FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
LA INFANCIA
ES LA PATRIA
INFALIBLE
Danilo
Sánchez Lihón
“La infancia
nos llena la cabeza de luciérnagas
de polvo las
rodillas y los ojos nos cubre
dulcemente.
La infancia nos llena las manos
de globos y
limosnas; la boca, de pitos y azucenas
y nos cubre las espaldas con sus plumas de cigüeña.”
Alejandro Romualdo
1.
Donde la cuerda
se
rompe
El niño es víctima
invisible de la inmadurez, la escasa cultura y la desorganización en que se
debaten nuestras sociedades en crisis, por nuestra situación de subdesarrollo y
dependencia a los ejes del poder externo y por la crisis de gobernabilidad
principalmente desde los organismos públicos y oficiales.
El niño sufre la vileza
mucho más que la mujer, que es otra de las sacrificadas, pero que siquiera su
dolor aparece en los reportajes que se hacen recogiendo su parecer en los
mercados, o su penuria se patentiza al expresar su protesta en calles y plazas.
El niño no aparece en los
noticieros, ninguna cámara de televisión ingresa hasta los cuartos oscuros
donde se los encierra, hasta los patios y azoteas donde se lo confina después
de los maltratos, después del desahogo que un padre o una madre inconscientes
descargan sobre él.
Porque siempre la cuerda se
rompe por el punto más débil e indefenso. Siempre lo que se afecta en
situaciones de crisis es lo más tierno y sensible. Y ahí en ese punto están
precisamente los niños, como cuando las parejas se divorcian o separan.
2.
El verdadero
ser
humano
El filósofo alemán Arthur
Schopenhauer dividía la humanidad en tres escalones, escaños o estamentos:
niño, mujer y hombre, afirmando que este último es “el verdadero ser humano”.
Si aquello pensaba un
filósofo, que está en vínculo y familiaridad con las ideas puras, los valores y
los principios, ¿qué podemos esperar de un ser humano cualquiera, agobiado de
problemas, con familia que debe sostener, y que precariamente vive por ejemplo
en el altozano del Cerro San Pedro, en el distrito de la Victoria de Lima?
Además: privados de
servicios básicos de luz, de agua, desagüe y seguridad ciudadana. Imaginémonos:
¿cómo será allí la situación del niño?
Deduciendo de lo que
predicaba el autor alemán autor de la obra “El mundo como voluntad y
representación”, podríamos estar sacrificando niños, devorándolos crudos o
cocidos, servidos en diversidad de potajes puesto que ellos no son verdaderos
seres humanos.
3.
Nosotros
los
hombres
De allí que hay en estos
momentos atroz sufrimiento en una gran mayoría de ellos, o porque ven a sus
padres sufrir o porque éstos descargan en ellos sus traumas y frustraciones,
que se expresa en el castigo y en el maltrato físico y moral de que se los hace
víctimas.
Miradas así las cosas, ya
es una pena para ellos la falta prolongada de sus padres en sus hogares, porque
éstos tienen que recurrir al doble empleo para mantener a sus familias.
O, por el contrario, es una
sanción su presencia amarga y hostil al interior de sus hogares. Lo mejor que
debieran tener los niños, cual es sus padres, o no los tienen o los tienen mal:
autoritarios, mandones, con actitudes de abuso, maltrato y opresión.
Y nosotros, los hombres,
después de haber cometido una falta contra ellos, perpetrado una ofensa o un
atropello, no somos tan hombres como para ir y pedirle disculpas o perdón.
4.
Su comunidad
y
su mundo
Es más fácil arrepentirse
ante la mujer, que hacerlo ante el niño, porque él “no es persona”, no tiene
poder, no recurre a ningún ardid ni subterfugio para hacer sentir al otro su
infamia y su maldad.
Tiene que tragar su
resentimiento, tiene que reprimirse y desahogarse golpeando al suelo, pateando
los muebles, quebrando un objeto, destrozando el juguete querido.
O haciendo rodar de un
puntapié al gato, matando al pajarito en la escalera apedreando el foco de luz
del servicio público o el aviso luminoso en el paradero.
Él será aquel adulto de
mañana, o de pasado mañana: cavernícola, erizado y recubierto de púas, el
jovenzuelo malévolo de las pandillas y las barras bravas, porque cuando era
niño hicimos de él un cúmulo de enfados y agravios.
Y un hato de rencor que
tuvo que explotar tarde o temprano, acrecentando la violencia, haciendo subir
al máximo el odio hacia sí mismo, su entorno, su comunidad y su mundo.
5.
El verdadero
problema
De allí, el feroz
desarraigo de muchos jóvenes respecto a su realidad, su sociedad, su familia y
hasta su propio país. De allí su apatía, su indolencia, su encostramiento.
Muchas veces salimos a
protestar en las calles con nuestros carteles, en campaña loable por “lo mala
que es la televisión”, “por la paz en contra de la guerra”, en “contra del
consumo de drogas”, por aquellos problemas de afuera, “macros”, de política muy
general.
Pero muy rara vez por lo cotidiano,
menudo y corriente; por aquello que está metido en nuestra casa y en el
interior de nuestra camisa o equipaje, bajo la piel que nos envuelve.
Por aquello no clamamos
alzando los brazos. Por eso no hacemos mítines ni marchas, ni manifestaciones;
ni formulamos pliegos de reclamos ni encabezamos propuestas. Eso no nos parece cuestionable y pasa como si nada,
siendo más bien ahí donde está el verdadero problema.
6.
Ante nosotros
mismos
Pero en verdad las marchas
y los mítines lo hacen ellos: es el pandillaje de que están infestadas las
calles y es triste que esta lacra se presenta más alrededor de las
instituciones educativas.
¿Quiénes hemos fallado y
sucumbido? Todos, pero principalmente los padres y en segundo lugar a los
maestros. Y no porque no fuimos rígidos con ellos, sino porque no fuimos
honestos.
Se dice que los niños son
el futuro de un país, pero es falso; son el presente en nuestra sociedad; ellos
esperan no una comprensión más razonable acerca de su mundo. Esperan que seamos
distintos.
Reclaman urgentemente no el
desvelo y el cuidado hacia ellos, que mal que bien les hemos prodigado. Esperan
que seamos íntegros, sinceros y coherentes y, ojalá, valerosos, no ante ellos o
los demás, sino ante nosotros mismos para reconocer y corregir nuestros
errores.
7.
Esperanza
encarnada
Sin embargo, sería
interesante nosotros afrontar aquí, con relación al niño y al joven, varios
aspectos esenciales, que guardan directa relación con la condición de vida y
las categorías de valor con que estamos actualmente viviendo con él y para él.
El primer asunto, y quizá
el fundamental, es la negación de “persona humana” que hacemos o con que
tratamos al niño en nuestra sociedad, actitud explícita o tácita. Esta posición
tiene sus patronos y propugnadores ilustres, tan antiguos y modernos como Schopenhauer
y antes de él nada menos que el maestro filósofo griego Aristóteles.
Este último reconocido como
padre y fundador de la lógica pensaba que “el niño es un papel en blanco en el
cual podemos escribir lo que se nos antoje”, infundio, desacierto y aberración,
y hasta atrocidad, pero dicha nada menos que por aquel maestro cuyo pensamiento
y enseñanzas han prevalecido durante veinte siglos en la pedagogía y en el
orden social, y lo siga haciendo.
De allí que sea muy natural
entonces pensar que el niño está para obedecer, acatar y someterse a lo que
otros determinan que haga. Es decir de ello se deriva su condición social del
esclavo que tenemos en casa. Revirtamos ese rol y él sea la esperanza encarnada
de un futuro promisorio y de un mañana mejor.
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