RECREO BAR
Por Fransiles Gallardo
Yo sabía que estaba pedido, ingeniero —nos
dice don Gamaliel Saboya, desde sus ochenta años y el brillo de sus ojos pardos—
y no me quedó otra que prepararme
para lo que tendría que suceder.
Nos encontramos en Don Remigio,
al costado del Wallaga, para saborear «un picuro al vino», una cerveza y
algunas historias por escuchar.
— Es la impotencia de ver
que tu pueblo se desangra y no poder hacer nada —interviene el abogado
León Leónidas P. Waywa, como se lee en su tarjeta de presentación, quien ha hecho
posible esta reunión.
— De impotencias usted debe
saber mucho, estimado doctor —digo sonriendo, pretendiendo disminuir las
tensiones de la presentación.
—No sólo yo, ingeniero;
quien está a mi costado debe saber mucho más que yo —replica riendo,
acomodándose el cabello negro con su mano derecha.
—Ja, ja, ja —reímos,
haciendo un salud con una «cusqueña red lager».
Don Gamaliel y el Dr.
Waywa beben agua mineral. Sus religiones no le permiten beber nada que contenga
alcohol. Así dicen.
—Son mundanas —me
dices.
—Gracias –digo yo.
Es mediodía y las mesas
del local se van llenado de visitantes y comensales. Las meseras aceleran su
paso y sus «buenos días, ¿mesa para cuantos?», preguntan.
—La vida no ha sido
fácil, ingeniero —nos dice don Gamaliel Saboya cerrando los ojos, luchando
internamente contra las aún no cicatrizadas heridas que hay en su alma y en su
corazón.
Un íntimo batallar con
sus recuerdos, su nostalgia, su tragedia y su cerebro.
El local con su forma
octogonal y techo de palmera tejida, en forma de maloca, tiene un atractivo
especial.
—La gente cree que pasábamos
una vida de dioses en esos tiempos, ingeniero, pero no es verdad: plata había,
dólares en costales, billetes en cantidad, pero también había violencia, muertos
a cada rato y en cualquier sitio, nadie estaba seguro de nada. Amanecía,
ingeniero, y sobre el Wallaga flotaban los cadáveres: tres, cuatro, diariamente
—su rostro se endurece con los recuerdos—; fiesta en que no había
muertos, no era una buena fiesta.
Miro
mi vaso y está a la mitad: está medio vacío o medio lleno, pienso.
—¿Sabe cuándo se jode todo esto ingeniero? —pregunta don
Gamaliel Saboya y yo muevo la cabeza negativamente—. Cuando Sendero se
une con las mafias y se vuelve guardaespaldas de los narcotraficantes; y, se
empeora cuando la fuerza armada toma el control militar de la provincia.
Arreglo
mis lentes, a la espera de mayores argumentos.
—Vivíamos bajo tres fuegos, ingeniero —nos dice con un ligero
temblor de voz—: Los terrucos, los narcos y los cachacos —mirando
a la distancia—; todos éramos sospechosos de todos y por nada —nos
dice.
El
calor comienza a hacerse sentir y los ventiladores funcionan a su máxima
velocidad.
—Eso no era vida, ingeniero —concluye secándose la rugosa frente
con su pañuelo.
—Es cierto, ingeniero, que los militares trajeron la paz. Limpiaron
a la zona de narcos, mafias y terrucos; pero, a costa de cuántos muertos
inocentes y sacrificados sin culpa alguna.
Cuántos
inocentes murieron por tener la desdicha de cruzarse entre las balas de los
narcos, por el control de la coca.
Cuánta
gente pobre murió por las balas y los cuchillos de los terroristas, de los
narcos, las mafias y por los militares.
Todos
éramos sospechosos, todos podíamos ser señalados como soplones: nadie preguntaba
nada, solo te disparaban y chau. A veces solo por puro gusto.
Y
encima no podías recoger los cadáveres sin autorización
de la ronda. Si lo
hacías, te mataban.
Mirabas
mal a un capo y un balazo te destrozaba la frente.
Le
gustaba tu hija, tu mujer o tu hermana a un terruco y, simplemente, se la
llevaba y no podías decir nada.
Esa era mi provincia,
ingeniero.
Se
le quiebra la voz. Yo siento la garganta seca.
—Yo pude ser un muerto más, ingeniero —me comenta bebiendo
un sorbo de su agua mineral—, pero Dios es muy grande y me protegió y
aquí estoy para contarle, dicen que mala yerba no muere —sonríe sin
ganas.
—Uno más en las estadísticas de la Comisión de la Verdad —comento
tratando de bajar la tensión del momento.
—Nadie sabe, exactamente, cuántos muertos hubo en esos años,
ingeniero —me contesta rascándose la barbilla—. Nadie reportaba
nada, nadie recogía a los cadáveres; cuántos aventureros y forasteros quedaron
flotando sobre el Wallaga o en los pozos de agua de las casas.
Así
de terrible era nuestra vida, ingeniero.
Una
pareja de esposos, ya mayores, se acercan a nuestra mesa y lo saludan con
sorpresa y cariño; le preguntan por su esposa, por su familia, por sus hijos.
Yo
saludo cortésmente, con un movimiento de cabeza.
—La gente cree que vivir en medio del dineral te volvías millonario,
que por estar rodeado de toneladas de coca te hacías narcotraficante y que por
vivir cercado por senderistas te volvías terruco.
Los
tocachinos estábamos cagados, ingeniero: éramos millonarios, narcos o terrucos.
De
las mesas vecinas, una que otra mirada se extravía hacia nosotros. Yo sólo
muevo la cabeza.
—Es cierto, ingeniero, mucha gente que supo pensar hizo su
platita y la invirtió bien: compró terrenos, casas en Lima o puso su negocio
propio; es decir, guardó pan para mayo.
El
tocachino común y corriente fue un cojudo.
Creyeron
que el negocio de la coca iba a ser eterno y cuando llegaron los toco tocos con
los milicos dentro, se quedaron sin nada. Se fueron a la misma mierda, ingeniero.
Lo
veo sonreír y también sonrío. El Dr. Waywa escucha en silencio.
Yo
tenía un recreo bar, modestamente, el mejor de Tocache. Me saqué el alma para
construirlo y empeñé lo poco que tenía.
Traje
por primera vez a Los Mirlos de Tarapoto cuando eran sensación en Lima, y el difunto
Juaneco estuvo dos veces en mi local, con lleno total.
Éramos
un pueblo tranquilo, todos nos conocíamos y nos saludábamos e íbamos a misa los
domingos; hasta que llegaron los narcos y se desató la guerra entre los grupos
de peruanos y colombianos.
Llegaban
los narcos con su metralleta al hombro, alquilaban mi local y yo tenía que
darles, no me quedaba otra. Traían bailarinas de Tarapoto, Trujillo, Chiclayo y
de Lima y armaban fiestas de tres días, con sus noches respectivas.
Luego vinieron los
senderistas y a punta de bala, exigían mi local para sus festejos personales y
fiestas de apoyo popular.
Consumían
lo que querían y encima no pagaban. Si no lo les daba lo que querían, me
mataban.
No
había chicas, iban de casa en casa y requisaban a toda escoba con falda que
encontraran; después las llevaban al monte, para adoctrinarlas y que sean sus
mujeres y sus cuadros.
Hasta
que llegaron los toco tocos y las fuerzas combinadas del ejército y la Guardia
Civil. Entraron a las casas de los narcos. Requisaron todo lo que había. Los
dejaron jodidos y calatos.
Los
terroristas desaparecieron como por arte de birlibirloque.
Yo
estaba en Lima. Cuando regreso de viaje, un viejo amigo guardia civil, me
dice:
—Amigo Gamaliel, está en la lista de los pedidos, usted verá que
hace.
Mi nombre estaba en la
relación de requisitoriados, iban a capturarme en cualquier momento y donde
sea.
Así
que me resigné. Mi mujer y mis hijos estaban viviendo en Lima hacía años. Yo,
aquí estaba solo.
Decidí
que lo mejor era presentarme: «Gamaliel, estás jodido; lo que tenga que
suceder, que suceda», y me preparé.
En
tres días me presentaría en la comisaría.
Fui
al notario y dejé todas mis cosas en orden. Mi casita en Tocache, en Lima; lo
poco que tenía.
Me
preparé físicamente, hice ejercicios y caminatas. Fortifiqué mi cuerpo. Me
alimenté bien, comí carne de todo tipo para tener proteínas; arroz, plátano,
para tener reservas.
Fortifiqué
mi alma. Me mentalicé para no sentir dolor. Sabía que me iban a sacar la mierda,
que me iban a hacer cantar en todos los idiomas. Aunque no tenía nada que
declarar en contra de nada ni de nadie, no quería que el dolor me quebrara.
La noche anterior,
solito me emborraché hasta donde pude, en mi casa. Me bebí todos los tragos que
tenía en mi bar.
Al
siguiente día fui a la Iglesia, confesé todos mis pecados, y los que no tenía,
también, por si acaso. Comulgué y quedé en paz con el de arriba. Me mentalicé.
No me quedaba otra y me presenté.
Llegué
a la Comisaría y pedí hablar con el Comandante. Me hicieron sentar en la recepción
con dos guardias civiles a mi costado, hasta que uno de ellos me acompañó hasta
su despacho.
—Soy Gamaniel Saboya, jefe —le dije mirándolo a la cara—,
y antes que me capturen vengo a entregarme, señor.
El
Comandante me miró sorprendido.
—Alférez, tráigame la lista de erre qus —ordenó y el
susodicho le alcanzó un folder lleno de papeles.
Los
revisó y mirándome a la cara me preguntó:
—¿De qué delitos se acusa? ¿Y por qué ha venido a entregarse?
Con
toda serenidad y parado frente a su escritorio, le contesté:
—No he cometido ningún delito, Comandante. Yo tengo un recreo
bar, el cual era tomado, bajo amenazas de matarme, por narcotraficantes y
terroristas. Allí han bailado, emborrachado, mujereado y mozarendeado las veces
que han querido y no podía negarme —le expliqué.
Estuve
media hora contándole lo que pasaba en mi recreo bar y el Comandante me
interrumpía a cada rato, para preguntarme:
—¿Conoce a fulano? ¿Qué sabe de zutano? ¿Es cierto que mengano...?
¡Nombres, quiero nombres, deme nombres!
Yo
negaba con la cabeza. Claro que los conocía. En pueblo chico todos nos
conocemos, ingeniero. Yo no iba a echar a nadie. Yo iba a defenderme sólo. A
eso había ido yo.
Ordenó
que me llevaran a la celda. Allí comenzó mi calvario. Ya había algunos presos y
diariamente llegaban cuatro o cinco más.
Los
más jodidos estaban amarrados de manos y pies y no podían ni siquiera comer; se
orinaban y se cagaban en su pantalón y el cuarto apestaba a pura mierda. Y con
este calor, debe imaginarse. Las moscas se metían hasta en nuestras narices. Yo,
haciendo ascos del asco, les daba de comer en sus bocas.
En
las noches nos sacaban de dos en dos a otra celda y allí nos sacaban la mierda,
para que hablemos, para que inculpemos a otros.
Nos
calateaban, ingeniero. Y, con toalla mojada, para no dejar huellas en nuestros
cuerpos, nos pegaban hasta cansarse.
Luego
nos metían de cabeza en baldes con mierda y orines hasta casi ahogarnos.
- ¡Esto se llama
orinoterapia! —decían y se reían.
A varios se les pasó la mano y murieron ahogados en mierda.
A
la cinco de la mañana nos baldeaban y con esa agua nos lavábamos la cara y la juntábamos
en lo que podíamos, y como la sed nos mataba por el tremendo calorazo de Tocache,
de esa agua tomábamos.
A
otros les disparaban con balas de fogueo, para aterrorizarlos.
Las
noches eran insoportables. Las torturas, con fiscal o sin fiscal, duraban
quince noches. Los gritos de dolor y de desesperación quebraban al más fuerte.
Cuántos
habrán muerto en esa comisaría, no lo sé, ingeniero.
Mira
su vaso y se toma un trago. Tiene la voz quebrada y los ojos pardos
humedecidos.
Lo
miro con el alma constreñida y la garganta seca. Creo que el Dr. Waywa,
también.
—Yo contaba los días, uno a uno; quería saber cuánto resistiría
mi cuerpo. Los primeros días no podía ni moverme, hasta que mi cuerpo se fue
habituando. Ya no sentía dolor.
Al
vigesimotercer día vino un guardia con un papel en la mano.
—¡Ese Gamaliel Saboya, con sus cosas, afuera! —gritó.
—Cosas de la vida, ingeniero —nos dice con una mueca de
sonrisa—, sino había llevado nada.
Se
toma otro sorbo, hasta dejar el vaso vacío.
—Miré
a mis compañeros de desgracia y se me arrugó el corazón. Me abracé con los que
conocía. Tampoco estaba seguro si saldría libre.
Decían
los presos que se llevaban a los cumpas y terrucos para fondearlos en el
Wallaga. No lo sé, ingeniero.
En
la puerta me esperaban mi mujer y mis hijos.
Me
abracé de ellos y lloré como nunca, como lloran los hombres de verdad,
ingeniero.
Había
vuelto a vivir.
Gruesas
lágrimas discurren por las trajinadas mejillas de don Gamaliel Saboya.
Bebo
un trago largo de cerveza y su líquido abre surcos en mi reseca garganta.
Como
las cristalinas aguas de los puquios, sobre la resquebrajada arcilla de los
campos de mi tierra, en los veranos intensos de julio.
También estoy llorando.
De: Puka Yaku, Ríos de Sangre