Danilo
Sánchez Lihón
1.
Un sol
esplendente
– ¡Soy indio! –Exclamaba el
sabio y eminente arqueólogo, antropólogo, historiador, geógrafo, etnólogo,
lingüista y dibujante Julio C. Tello, al inicio de sus clases en la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos, en la Universidad Católica, en el Congreso de la
República o donde fuera que disertara.
¿Por qué lo decía? ¿Por
autoafirmación? ¿Por orgullo? ¿Por mecanismo de defensa? O, ¿por qué?
Muchos lo tomaron como una
extravagancia innecesaria, pues bastaba con mirarlo para saber inmediatamente
que nadie más típico que él para ser identificado con lo que en el Perú
entendemos como el prototipo de lo que es ser ¡un indio!
La única rareza es que él
era una eminencia, un sol esplendente en el firmamento de la ciencia y las
humanidades, un cerebro que se hizo admirar en Harvard y Cambridge, donde
obtuvo sus doctorados.
Le rindieron honores y
pleitesía en Berlín donde sustentó ponencias. Se sacaron el sombrero ante él en
Roma en donde desarrolló conferencias deslumbrantes sobre las culturas
aborígenes del Perú.
2.
Más
aún
Por algo desde niño le
decían “Sharuco” que quiere decir “arrollador”; uno de los pocos hombres a
quienes de manera natural se lo identifica como “El sabio Julio C. Tello”.
Era cetrino, bajo de
estatura y grueso de tórax. De rostro apiñado como un puño hecho de nuestras
rocas y montañas; de nariz y pómulos salientes, frente amplia y prominente,
ojos apretados y escondidos, como si salieran desde el fondo de una pirca de
piedras.
Su pelo era duro y lacio
como la cabuya de las pencas de nuestra serranía. Su vestir común y corriente,
hasta se podría calificar como desaliñado en su indumentaria, como cabe en
quien se siente estar en las alturas y habiendo superado ya toda apariencia.
Acentuaba las eses al
hablar y su tono era dulce, quebrado y garrapatiento, como es en todo
quechua-hablante, y más aún en quien afirmaba que pensaba en quechua y, para
hablar, se traducía así mismo después de formular sus ideas en el idioma de los
civilizadores incaicos: el Runa Sini.
Este hecho se notaba más
cuando intervenía en la Cámara de Diputados donde no dejó de ser campechano. Y
cuantas veces pudo profirió, igual que al iniciar sus clases en las aulas
universitarias, aquella su exclamación y grito de guerra:
– ¡Soy indio!
3.
Medalla
de
Oro
Fundó el Museo de
Arqueología y Antropología, en donde pidió que al morir fuera enterrado. Y este
deseo fue acatado como una ley. Se le concedió ese insólito privilegio que a
nadie se le otorga, salvo a los excelsos o muy eminentes y venerables, luego de
morir el 3 de junio del año 1947.
Desposó a una mujer
bellísima, leal y fervorosa de su obra, de nacionalidad inglesa, llamada Olive
Mabel Cheesman, identificada totalmente con su trabajo, y a quien conoció en
Bradford, cuando estudiaba en Cambridge.
Por sus descubrimientos de
las Necrópolis de Paracas, en 1925, y la exposición de los fardos funerarios de
esa cultura, que conmocionaron al mundo, tuvo reconocimientos no solo en los
niveles de la educación, la ciencia y la cultura sino de la ciudadanía y de la
opinión pública en general, como también del cariño y el civismo candoroso a
nivel provincial.
De allí que el Concejo
Municipal de Nazca, jurisdicción favorecida por sus descubrimientos, acordó
otorgarle Medalla de Oro, Diploma de Honor y una Resolución en que se le
reconocía como Hijo Adoptivo y Predilecto de esa cálida, devota y agradecida
ciudad costera, siendo que él había nacido en Huarochirí entre los
contrafuertes andinos ceñudos y amenazantes, pero al final protectores y
compasivos.
4.
En la esquina
de
la plaza
La decisión del Concejo se
le hizo saber a través de un oficio laudatorio, gesticulante y pleno de
obsecuente respeto. Y se coordinó directamente con él la fecha en que viajaría
a Nazca para participar de la ceremonia solemne en que se le impondría tales
distinciones y títulos honoríficos.
Así Nazca quería expresar
públicamente, mediante una ceremonia cívica apoteósica el merecido homenaje y
tributo a quien hizo del desierto de Paracas un lugar de atracción mundial en
lo que concierne a turismo cultural.
En Paracas se pueden
apreciar los más extraordinarios fardos funerarios, apenas abiertos en las
tumbas, constituyendo los vestigios arqueológicos más admirados de este lado
del océano Pacífico. Y Paracas es entonces por ese motivo un lugar muy
concurrido.
Para cumplir con la
ceremonia y el acto programado el sabio tomó un ómnibus y llegó temprano a esa
ciudad, a la vez fresca y añeja, transparente y vetusta, inocente y rancia.
En la esquina de la plaza
de armas se detuvo al divisar a un emolientero. Y se le antojó tomarse un
combinado de linaza con cola de caballo, boldo y cebada.
5.
Soy
de
Huarochirí
Estando allí, de pie y ya
servido su vaso que sujetaba con las dos manos, soplándolo con sus labios en
arco y amoratados, se acerca uno de los señorones del lugar, que era alto,
blanco y de ojos verdeazulados, quien se queda mirándolo de arriba para abajo y
le dice:
– ¡Oye indio! Ya que estás
aquí desocupado, necesito que me traigas mi caballo de mi hacienda.
– ¿Qué, señor? –contestó
don Julio, suspendiendo la delectación de su compuesto, y pasándose la mano por
la comisura de los labios.
– Vas a ir y hablas con el
mayordomo que se llama Joaquín. Te voy a dar una nota donde le ordeno que envíe
contigo ya ensillado mi caballo, pero te vienes caminando, ¡cuidado de
montarte! ¡Anda pronto!, que tengo que salir en la tarde para Acarí.
– ¿Y dónde es su hacienda,
señor?
– ¿Y de dónde eres tú,
indio, que no conoces cuál es mi hacienda? ¿No sabes quién soy?
– Discúlpeme señor. Es que
yo no soy de aquí. Yo soy de Huarochirí.
6.
¿Qué?
¿A
mí?
– ¡Ya veo que no eres de
aquí, por eso no sabes quién soy! –Le dijo de modo indulgente–. Pero bueno,
averigua bien el camino a Cantayo, y has lo que te mando. No te doy mi
dirección porque no sabes leer, pero preguntas a este emolientero dónde vivo yo
y así llegas
– Y, ¿a qué hora estaré de
regreso con su caballo?
– De aquí a Cantayo te
echará una hora de camino. A las once ya estarás de regreso.
– Entonces, ¡no puedo,
señor!
– ¿Qué, indio? ¿Cómo te
atreves a desobedecerme? Te voy a pagar dos soles para tu coca.
– No, no puedo, señor.
– ¿Cómo? –Le dijo
mirándole, sin poder entender tal desacato. Pero sobreponiéndose transó
compasivo:
– Tres soles te voy a dar,
indio. Mira que nunca he pagado ese precio.
– No puedo. No me alcanza
el tiempo, señor.
– ¿Qué? ¿A mí, vas a
desobedecerme? –Se veía que luchaba consigo mismo. Y ya en el colmo del perdón
y la clemencia propuso–. ¡Te voy a dar cinco soles, indio, porque estoy
apurado!
7.
Se fue
bufando
– No puedo.
– ¿Sabes qué es cinco
soles, miserable? ¡Con cinco soles puedes comer todo el día!
– Pero tengo qué hacer.
– Y, ¿qué tienes que hacer,
indio?, –le preguntó lleno de curiosidad e insolencia, mirándolo otra vez de
arriba para abajo.
– Tengo que asistir a una
reunión.
– ¿Qué? ¿Te estás burlando
de mí, insolente? Agradece que no haya traído mi rebenque que te fueteo en este
mismo instante. Agradece que no seas de aquí indio bruto. Pero sí te puedo
hacer meter en un calabozo. –Y miró a todo lado para ver si había un policía.
Pero no lo había.
Y lo miró con desprecio.
– ¡Por eso el Perú anda
atrasado, carajo! –Masculló al final– ¡Es por culpa de estos indios que ya no
obedecen!
Y se fue bufando.
8.
El toldo
rojiblanco
El más asustado y que
temblaba de miedo era el emolientero quien al principio se había encogido y
después, temeroso como si estuviera lloviendo lava hirviente, se fue a parar
temblando a la esquina de enfrente porque vio que ya iba a pegarle.
El hombre blanco se fue.
Y don Julio, sin decir
nada, terminó de sorber calmadamente su emoliente. Únicamente se entrecerraron
más sus ojos, hasta ser unas lucecitas inhallables en el abismo de los dos
cuencos en que se revolvían sus pupilas.
A esa hora ya pasaban los
estudiantes con sus uniformes de gala, las bandas escolares, las escoltas, los
brigadieres algunos con bastones y estandartes para el desfile en honor al
sabio Julio C. Tello.
A las 9 de la mañana
empezaron a escucharse las bandas de músicos que iban detrás de las autoridades
e invitados en traje de etiqueta a la ceremonia solemne que iba a llevarse a
cabo en el Salón Consistorial del Municipio, que lucía todos sus emblemas,
banderas y guirnaldas.
Y afuera estaba el toldo
rojiblanco con las sillas encintadas. Y puestas las escarapelas a lo largo y
alto de los parantes y travesaños para el desfile escolar y de las
instituciones públicas y privadas de la localidad.
9.
Mente
brillante
A las 9.30 las escoltas de
alumnos de los principales colegios con sus bandas de guerra ya estaban
emplazadas y listas para el desfile frente a la tribuna oficial alzada ante el
Municipio Provincial. ¡Se homenajeaba a la Gloria de la Arqueología Peruana y
erudito en tantas otras materias científicas!
Don Julio arrellanado en el
sillón central de la mesa de honor escuchó los discursos que se leían como si
fueran parte de la etopeya de un personaje al cual él conocía lejanamente, pero
que no era él mismo.
Se destacaron sus méritos
de surgir desde un hogar campesino y humilde elevándose a las cimas de la
realización científica mundial.
Se refería que se graduó de
médico cirujano.
Que junto al eximio
escritor de las Tradiciones Peruanas, don Ricardo Palma, viajaron a Inglaterra
en el mismo barco.
Que con mente brillante y
dotes de investigador consumado, contrapuso a la tesis inmigracionista de Max
Uhle la tesis autoctonista del origen del hombre de América.
10.
Casi
se
cae
Que construyó una
explicación coherente de la civilización incaica y también de las culturas
anteriores a los Incas.
Que no solo entendió y dio
a conocer en ambos casos las bases de su organización social y económica sino
de su cosmovisión del mundo.
Que hay una arqueología
nacional y americana antes de Julio C. Tello y otra después de él.
Luego fue anunciada la
imposición de la Medalla de Oro y se convocó al Alcalde Honorario de la ciudad,
quien avanzó y don Julio tuvo que pasar adelante, arrimándose entre la mesa y
las sillas de las autoridades para salir al estrado en donde ya esperaba don
Rafael de la Borda, hacendado de horca y cuchillo de todo el litoral de Nazca.
Era el señor del caballo,
quien si hubiera tenido su rebenque colgado al cinto, como lo dijo muy claro,
hubiera fueteado en plena plaza al sabio de Harvard y Cambridge, por no traerle
su acémila desde su hacienda en Cantayo.
Don Rafael casi se cae de
espaldas del susto y sobresalto cuando reconoció al hombrecito a quien había
insultado por la mañana.
11.
Esos
cinco
soles
Sintió vértigo y desmayo y
se lo vio trastrabillar. Pero a ello acudió la mirada condescendiente de Don
Julio, que lo repuso:
– ¡Calma! ¡Calma!
Pasado el peligro, para
circunstancias como esta don Julio sabía pronunciar esas palabras y poner un
rostro jocundo.
Ya repuesto el personaje se
inclinó reverente y le rogó suplicante:
– Le pido mil perdones y
disculpas doctor por lo sucedido esta mañana. ¡Si hubiera sabido que usted era
don Julio C. Tello…! –Alcanzó a musitarle con voz quebrada, contrita al borde
del llanto.
Y al inclinarse lo hizo de
tal modo, por lo alto que era, que le pareció al público que se arrodillaba.
Le conmovió a don Julio la
sincera humillación del hacendado y a modo de superar definitivamente la
situación, le dijo:
– Estos compromisos siempre
quitan tiempo señor... Porque me hubiera gustado traerle su caballo. Y ganarme
esos cinco soles que tanto lo necesito y me hacen falta.
12.
De todos
modos
Después empezó su discurso
diciendo:
– ¡Soy indio!
Pero esta vez casi le había
tocado probar, en la mañana de aquel día, el trago amargo y dulce de la
identidad.
Y recibir los fuetazos en
la cara, en los hombros y en la espalda, como lo han recibido siglo tras siglo
sus hermanos de raza.
Y sin que nadie hubiera
podido salvarle, menos el emolientero muerto de pánico.
¡Y no por la agresión a su
improvisado cliente, sino por la cólera del señor Rafael de la Borda!
Tampoco hubiera tenido
tiempo don Julio de repetir la otra frase que la pronunciaba cada vez que
intervenía en el parlamento, cual es:
– ¡Pido la palabra para
oponerme!
Y menos hubiera servido
aquello de:
– ¡Calma! ¡Calma!
De todos modos le hubieran caído
los latigazos en aquella esquina de la plaza aldeana, sin que hubiera ciencia
ni sabiduría, ni títulos de Harvard o Cambridge, que pudieran salvarle.
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