Danilo Sánchez Lihón
1. Nadie
lo quería escribir
–
Don Abelardo, nadie ya discute que usted es el iniciador de la marinera
en el Perú, que usted escribió la primera marinera que es La
Concheperla, y hasta le puso nombre a este género musical. Pero también
se refiere que usted captó esos nuevos ritmos que surgían en ese trance
histórico de defender lo nuestro de la codicia e insania de Chile en la
Guerra del Pacífico, y que tuvo muchas dificultades para perennizar la
nueva cadencia en la partitura musical que usted se afanó en que se
pusiera, y que no había manera de hacerlo porque nadie lo quería asumir.
–
Es cierto. La única manera de registrar ese nuevo efluvio o resonancia
en relación a los ritmos anteriores como la zamacueca, el panalivio, la
sanguaraña o la mozamala, que han quedado como ritmos diferentes, pensé
que era garantizando su conservación y vigencia, registrándolos en
partituras, para que no desapareciera al paso de los años, ni se diluya
esa inspiración surgida del dolor y el quebranto, pero a la vez de
intenso vigor y esperanza, que se sentía en la nueva forma musical donde
esos elementos estaban contenidos. Pero nadie lo quería escribir, todos
estaban ocupados en defenderse del agresor y en salvar lo que se podía
salvar. Recurrí a Carcelén, a Morales y Arredondo. Todos me miraban y
después de escucharme me decían que no tenían tiempo. Pero hubo algunos
más francos que me dijeron que la guerra que habíamos perdido nos
enseñaba una lección, cuál es: que debíamos aprender: ser más
occidentales y hasta más europeos, apostando por la música clásica, a la
que consideraban culta. Creían con sinceridad que, si escribían la
partitura de esta música ligada al pueblo llano, al pueblo sufrido, que
es el que verdaderamente luchó, pero al que cuesta reconocerle méritos,
volveríamos al atraso; y ellos perderían prestigio. Y yo andaba por
dicha razón acongojado.
2. La fe
en todo
– Y, ¿entonces qué hizo, o qué sucedió?
–
El año 1883 leo una nota en el periódico donde se anuncia un concierto,
con el nombre de una artista para mi desconocida. ¡Primera vez que yo
escuchaba ese nombre! Tuve una corazonada y fui al Teatro Forero y mi
sorpresa fue mayúscula, al principio un poco frustrante debo confesar.
¡Porque el concierto ¡lo daba una niña! Me quedé ahí casi a
regañadientes. Empezó la función, y fue un deslumbramiento. ¡Qué
prodigio! Era además una niña encantadora, bellísima. Estábamos en el
vórtice del holocausto, o apenas saliendo de él, y para mí fue una
revelación de que nuestro pueblo era inextinguible, surgía un Ave Fénix
de entre las cenizas. ¡Qué pueblo para inmenso y supremo el nuestro! No
le miento que tuve que salir varias veces del teatro no solo a enjugar
mi llanto y desaparecer el rastro de las lágrimas que inundaban mis ojos
y corrían inatajables por mis mejillas, sino a llorar de veras con
gemidos. ¡Una niña a quien ver y escuchar nos salvaba de todas las
infamias y derrotas! Creo que después del concierto me quedé clavado en
mi asiento por largo rato, sin querer retirarme, esperando además que
todos se fueran porque yo lloraba a lágrima viva. No había llorado en
mucho tiempo así que me alivió desahogarme en ese salón vacío y silente,
porque sepa usted que yo estaba anegado de rabia, de rencor y de cólera
por un enemigo abyecto y todo lo adverso que nos había ocurrido. Todo
tan cruel y tan despiadado e injusto, que muchas veces yo me pregunté:
¿Dónde está Dios? Sentía que mi corazón estaba encharcado de
frustración, de desencanto y odio hirviente. Y esa noche al escuchar a
esa niña yo quise llorar a rienda suelta. Y así lo hice. Pero lloré esta
vez de gratitud. Porque esto me devolvía la fe en todo. Fue para mí un
milagro.
3. Y fue
asombroso
–
Don Abelardo, llore nomás, sin recelos. Conmigo no tenga escrúpulo en
llorar otra vez, dado que yo lloro también con usted. Porque creo que
después de nuestra sangre lo más precioso que podemos ofrendar a las
causas nobles de la vida, y a los demás, es nuestras lágrimas.
–
Discúlpeme, discúlpeme. Yo creía que ya había llorado lo suficiente,
pero veo que es inagotable este sentimiento. Pero el recuerdo de esa
niña me conmueve sobremanera, porque yo pensé que ya todo estaba
perdido. Y después de escucharla me di cuenta que habíamos nacido de
nuevo y éramos de a verdad eternos. Ahí me quedé. Y aconteció que cuando
yo pensé que ya nadie había en el teatro, que todos se habían ido, ella
estaba ahí en el escenario, sentada en el piano al cual apenas
alcanzaba y desde donde me observaba. Hasta allí me vio avanzar
tambaleante. ¿Cómo ella me había ubicado y distinguido? Todo esto es un
milagro y un prodigio. Había pedido que todos la esperasen en el
camerino. Y me estaba esperando. Yo me acerqué y no sé qué le dije, pero
lo único que sí recuerdo, y estoy consciente de ello, es que empecé a
canturrearle la Concheperla, la Marinera que nadie había querido
escribir en el pentagrama. Y esa niña allí mismo, en el escenario vacío
en donde había actuado esa noche apoteósica, mientras me escuchaba, la
fue interpretando en el piano en donde estaba sentada, en pleno teatro a
esa hora ya desolado. La Marinera tenía letra mía y melodía de José
Alvarado, de “Alvaradito” como le decíamos. Y fue asombroso, cómo esa
niña, que era un ángel de belleza, la fue dando forma en el piano.
4. Todos
los sones
Yo
estaba lloroso y creo que ella lo pudo notar. Yo era un hombre viejo y
sentía como si estuviera junto, o frente, a un ser divino, ante mi
madre, o ante la patria resucitada, ante esa niña prodigio. Y ella,
mientras la interpretaba me dijo:
– ¡Es preciosa!
– ¿La considera así?
– ¡Por supuesto!
Y
la interpretó tan igual a como ahora se lo entona y se lo canta. Y que
incluso ha sido convertida en sinfonía internacional, sin que le falte
ni una sola nota de las que le puso Alvaradito, y de las que le puso
ella esa noche, y de la letra que es mía.
– ¡Tremendo!
–
Yo nunca había llamado antes de “usted” a una niña, o a un niño. Y creo
que ella se dio cuenta, porque sonrió, con una sonrisa tierna,
protectora y hasta compasiva.
– Temo que se pierda esta música, –le dije–, porque nadie la ha querido escribir en el pentagrama, hasta ahora.
– ¡Yo la escribiré!
– ¡Qué! –Dije–. ¿Sabe usted escribir en pentagrama? –Le pregunté lleno de asombro, pero más de miedo.
5. Ante
esa niña
– Sí, claro. –Me respondió. Y lo hizo con un gesto aún de más comprensión hacia mí.
¡Acabábamos
de perderlo todo en el Perú y esa niña allí representaba que el Perú
recién nacía! Esa noche el amanecer me encontró recorriendo calles y
calles que nunca había recorrido antes, considerando que dormir esa
noche hubiera sido un acto sacrílego y de lesa traición.
– ¡Increíble!
–
Pasados los años quiero decirle en mi descargo que yo me considero un
hombre duro, incluso arisco. A los más poderosos les he fustigado hasta
ponerlos entre la espada y la pared. ¡Y hasta de rodillas! Porque lo más
nefasto que nos ha pasado lo debemos a la oligarquía, hecho que decirlo
en la misma casa de los poderosos me ha costado deportaciones y he
tenido atentados en contra de mi vida. ¡Y he sostenido duelos a muerte,
con espada y con pistola! Pero ante esa niña todos mis esquemas se
desmoronaron.
–
Pero, ¿cuánto me costarán las partituras? –Le dije, ya sin querer
ocultar nada, convertido yo en un pequeño y ella en una reina. Y era a
fin de asegurarme que lo poco que tenía me alcanzaría para pagarle.
– ¡Nada! –Me dijo.
– ¿Cómo?
– ¡Nada!
6. Y fue
ella
– ¿Qué? ¿Nada?
–
Cobrar sería como si mis padres hubieran tenido que pagar para que yo
nazca, ¿no le parece? –Le escuché decir, haciendo una comparación que no
entendí en ese momento. Y lo dijo recogiendo los papeles que había
interpretado.
– ¿Y para cuándo la tendrá escrita? –Todavía le pregunto, pensando que me iba a decir un mes, o dos, o tres.
– Para mañana. ¡Venga a mi casa, mañana!
– Me quedé lelo y casi me caigo. Al siguiente día ya tenía las partituras escritas. ¡Oh asombro!
– ¡Qué maravilla!
Y
allí pude conocer recién a sus padres. Y el lugar en donde ese portento
vivía y había nacido, quien sería después gloria de la música nacional
doña Rosa Mercedes Ayarza, a quien el Perú le debe tanto, porque ella ha
recopilado del olvido todos los sones del folclore nacional. Y a quien
se debe que no se perdiera la marinera con sus nuevos aires nacidos del
holocausto.
– ¡Llore no más, don Abelardo!
–
Y fue ella quien la interpretó por primera vez ya en su concierto del
año 1899, en que nos hizo un homenaje a mí como el autor de la letra, y a
José Alvarado como el autor de la melodía de La Concheperla, en ese
concierto que ella dio en el Teatro Municipal en abril del año 1899.
7. Pueblo
bendito
–
Don Abelardo, ¿quisiera hacer constar algo más en esta entrevista,
decirnos algo, quizá dejarnos algún mensaje en relación con el Perú y
nuestro pueblo?
–
Bueno, mire usted, hay tantas cosas que decir y que en momentos como
este se agolpan de tal modo que uno no atina a escoger una idea por
separado, ni qué asunto privilegiar y decirlo. Pero en realidad la mía
fue una generación que tuvo la desgracia de afrontar una guerra
declarada por un enemigo inicuo, infame y procaz. Una guerra tan cruel
que quien se afana de victorias en ella es un ser vil, canalla y
despreciable. Guerra para la cual no estábamos preparados y que vendría
de un país que considerábamos hermano.
– ¡Y se luchó, fieramente!
–
En cada hogar peruano se perdieron por los menos dos miembros íntimos y
directos de la familia, es decir, padre, hermano o hijo. Sin embargo,
nuestro pueblo pudo salir muy pronto a flote, con una grandeza
extraordinaria. Sufrimos derrotas tras derrotas y seguíamos luchando.
¿No es increíble? Y desde el periodismo las mías todas han sido
batallas. Me siento un guerrero permanente, que nunca arrió su bandera.
Uno de los periódicos que fundé se llamó precisamente Bandera del Norte.
Creo firmemente que nuestros baluartes son la educación y la moral. Me
siento orgulloso de haber ayudado en algo a que la Marinera se
consolide. Finalmente quiero decir que el nuestro es un pueblo bendito
que extrae de lo más amargo lo más sabio, dulce y sublime. Y que el Perú
es indestructible, y eterno. Muchas gracias.
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