan de noche hablas
y te quejas
en mis oídos? ¡Ya no te quiero!
Ya no son
en el desvelo tus pisadas las que
sigo.
¡Ya no vuelvas!, porque esta noche
he sentido
atrozmente tu cercanía en la lejanía.
Ya no vuelvas,
ni estés detrás de esa puerta sin
hablar,
escondida.
2. Palabra
hablada
Y esto en historias que incluso no deben parecer ni
siquiera esbozadas en nuestra mente sino trazadas y vividas por nuestros
propios pasos.
Y ello se representa mejor en el habla de los
personajes de la literatura, porque en el ámbito de la creación se hace
literatura por acumulación como por negación o contraposición de vida.
Así, el hombre no grabó las letras sobre tablillas de
barro o las cinceló en piedra, que es lo que hacía aparentemente. Y en donde
nosotros a veces nos quedamos atrapados. Y no traspasamos de lo inmóvil a lo
móvil, de lo inerte a lo que tiene pulso, latido y palpita.
Porque si observamos bien a aquel que hiende con el
estilete los caracteres en la superficie de la tablilla o loseta, en realidad estaba
hablando. Y pronunciaba las palabras. Pero es más: su porte y su actitud es de
quien echa a volar un colibrí.
O una torcaza, o un águila al cielo libre y azul. Y
esa es la oralidad.
Con lo que quiero decirles que hay que liberar de la
rejilla de la escritura a la palabra viva, a la palabra hablada, y esto es la
oralidad.
3. Ni cubo
ni angarilla
El arte de escribir en realidad de verdad es el arte
de saber escuchar.
Es decir: hay que saber escuchar a nuestros personajes
que, la mayoría de veces, primero son reales, callejeros, concretos.
Y después pasan a ser personajes literarios y hasta de
fábula, grabados para siempre en el lienzo de la página escrita.
Y de nuestra sensibilidad de seres humanos. Y de
nuestra conciencia de seres que piensan, anhelan y construyen mundos nuevos.
Si es así, una obra literaria se hace buena o mala por
el grado de vida verdadera que puedan alcanzar a tener dichas presencias, cuáles
son nuestros personajes.
Y ese primer grado de vida verdadera está determinado y
depende en gran medida de qué y cómo hablan.
Porque la letra es como la angarilla que sostiene el
cubo de agua, en donde no importa mayormente ni cubo ni angarilla sino el agua.
4. Ese
colibrí
Ni Sócrates ni Jesús, los dos grandes maestros de
occidente, que es la órbita que privilegia más la escritura y la lectura en
todo orden de cosas y relaciones, escribieron ambos ni una sola línea. Ninguno
de los dos utilizó el estilete o la pluma para grabar sus ideas y sentimientos
por escrito. Es curioso que ambos no utilizaran la escritura para perennizar su
pensamiento, y sin embargo los dos estaban absolutamente convencidos y seguros
de que sus palabras eran eternas. ¿Cómo, si ellas eran evanescentes? En la
apariencia pero no en el contenido.
Esto se constata en el caso de Jesús a cada paso; y se
comprueba en el caso de Sócrates cuando sus amigos le proponen un plan para
liberarlo evitando así que se le aplique la pena de muerte a lo cual él se
niega aduciendo tres razones: a. La vergüenza de qué opinarían las personas de
los siglos futuros. b. No poner en riesgo de que sus lecciones permanezcan en
el tiempo. c. No poner en riesgo la seguridad de sus amigos.
En Cristo lo dijo aún más expresamente al aquilatar
que sus palabras permanecerían por los siglos de los siglos. Pero también
puntualizó: “La letra mata, más el
espíritu vivifica”. Y es cierto. Y el espíritu está en la oralidad de la
palabra, en ese colibrí. Y si aplicamos esta fórmula al proceso de la escritura
comprobaríamos que la escritura que mata la voz es la que mata también al
lector.
5. Lo
exacto
Una obra literaria, en primer lugar, nos subyuga por
esa cualidad y hasta maestría que se alcanza a lograr en los relatos. Cuál es
que en ellos se oye hablar lo exacto y preciso que tienen que decir los seres
que se recrean. Como es exacta y precisa la voz del narrador que va
describiendo la escena, hecho que parte indudablemente de haber sabido primero oír
y escuchar para saber decir:
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de
agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o
se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”.
– ¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve
allá abajo?
– Comala, señor.
– ¿Está seguro de que ya es Comala?
– Seguro, señor.
– ¿Y por qué se ve esto tan triste?
– Son los tiempos, señor…
– ¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? –oí
que me preguntaban.
– Voy a ver a mi padre –contesté.
– ¡Ah! –dijo él.
Y volvimos al silencio.
6. Un
paralelo
La condición y cualidad de escuchar es tan principal y
clave que basta eso para consagrar una obra, puesto que de ello depende el
nivel de vida que han de tener los actores de las historias.
Porque, cuando los escuchamos hablar es cuando
pensamos:
– Este personaje es cierto.
– Este también es real y verdadero.
– Este, por supuesto que existe.
– A éste yo lo conozco.
Pero, es más: podríamos incluso atrevernos a decir:
– Yo he estado con él. –Que resultaría consagratorio.
Pero aún más absoluto es cuando alguien, o muchos,
reconocen diciendo:
– Ese soy yo.
En tal caso, nadie ha de poder desmentir lo que el
lector supone que es, con lo cual la obra literaria alcanza a ser un paralelo a
la obra de Dios.
7. Oralidad
y habla
De allí que la primera regla de este juego, entre escritor
y sus lectores, es que estos últimos crean que todo lo que el autor ha puesto
en boca de sus personajes es creíble que éstos lo pudieran haber dicho del modo
cómo está escrito.
Y es en ese “¡cómo!” que el lector se basa para
reconocer si lo que está diciéndose en la obra es verdad o no lo es. Y de si
vale la pena seguir con el libro abierto entre las manos.
De esa virtud todo trabajo debe hacer su fuerte y
atalaya, de tal modo que devenga en ser una obra conversacional y dialógica.
Y que principalmente y más que escritura sea habla y
voz confidente y amiga.
Oralidad y habla dicha al oído, de donde va
directamente al corazón que es lo que
dictamina lo verdadero.
En donde interactúe la palabra viva que en todo
momento pregunta, interpela, argumenta.
Y ella misma debate, discierne, ¡y finalmente
concluya!
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El texto anterior puede ser
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