Danilo Sánchez Lihón
1. Camino
a la escuela
– Hasta luego, mamá.
– Hasta luego, hijo. Cuidado con los toros. Mira de
lejos y si vienen volteas la esquina y mejor caminas por otra calle.
– Sí, mamá.
Así traspaso la portada de nuestra casa con sus
rendijas, arrugas y orificios en la madera.
La conozco hasta el mínimo detalle, pues allí he
perdido canicas, abalorios y objetos diversos y preciosos: pedazos de cuarzos, y
un ala de mariposa de un roto cristal y que no la encuentro todavía.
La puerta me da paso a la calle empedrada, que la
cierro desde afuera rumbo a la escuela.
El sol a las siete y treinta de la mañana dora los
rastrojos de las tapias y trasluce en las hojas de las malvas, después de
reventar en los cerros lejanos deja nítidas las montañas azuladas y oscuros los
bajíos y quebradas.
Como todos los días, cruzo las sombras disparejas que
dejan el perfil de las paredes y los techos, e ingreso a los pedazos de sol que
se arrastran por la tierra apisonada y a ratos por las veredas de piedra aún
heladas por la noche y sus estrellas.
2. Las notas
del Himno Nacional
En el camino encuentro a Javier, a Mañuco, a Juan. Con
ellos nos acompañamos intercambiando tesoros, tejidos de serpentinas, papeles
de celofán, figuras de lata.
Ya en la escuela tres campanadas nos reúnen en el
patio donde se pasa revisión, para ver si portamos un pañuelo limpio en el
bolsillo.
O para ver si tenemos recortadas las uñas. Y si es
adecuado el corte de pelo, propio de un escolar que se respete y respete a los
demás y a su escuela.
O para ver si tenemos bien amarrados los zapatos y
limpios los orificios de la nariz. Y si tenemos pegados todos los botones de la
camisa, del pantalón; y si están bien abrochados en sus ojales.
Alguien sale a declamar, otro a presentar una noticia,
otro a dar las notas del himno nacional en lo alto y al centro del corredor que
hace de tribuna.
3. El cielo añil
y sereno
Luego pasamos cantando a un salón humedecido por
grandes ramalazos de agua dejados caer en la tierra lisa y recién barrida.
El maestro ingresa saludando y nosotros también
saludamos poniéndonos de pie y hacemos sonar uno contra otro los tacos de los
zapatos, como si nos cuadráramos, diciendo:
– ¡Buenos días, maestro!
– ¡Buenos días, niños! –Contesta él–. Muchas gracias.
Tomen asiento.
Es casi al terminar la primera hora de la mañana
cuando escuchamos un alboroto que viene desde el filo del corredor más cercano:
– ¡Es un cometa!
– ¡O quizá es un satélite ruso!
– ¡O quizás es norteamericano!
– ¡Es un Ovni!
El maestro se acerca a la ventana. Observa afuera y
nos hace salir a todos en fila.
Al principio no divisamos nada en la inmensa esfera de
un azul intenso y límpido. Pero luego se hace nítido un trazo minúsculo de luz,
como una chispa bruñida en el cielo añil y sereno.
4. Al borde
de la inmensa esfera
Es el brillo extraño de la punta de un alfiler que
refulge nítido con el sol esplendente de la mañana nacarada en la inmensidad
del azur.
Está tan lejos que parece quieto y a ratos da la
impresión de avanzar a una altura a la cual no llegan ni las águilas ni los
cóndores.
– ¡Es un satélite de comunicaciones! –Murmura Villena,
aficionado a leer los periódicos–. Los rusos acaban de lanzar uno al espacio.
– ¡Es un cometa de la órbita solar! ¡Quizá el Halley
que está regresando y se puede chocar!
La noticia se esparce a las demás secciones que van
saliendo y formando grupos en el patio.
– ¿Qué es? –Preguntamos ya ansiosos a nuestro maestro.
– ¡Es un ave! –Afirma.
– ¿Un ave a esa altura?
¿Y viniendo desde lejos? Porque el trazo que sigue es
desde atrás del horizonte.
¿Y puede un ave dar la vuelta al mundo?
Desde el borde de la inmensa esfera del cielo se va
acercando lentamente.
5. Es un ave
grande y fuerte
– ¡Sí! Es ave, y puede ser un pato, que son aves que
se remontan a mucha altura para tener un vuelo largo y sostenido. –Se atreve a
elucubrar Manuel, el más aplicado en aprender las lecciones.
– Hace poco se escapó uno de mi casa. –Agrega César.
– Pero un pato al volar sacude las alas, –corrige
Francisco.
– O quizás es un cisne. –Arriesga el niño Porturas,
aficionado a leer cuentos de hadas.
– Los cisnes despliegan muy largas sus alas. Y,
además, nunca viajan solos sino en bandadas. –Señala Antuco, acomodando sus
lentes de sabelotodo.
– Será entonces un cóndor. –Supone otro.
– Pero el cóndor siempre es negro y no brilla. –Aduce
Gastañuadí que en la jalca de donde viene defiende a diario sus ovejas de los
cóndores que las acosan.
Nuestro profesor, al centro del círculo, con las
bastas del pantalón bien delineadas y con los zapatos que reflejan el sol y los
aleros de la escuela, escruta aquel punto entrecerrando los ojos.
Y con las manos haciendo visera aumenta tres
cualidades después de haber dicho que es un ave. Y luego a esas tres aumenta
otra, diciendo:
6. La escarcha
en sus alas
– ¡Es un ave grande, fuerte y de glorioso destino! Calla
un momento mirándola, para luego agregar–. ¡Y que viaja herida!
Esta aseveración nos conmueve, emociona y sobrecoge.
¿Tanto ve y sabe el maestro?
Como si presintieran algo extraño no revolotean las
golondrinas que a diario tejen enredaderas en torno a la campana.
Los gorriones que saltan del jardín a los tejados han
desparecido.
Han enmudecido también los ladridos de los perros, como
el cacareo de las gallinas y el rebuzno lejano de los jumentos.
Todos los seres parecen hallarse sobrecogidos.
– ¡Entonces será un guanay! –Aduce César, que ha
estado en Chimbote.
Pero todos recordarnos en nuestros libros el pico
largo y el cuerpo enjuto del guanay.
– Pero, además, ¿cómo explicar el brillo de esas alas?
– Puede ser la escarcha del hielo por las noches
heladas y que se han pegado en sus alas. ¡Y que las hacen brillar! –Agrega,
como si delirara, hablando consigo mismo.
7. Viene
del mar
A mitad de la mañana aquel brillo está exactamente
sobre nuestras cabezas, en el cenit del cielo.
Alguien ha traído un catalejo y es allí donde,
pasándonos de mano en mano y por turnos, observamos con el aliento detenido en
nuestros pechos.
Ciertamente es un ave, y tanto que podemos ver su
vuelo trabajoso.
Podemos incluso ver que una de sus patas cuelga
dificultosamente.
Pero aun así, lleva erguida la cabeza. Y su vuelo es
parejo.
Los demás alumnos se acercan a nuestro grupo.
– ¿Qué es, profesor? –Preguntan ansiosos.
– ¡Es un albatros! –Dice por fin el maestro.
– ¿Un albatros? ¿Y de dónde viene?
– Viene del mar y va hacia el mar.
– ¿Viene del mar?
¿Y va hacia el mar?
– ¿Y puede un pájaro llegar hasta aquí volando desde
el mar?
8. Y va
hacia el mar
¿Del mar? ¿Del que solo alcanzamos a Imaginar que es
una línea azul en un horizonte mágico? ¡Algo infinitamente grande y distante!
¿Con ciudades a sus orillas que sólo conocemos por las
etiquetas de los productos que llegan a las tiendas?
¡Caramelos de menta! ¡Aceite de bacalao! ¡Gaseosas de
Trujillo!
Enseres traídos por camiones que durante semanas se atascan
en los caminos.
¿Y va hacia el mar? ¿Al Océano Pacífico, viniendo del
Océano Atlántico?
¿Hacia esos confines tantas veces repasados en
nuestros cuadernos de historia y geografía?
¡Los viajes de Colón dibujados con líneas, puntos y
cruces! ¡Trazados de surcos, que ya jamás se cierran, señalando la ruta de las
tres carabelas!
El último –¡oh infortunio!– cargado de grilletes y
cadenas. Y cubierto de harapos e ignominia el Gran Almirante.
– Es un albatros que vuela herido. –Concluye el
maestro.
9. Saludo
al nauta
– ¿Y desde cuándo está volando?
– Desde hace varias semanas. O tal vez meses.
– Quiere decir que: ¿No come? ¿No bebe agua? ¿No
duerme?
– Y: ¿El hambre? Y, ¿la sed? Y, ¿el frío?
Una emoción profunda invade nuestros corazones.
Los cuerpos tensos, con los ojos entrecerrados por el
sol implacable y nuestras pequeñas manos alzadas a la altura de nuestras
frentes, las convertimos calladamente en un saludo de pequeños soldados al
nauta portentoso.
¿Qué paisajes sus ojos divisan hacía abajo?
¿Qué roquedales de pavor y de miedo soporta al cruzar
su pecho por los abismos?
¿Qué noches intrincadas soporta?
¿Qué soles inclementes?
Unas lágrimas de valor y coraje se deslizan por
nuestras mejillas tersas, nuestros pómulos curtidos y nuestros mentones
temblorosos vibran llenos de una emoción profunda.
10. Cruzar
el cielo de Santiago
Alguien alcanza a gritar su entusiasmo alentándolo y
todos al unísono repetimos alcanzándole desde la tierra nuestro aliento unánime:
– ¡Vuela amigo!
– ¡Vuela!
– ¡No decaigas! ¡No te dejes vencer!
Y en nuestros corazones le musitamos:
¡Surca el aire! ¡Surca el cielo! ¡Vence el sueño! ¡No
te arredre la tormenta, ni la tristeza, ni el dolor!
– ¡Llegarás al mar! –Grita uno.
– ¡Llegarás al mar! –Repetimos todos.
Al crepúsculo nuestros ojos apenas lo encuentran en el
horizonte. Es un leve fulgor en la noche desalmada que cubre el universo.
Imaginamos su mirada vigilante, sus alas doblegando
distancias, sus latidos golpeando intensamente la noche y rompiendo el cierzo
de que se cubre el firmamento.
Al volver y cerrar la portada de nuestra casa, los
goznes chirrían con una leve señal en las sombras.
Y en nuestros sueños el albatros vuelve a cruzar el
cielo infinito de Santiago de Chuco.
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