Danilo Sánchez Lihón
La mejor alabanza
que puede hacerse de un hombre
es compararlo a un niño.
Constancio C. Vigil
El niño es un amor
hecho visible.
Novalis
1. Centro
del hombre
Ser
niño no se reduce y limita a una edad. Ni a tener y no sobrepasar, unos
cuantos años en el calendario temporal en el desarrollo humano.
La infancia no queda confinada a una etapa de la vida, ni al período inicial en el transcurso vital de una persona.
Ser niño es un estado de alma de la vida humana. Y la infancia es la esencia del espíritu del universo.
Las diferentes épocas vividas de manera auténtica no son sino diversas instancias de lo que es niñez.
Ser niño no tiene una ubicación etaria. Es el centro, la esencia e identidad del mundo. Es lo inherente a él, e innato a su ser.
Ser
adulto es ser adulterado, falso, sin centro. Es haber perdido la
sencillez, la llaneza y la inocencia que es gracia y es encanto.
La
niñez es nuestra verdadera patria; es la patria universal. La patria de
todos los hombres. Es la raíz y el meollo de lo que efectivamente
somos.
2. En ella cabe
todo lo esencial
Ser niño es lo ínsito, fundamental y consustancial al ser del hombre, pero también de todo lo creado.
Es punto de origen y de arribo, hontanal de donde mana y hacia dónde llega el agua prima y nueva de toda fundación.
No hay edad en el ser humano que a la vez sea tan honda, densa y llena de abismos y misterios.
Ninguna más llena de preguntas que no acaban, no se agotan ni jamás concluyen.
Ninguna época más tenue y magna, íntima y cósmica, enfrentada a arcanos y absolutos totales.
Ninguna edad cuestiona tanto al destino indescifrable como la infancia, que es la edad perenne del mundo y de la vida.
En ella cabe todo lo esencial: lo más terso y arduo, lo más tierno y en su candor violento.
Donde, tras unas imágenes inocentes, se anuncian y avizoran los hondos enigmas del alma.
3. Un estado
de gracia
Es también la edad más henchida de embrujo, magia e ilusión.
No
hay algo mayor o supremo que aquellos contenidos y significados que
podemos vivenciar, tejer y destejer en el telar de la fascinación, que
es la infancia
Reino no perdido irreparablemente sino vivo en el fondo de nuestra alma atribulada. ¡Ese sí verdadero reino!
Afortunadamente,
son fuentes y manantiales no situados en el pasado sino perennemente
presentes y principalmente con sus caudales más colmados hacia el
porvenir.
En
ese futuro hacen sus puertos, sus muelles, malecones y dársenas. Y que
elevan sus torres y extienden sus espigones hacia lo más entrañable del
hombre.
Es
la infancia un estado de gracia, una manera sublime de vivir y una
cometa culminante a la cual es posible elevarse, aspirar y asumir al
morir.
La
infancia es una larga construcción natural y vital. Y no solo el hombre
la tiene sino la naturaleza, el mundo y el cosmos y viven cada día en
ella para renovarse y revivir.
4. Se llega
a un aserto
Toda utopía se gesta en el anhelo de ver la infancia recuperada. Y por eso toda utopía es posible, legítima y moral.
De
allí que la infancia sea rito, ceremonia y celebración, con la cual
como en ninguna otra oportunidad, estamos más cerca de lo sagrado.
De allí también que el niño aparece en el mundo al inicio, pero también reciente y tardíamente.
De allí que su presencia se recupere poco a poco, primero en los mitos, como Cupido el flechero y dios del amor.
De allí que se lo vea venir siempre como una presencia legendaria, lo que nos muestra que el niño tiene un origen imaginario.
Con
lo cual se llega a un aserto, cuál es que la imaginación sí los capta y
reconoce; pero no la razón, y ni siquiera la emoción.
Por eso, cuando más cerca estamos de la inmortalidad es en la infancia.
5. Utopía
por aproximar
En contra de lo que pareciera, no se la vive de modo inevitable. Tampoco de manera consciente.
O es la sabiduría de lo inconsciente con rostro de ingenuidad que en el fondo es virtud.
Es legítima educación, que empieza miles de años antes de que el niño nazca.
Es una larga travesía, una ardua tarea y laboriosidad, como una misión apasionada.
Es más horizonte de llegada que punto de partida. Está lejos, al fondo y más allá del infinito.
Es un mundo por construir de modo continuo y en esfuerzo incesante.
Es un universo por conquistar y una utopía por aproximar a nuestras vidas titubeantes.
Porque infancia no es pasado sino futuro. Es esencia del hombre y del mundo que cada día hay que reencontrar.
6. Estrella
rutilante
Es una decantación del alma a la cual nunca se terminará de amarar en ningún puerto.
Porque sería pretender agotar toda la experiencia humana en lo que ella tiene de gloria, maravilla y epifanía.
La infancia es un ideal de plena inocencia; de colmada y bendita felicidad, de adoración total.
Jesús la definió en el Evangelio al explicar que ¡quienes no se hagan niños no entrarán en el reino de los cielos!
Así, dejó dicho que ella es una ascensión, una estrella rutilante titilando en el horizonte al amanecer y a la cual hay que ir.
Hagamos entonces una sociedad de infancia libre, diáfana y candorosa.
Hagamos
una sociedad como es el niño: transparente, confiada, inocente. Como el
niño que es un ser que cree. Y que vive con alegría.
7. Ante el niño
y ante Dios
Y
sintonizar con la vida del niño no significa empequeñecerse o hacerse
trivial, ni retornar a una edad sino reencontrarnos con lo mejor de lo
que somos.
No
se desciende para encontrar al niño, sino que se asciende hacia las
altas montañas. Porque la infancia es una constante aspiración y un fin
en sí mismo.
No nos agachamos o inclinamos para estar a su nivel, sino que nos empinamos, erigimos y encumbramos para quedar a su altura.
Quizá nos confunda el gesto físico de doblar la rodilla, de encogernos para hablarle y brindarle cariño.
Pero es el mismo gesto y genuflexión que hacemos cuando nos dirigimos o queremos estar con Dios.
Es la misma prosternación de cuando oramos.
Ante
el niño y ante Dios bajamos la cabeza, doblamos el espinazo, apoyamos
la rodilla en el suelo y balbuceamos contritos o ilusionados una
plegaria de fe.
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