Danilo Sánchez Lihón
y la función
de la yerba purísima
César Vallejo
1. Hierba
mora
Ni bien salimos a la puerta, yo restregando mis lágrimas, se acercan las mujeres humildes del vecindario a decirle a mi madre:
– ¡Ay niña Elvira! Mi Catita se ha llenado de la erisipela. Dígame, ¡qué le diera!
Ahí
recién se me pasa el enojo. Alzo las cejas y estoy atento para ayudar a
quien me dio la vida en dar la receta correcta y así el alivio y la
curación ante tanto mal que hay en el mundo:
– Le puedes dar....
– ¡Hierba mora!, mamá. –Le digo bajito y jalándole su pañolón a cuadros verdes sombreados de negro, con flecos que cuelgan.
– Hierba mora en ajenjo. –Completa mi mamá.
– ¿No tendrá usted, niña?
– Sí, tenemos. –Intervengo yo, como si la cosa fuera conmigo,
Y sin ningún sentido de la discreción anunció:
– ¡Ahorita traigo! –Y corro a la ventana y a los cajones que allí colocamos a los cuales llamamos “El botiquín”.
2. El olor
remoto
¡Cómo no! Y es que la hierba mora es buena para combatir la erisipela; pero también los diviesos, los flemones, los panadizos.
¡Y las quemaduras! En infusión, mezclada con verbena y hierba santa, es santo remedio.
Pero
es buena también para aliviar la fiebre del tabardillo que samaquea a
la gente como si un temblor desde dentro le sacudiera todo el cuerpo.
Lo
sé, porque mi madre y mi tía Zarela heredaron de don Benigno Rojas, mi
abuelo, el arte y afición de administrar el poder curativo de las
plantas. Y mi madre me lo inculcó a mí.
Es por eso que tenemos una caja de madera con divisiones, la misma que vendría seguramente desde Borneo o Sumatra.
Digo
yo por el olor remoto y original de las maderas. O vino procedente de
cualquier otro sitio, pero eso sí lejano y exótico, desde donde mi
abuelo importaba productos para su tienda.
Allí
vendría cierto producto oloroso, como esencia de almizcle, porque ese
aroma rezuman sus tablas amarillas, con ranuras para las divisiones y
una tapa que se desliza entre dos estrías.
3. De altura
y de temple
Allí guardamos las hierbas en sobres. Y yo soy el almacenero. Y como tal el médico, el brujo, el demiurgo.
Y mi madre me ayuda en ese rol que hago con entusiasmo pero seguramente con inocente torpeza.
Y
muchos paisanos míos estuvieran ya muertos y en el cielo gozando de
buena vida, y no como ésta afligida de aquí en la tierra en que nos
debatimos, si es que ella no me hubiera corregido a tiempo en las
recetas, ayudándome en tales menesteres.
¡Horas
he pasado oyéndola hablar del valor curativo de cada hierba! Ayudándola
a envolverlas, rotulándolas y anotando sus virtudes milagrosas.
Aprendiendo
a identificarlas, distinguiendo su color, memorizando su forma,
reconociendo su tersura como su profundo y embriagante olor. Y hasta
probando su sabor en la boca, con mis labios, y hasta mordiéndolas y
saboreándolas con mi lengua.
En
dos se dividen los componentes de ese arte milagroso: las plantas de
altura o de jalca; y las de temple y valles; abismos, hondonadas y
bajíos.
4. El toronjil,
el cardo santo
Pero
tanto o más que el poder curativo o el prodigio de las yerbas que
sanan, para mí ese cajón representaba el milagro del lenguaje y la
resonancia de las palabras:
Porque
hay voces y sonidos que encierran todo el universo; los huertos,
paisajes y arco iris. Así: la zarzaparrilla, la trinitaria, el láudano;
la panizara, el toronjil, el cardo santo. O bien, el "Juan Alonso", el
alcanfor, el "pie de perro"; el acíbar, el membrillo.
¿Acaso
no son dijes, abalorios y talismanes? Vocablos más suntuosos y
refinados que las joyas persas, egipcias o del fabuloso tesoro del Señor
de Sipán.
¿Pueden
aquellas alhajas compararse en hondura, fulgor y connotación a los
nombres de las plantas y más aún a los dones y virtudes de que están
dotadas?
Y
a otras, como: la huamanripa, a la que más recurro creo que por su
acento y tañido, o por su aroma que me extiende en toda la geografía
lacerada de mi provincia.
Y
la receto, yendo de la idea al acto, al ponerla a cocer en una olla, no
sólo para curar la tos y cólicos de barriga, sino para apaciguar
dolores del alma.
5. Los hijos
indefensos
Otra
es la zarzamora, que unida a higo seco, a la raíz de altea, a las hojas
de rosas y a brotes de jazmín, todo echado a hervir y colado, es buena
para aftas bucales de los niños de teta. ¡Que siempre las en todas
nuestras casas!
El
ñorbo o la pasionaria, cuyo nombre me explica mamá, evoca la corona de
espinas, el clavo y el martillo de la cruz del señor Jesucristo, y que
estuvo al nacer Jesús en Belén y también al morir en el monte Calvario,
en Jerusalén.
La
ortiga, ¡cuánto no he chillado y zapateado por cogerla mal en el camino
a Cachulla!, buena cuando está seca, para curar los resfríos o detener
la caída del pelo. Pero fresca, con sus temibles hojas aserradas, sirve
para latiguear las rodillas o los brazos atacados por el reumatismo.
¡También
las madres desalmadas la cultivan frente a la puerta de sus casas para
castigar las malacrianzas de sus hijos indefensos!
6. Para curar
una vergüenza
El
matico, de color pardo, sirve para tomarlo en emoliente, cuando hay
inflamaciones de pecho, o para lavar las heridas o hacer gárgaras.
El
mastuerzo, de pecíolo largo, es bueno para el escorbuto, mezclado con
el jugo de granadilla que cuando alguien en casa presenta esas heridas
mi padre, poniéndome al hombro una alforja, me envía de madrugada a
traerla desde el fundo de Pasabalda, que queda a un día de camino.
La
cola de caballo, que en tizana es para las compresas y cataplasmas
aplicadas en heridas, hemorragias de la nariz y úlceras de las encías.
Pasada
por la barbilla provoca estornudar que lo hacemos de juego; pero que,
notando que es a propósito, enoja a las mamás, que por ese hecho nos
resondran jalándonos de las orejas.
El
llantén y el ajenjo son para dolores de estómago. La congona para curar
una vergüenza. El “amor seco” para la inflamación de los riñones.
La
escorzonera sirve para la temible tos ferina con que se mueren tanto
aquí los niños; la semilla de membrillo en panetela es para formar el
estómago de los recién nacidos.
7. La resonancia
de sus nombres
La
valeriana te la damos a sorbos, mamá, en tus desmayos, sin que tú te
des cuenta. Así como a olor el “agua florida”, frotándote la frente que
la tienes tersa y luminosa como de alabastro.
La
trinitaria cocida en hidromiel y pasada en vino, excelente contra las
molestias respiratorias y el asma. La pimpinela es para los enjuagues
tónicos.
Y
los odiosos ¡churgapes!, para baños de "caisas" y consentidos, con los
cuales me amenazaron mis tías, pero que tú jamás permitiste que lo
hicieran, mamá. Y mi padre ¡menos todavía!
Por
eso, cuando a veces me preguntan cómo es que me nació el gusto por las
palabras yo contesto que fue por este oficio de niño curandero.
Y
esto basado en yerbas que en mi ingenuo sentido era el poder de la
resonancia de sus nombres aquello que lo hacía tener sus mágicos poderes
curativos y con ellos, ¡inocentes!, bastaba para espantar y hacer
retroceder a los males, y exorcizando a la muerte, ¡y haciendo que
aflore y estalle la vida!
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