Danilo Sánchez Lihón
1. Sin angustias
ni sobresaltos
Don
Baldomero Vásquez, amigo de mi abuelo Desiderio, al ver salir a quien
sería mi padre al corredor del patio de la casa en donde se encontraba
de visita, dirigiéndose al jovencito, le dijo:
– Felicitaciones, niño. Qué bien tocas la guitarra. Lo haces como el mejor de los artistas.
Lo
dijo sin saber que esas palabras iban a provocar la más violenta de las
tempestades y borrascas en el corazón de mi abuelo y del joven quien
sería después mi padre. Y, ¿por qué sucedía así? Porque le había
prohibido total, expresa y terminantemente que siguiera practicando la
guitarra en ocasión de haberlo encontrado un día pulsando ese
instrumento, que no sabía quién lo había prestado.
Y
quiso cortar de modo drástico esta afición porque consideraba que no
hay músico que no sea un borrachín, mujeriego y trasnochador. Y hasta un
vago sin trabajo, quien anda de fiesta en fiesta y de jarana en jarana,
perdiendo todas las oportunidades de ser persona de bien, de llegar a
ser profesionales, de tener empleo y un hogar digno y seguro, y de criar
a sus hijos bajo un buen ejemplo; sin angustias, vergüenzas ni
sobresaltos.
2. Tempestad
de todos modos
Lo
prohibió de manera tajante, para evitar que su vida no se vuelva una
desgracia y una perdición para su familia. También un calvario para
quien será tu mujer y tus hijos, cuando los tengas algún día, le dijo, y
bien claro.
Por
eso, al escuchar la felicitación de don Baldomero quien sería mi padre
tembló de miedo y pavor. Pero, más que temer a una reprimenda, o bien
ser expulsado de la casa, algo peor le estremecía: que la prohibición
fuera tan drástica que nunca más volviera a pulsar una guitarra.
–
¿Así, no? –Expresó mi abuelo mascullando las palabras que le salieron
después de un buen rato, lo cual era una pésima señal, de que no había
dudas de que estaba conteniéndose.
Y
la impresión que alcanzó a tener su voz hizo voltear a su amigo, quien
tuvo que mirarlo a fin de ver qué calamidad estaba por suceder.
Al
observar la coloración de su rostro recién comprendió el tremendo lío
en el cual había puesto al chico. Y el abismo en el cual había metido a
mi propio abuelo, por la decisión que tenía que tomar a partir de ese
momento y en ese instante, cuál era botarlo de la casa.
3. Para salvar
alguna vida
La
tempestad de todos modos ya estaba desatada. Y aún, más nubes
tenebrosas se apelotonaban en lo alto, revolviéndose agitadas en el
cielo antes azulino y sobre los campos aún sembrados de flores.
Nunca
mi abuelo imaginó un desacato de parte de ese hijo suyo, a quien
consideraba un dechado de virtudes, juicioso, atinado y cauto. Y ejemplo
para sus demás hermanos.
De
este hijo andaba orgulloso ante todos, por su seriedad y compostura. Y
porque de todo salía airoso. A quien consideraba su sostén, garantía de
su vejez, y su lámpara encendida cuando viniera el anochecer. ¿Pero que
ese hijo le fuera desleal?
–
¡Bien! –Dijo después de un largo rato, en que ni su amigo osó
intervenir ni siquiera con un gesto. Él también, don Baldomero, guardaba
tenso silencio, sabiendo que sin querer había provocado que dos
destinos en ese minuto tengan que quebrarse y dividirse para siempre.
–
¡Bueno pues! –Se le volvió a oír decir, costándole que las palabras
salieran naturales de su boca–. ¡Entonces, vamos a ver! ¡Quiero oírte
tocar en este instante! –Fue la decisión inesperada. Y lo dijo sin
mirarlo.
Allí
fue que el propio Baldomero avizoró una luz en el túnel, en ese paso
intrincado y abismal. Un fósforo en esa noche ya tenebrosa.
4. Tampoco
quiso afinarla
Y
él mismo don Baldomero fue corriendo a traer una guitarra. Para ello
miró en la calle todas las puertas y atinó ir a la que estaba
entreabierta. Era la de don Juan Rojas, El Macarano.
– ¡Qué pasa! –Le dijo al verlo pálido y agitado como si la vida se le estuviera escapando.
– ¡Présteme, don Juan, su guitarra!
Este
al verlo y escuchar el pedido, supo que la guitarra no era para ser
tocada, sino para salvar alguna vida humana que en ese instante estaba
en peligro. Por esa razón, sin preguntar nada, fue corriendo, la
descolgó y la entregó, tal como estaba. Mientras, aquel que sería mi
padre, tenía los ojos y los pies petrificados en el corredor, sin que su
progenitor se dignase ni siquiera murmurar algo ni decir nada.
– Toca desde ahí, desde el umbral, bajo el alero, sin acercarte. –Dijo.
Con
eso trazaba una raya imaginaria de la separación definitiva y en el
suelo, y que fue justo cuando mi padre quiso dar unos pasos, buscar una
silla, adoptando alguna posición cómoda que le permitiera manejar el
instrumento con cierta soltura. Pero mi abuelo delineó las cosas así
para ya no involucrarse con ese hijo. Y para que no le doliera mucho la
decisión que ya había tomado y solo faltaba decirla. El joven tuvo
entonces que sentarse en la piedra del umbral de la puerta con la
guitarra en sus brazos. Queriendo también dejarse llevar por la
fatalidad, tampoco quiso mi padre afinar la guitarra. Y la tocó, así
como estaba.
5. Un adiós
irreparable
Bordoneó
entre la quinta y sexta cuerda. Y la pulsó como él ya sabía hacerlo,
que era haciendo temblar las cuerdas con las yemas de los dedos,
oprimiéndolas en el diapasón con un movimiento de agonía, como yo no he
visto a nadie que sepa hacerlo jamás. La pulsaba como si le apretara el
corazón a alguien, como si le cortara la respiración y le apretujara las
venas.
Así
hacía que la cuerda se retuerce y lastime en el alma, quedando
aprisionada bajo la sangre viva de sus arterias, de su pulso y de su
aliento y de sus nervios, apenas balanceándose para bien morir bajo ese
movimiento absoluto, ineluctable, letal; en donde ya no la guitarra sino
la vida gime, grita y solloza.
Baldomero
Vásquez se había quedado de pie en el patio, queriendo salvar de algún
modo a ese adolescente que se había suicidado mucho antes con el
desacato. Y sin querer lo había ayudado a sepultarse.
Tocó
mi padre primero “El indio llora”, resumiendo los siglos de dolor,
expolio y aniquilamiento de toda una raza. Y lo hizo como una despedida,
como diciéndole a su padre adiós irreparablemente, porque sabía que la
desobediencia era castigada de modo inexcusable. Y lo tocó como una agonía.
Había
visto que por causas menores habían salido expulsados para siempre de
la casa su hermano menor Baltasar, quien tuvo que emigrar a Trujillo
sólo por hacer un gesto de enojo a sus dictámenes. Y otros hermanos por
faltas menores ya estaban lejos. En realidad, nadie había sido
perdonado.
6. En la misma
casa
El
joven a continuación tocó “Vírgenes del Sol”, y lo hizo sublimando todo
lo sufrido, elevando el alma en una suerte de alivio y paz, queriendo
que en la vida todo sea perdonado. Y después, tocando y cantando con voz
quebrada interpretó: “Llora, llora corazón”. Mi abuelo que estaba en la
sombra no pudo disimular sus lágrimas. Le corrían por las mejillas sin
atreverse a sacar su pañuelo y enjugarlas. Como tampoco avanzó a abrazar
a su hijo. Fue mi padre el que lo hizo, apoyándose en su hombro y
diciéndole.
– ¡Adiós, padre! Te he desobedecido.
Y mi abuelo solo alcanzó a decirle:
- Quédate, hijo.
Estaba
arrepentido de la decisión que ya había tomado de antemano, quizá hacía
ya muchos años atrás. Y era más bien como si ahora lo recibiera de
regreso a casa. Mi padre después de aquel suceso quedó libre para ser
músico. Nunca lo vi tomar un vaso de licor ni de vino, ni de ron, ni de
cerveza. Integró como el más joven de sus miembros el plantel del Orfeón
Leandro Albiña, siendo el más tierno de sus integrantes. Después fundó
su propia orquesta de cuerdas a la que puso por nombre “Ollantay” porque
se prendó de Cusi Coyllur y él era el protagonista de aquella gesta
incaica.
7. En el umbral
bajo el alero
Hoy
día esa orquesta ensaya en la sala, en la misma casa donde don Danilo
protagonizó la historia que he contado. En el umbral y bajo el alero
desde donde estuvo a punto de ser expatriado de Santiago de Chuco, de
esta tierra que él jamás dejó. Mi padre, así como a la guitarra le
extraía quejumbres y gemidos a la mandolina y al violín. Y lo hizo
tocando incluso en las misas solemnes de la iglesia. Y de continuo en la
casa, cuando ensayaba a solas.
Ahora
cuando la gente pasa por la calle dice que lo escucha. Y hasta refieren
que se asoman a mirar hacia adentro de la puerta de la sala. Y en las
leyendas que se tejen acerca de él, describen que al pasar ven que el
violín se toca solo. Porque a él lo ven, así relatan: con los ojos
cerrados y profundamente dormido sentado en el umbral donde casi le
costara la expatriación el ser músico. Pensando seguramente en lo que le
dijo mi abuelo aquella vez en que se jugó entero su destino:
– ¡Toca ahí, en el umbral, bajo el alero!
Por
eso, a estas actividades de revivir la orquesta Ollantay” en la sala de
nuestra casa, y que dirigió mi padre, la llamamos ahora de ese modo:
“Música en el umbral, bajo el alero”. Y lo hacemos cada vez que vamos
con Capulí, Vallejo y su Tierra.
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