Danilo Sánchez Lihón
1. Coronas
de flores
Cuando mi padre el maestro de escuela Danilo Sánchez
Gamboa murió, el cortejo fúnebre que acompañó hasta el cementerio era una columna
compacta e interminable de alumnos y maestros de todos los centros educativos
del pueblo, desfilando en silencio detrás de sus estandartes, que llevaban
prendidos en sus astas con crespones negros.
Desde Lima fuimos sus once hijos con nuestra madre a darle
cristiana sepultura, porque él nunca quiso dejar su tierra ni nosotros pudimos
arrancarlo de su heredad, aferrándose a su lar nativo como las raíces de los
robles a las rocas donde crecen.
Cuenta la gente que murió tocando su violín en su aula
de clases. Había cumplido 46 años de servicios continuos en la misma escuela
que nunca quiso dejar, siendo que a partir de los 30 años pudo haberse retirado
y ganar ese mismo sueldo pero descansando en su casa. Quizá por eso, el cortejo
fúnebre era de varias cuadras de personas apenadas de toda condición que
caminaban silenciosas, solemnes y compungidas. Fue en mayo y la naturaleza
hacía que el suelo que lo iba a acoger fuera un huerto, un vergel y un lecho
primoroso.
Después de ver que se arrojaba palana tras palana de
tierra humedecida que caía sobre su cajón reluciente, que fue desapareciendo a
nuestra vista, y luego de colocar la cruz sobre el túmulo donde quedaron
colgadas las coronas de flores, las comitivas de personas se fueron retirando;
pero yo quise quedarme a solas, transido y cuantas horas fueran para llorar
libre y a los cuatro vientos allí en el panteón.
2. Las cumbres
lejanas
El crepúsculo era de una belleza increíble y sorprendente.
Mamá y mis hermanos fueron los últimos en salir y volteaban a cada momento
llamándome y tratando de esperarme. El cementerio quedó vacío y la tarde moría
espléndida perfilando sus amatistas y oros en las cumbres translúcidas de las colinas
de Conra, y sus verdes dorados en los maíces, trigales y alfalfares de Yamanate
y de todo el contorno.
Recostado y casi escondido en un viejo muro de piedra,
entre nichos y plantas silvestres, se desbordaron libremente mis lágrimas y mi
pena se ahogó en sollozos. Desde ahí veía ya lejos, por el vidrio de mis
lágrimas, a mi madre y a mis hermanos, que se habían cansado de llamarme, en su
lento caminar de regreso al pueblo, y a estar otra vez reunidos y desolados en
nuestra casa.
Yo me consolaba mirando el perfil de los cerros y las
cumbres lejanas, engarzadas de topacios, zafiros y diamantes, cuando sentí la
presencia de Rosita, mi hermana, que no quiso dejarme solo y había caminado a
escondidas, haciendo un rodeo para que no la viera. Se sentó a mi lado y me
abrazó en silencio.
Estando así los dos sentimos que levemente se rompían
unos rastrojos y caían algunas piedrecitas sobre las hojas. Y nos quedamos
escuchando.
– Mira. ¡Mira! –Me dijo susurrando.
3. Montaraces
y silvestres
Cuando de repente vimos que de los muros surgían unas
cabecitas y después unos cuerpos que espiaban a uno y otro lado para que nadie
los viera, como duendes de las cercas. Y empezaron a saltar hacia adentro del
panteón, sin querer entrar por la puerta, para que nadie los viera. Era una parvada
de chiquillos desarrapados, humildes e indigentes, como se podía deducir por la
ropa que llevaban puesta; las niñas con faldas de percala y franela.
Eran diez, quince, veinte y, al final, como treinta
niños y niñas que tenían –¡no lo podía creer!– ¡hatos de flores en las manos!
Rosas, geranios, claveles, margaritas, malvas y hasta mostazas, que seguramente
habían recogido del campo, esperando escondidos la hora en que toda la multitud
de gente se fuera, para ellos entrar y rendir su devoción y homenaje a alguien.
¿A quién? ¡No lo podía creer! ¡Era a mi padre que acababa de ser enterrado!
Era una escena preciosa y conmovedora, como si fuera
una bandada de pajarillos montaraces y silvestres que revoloteaban en torno a
la tumba recién abultada por la tierra floja y parda que se había hinchado y
hecho un montículo. Esos niños habían esperado escondidos hacia un costado del
cementerio, para subir por la pirca ayudándose entre ellos. Y probablemente
lastimándose.
Pronto vimos que con sus manos empezaron a revolver la
tierra haciendo huecos, acequias, canales; suavizando los terrones de encima. Y
otros escarbando por los costados de la tumba.
4. Algarabía
de chiquillos
¡No eran entonces ramos de flores, sino plantas
cargadas de capullos pero con sus raíces que empezaron a sembrar!, haciendo un
cerco y trazando figuras como una flor con sus pétalos. Y las regaban con el
agua que habían traído en botellas y recipientes de plástico.
Me conmovió tanto ver aquello que sentí un infinito
consuelo, ya que si era así y de ese modo ¡aquel maestro estaba definitivamente
salvado! Y en paz consigo mismo, en el lugar donde él estuviera.
Se esfumó entonces la horrible pena que me afligía de
haberlo todos nosotros dejado solo, porque si alguien es capaz de producir esa
adhesión sincera, oculta y espontánea de seres tan tiernos y desprovistos de
toda formalidad, como hombre entonces había cumplido con un destino superior
sobre la faz de la tierra y estaría definitivamente salvado.
Sentí, por primera vez, en muchos y prolongados días
de pesar, honda y hasta feliz serenidad. Y supe en ese momento que él estaba
contento, dos o tres metros más abajo en el suelo; o arriba, muy lejos, en el
firmamento.
En el cielo adonde había viajado, o en el fondo
conmovedor de las almas de aquella algarabía de chiquillos que ahí, en ese
momento, yo presenciaba. Se me aclararon entonces los ojos, enjugué mis
lágrimas y salí a agradecerles.
5. Para
eso
– ¡Hola, niños! –Dije, cuando avancé hacia ellos.
De inmediato, raudos y fugaces, igual que al
principio, se escuchó el mismo ruido de pajas que se quiebran, de piedrecillas
que golpean y el aleteo de los gorriones cuando asustados surcan el aire y
alzan el vuelo. Y desaparecieron por sobre los muros por donde habían entrado,
cual duendecillos huraños de las pircas, los bosques, los ríos y las praderas.
¿Entonces, quiénes eran?
No eran alumnos de su aula ni su escuela, porque todos
ellos habían asistido rigurosamente uniformados junto a sus profesores y los
habíamos visto desaparecer de regreso al pueblo, detrás de sus estandartes.
¡No había dura!, eran niños de la calle, aquellos que
no van a la escuela porque mendigan, muchos de ellos sin hogares, con quien él
sabía congeniar y consolaba cuando los hallaba tristes, donde quiera que los
encontrara.
A quienes lo primero que hacía era curarles las
heridas. Para eso sus ternos antes de buen corte, y él luciéndolos con la fina
estampa que tenía, se fueron abultando en los bolsillos, porque allí cargaba su
equipo para curar, como sus atavíos de maestro, principalmente tizas de
colores, pero igual, allí se podía localizar trompos, pajaritas de arcilla que
eran silbatos, y hasta boliches y guirguires.
6. Gorriones
asustadizos
Pero también cargaba allí sus implementos para hacer
música: su solfeador de notas, su traste para el diapasón de su guitarra, púas
de diferentes materiales y colores, cuerdas de distinto grosor y calibre, de la
primera a la sexta, para guitarra y mandolina.
Pero sobre todo cargaba allí un botiquín permanente,
compuesto de aseptil rojo, sulfanil, agua oxigenada, algodón, gasas,
esparadrapos. Y los utensilios para operar curando heridas donde quiera que
fuera, sobre todo pinzas y tijeras.
Su especialidad era extirpar verrugas, que son granos
ásperos y oscuros que crecen en las manos y brazos de los niños, que todos
temen por ser contagiosas. Él sabía cómo extirparlas, e iniciado el proceso
averiguaba dónde vivía o permanecía el niño e iba a buscarlo para culminar el
tratamiento.
Son ellos los gorriones asustadizos o pájaros fruteros
que hace un momento han escapado y estuvieron antes esperado que todos nos
fuéramos, para entrar por el cerco de piedras, las mujercitas portando
recipientes y botellas con agua para hacer el jardín que aquí han dejado como
un paraíso multicolor de flores.
Son ellos. Porque no hace mucho visitó a mi hermano
Juvenal, en el Hospital de Neoplásicas donde él es médico, un señor que le
habló de este modo:
7. Una niña
que vela
– Usted no me conoce, doctor, pero yo soy Mardonio de
Santiago de Chuco. ¿No se acordará usted? Yo recuerdo mucho a su papacito. Le
voy a contar algo, que usted no conoce. Yo era un niño pobre y de la calle. Un
día su papacito me vio por la plaza caminando sobre las piedras, sin zapatos.
Me cogió de la mano, hizo que me siente en la vereda, me limpió los pies con su
pañuelo y me hizo entrar a la tienda del señor Quezada y me compró los primeros
zapatos que yo usé en mi vida. Fíjese, ¡los compró fiados!, porque plata no
tenía, pero sí un corazón de oro, o de diamante. Porque ustedes, ¿cuántos eran,
o son?
– Somos once hermanos de padre y madre.
– ¡Ya ve! Y no le sobraba la plata, para criar a once
con el sueldo de maestro. Pero es que a él ¡jamás se le vio tomando un vaso de
cerveza! ¡Jamás! Esos zapatos los amiguitos de la calle quisieron quitármelos.
Y yo me puse a llorar. Me dijeron: A ver entonces dinos: ¡De dónde los has
robado! Y yo dije la verdad: ¡Me los ha comprado don Danilo! Cuando dije eso
todos callaron reverentes. Y dejaron de fastidiarme. Y respetaron mis zapatos.
Y, al contrario, lo cuidaban que no los pierda.
¡Era entonces esa parvada de niños!
Y quizá también por eso, siempre que volví a Santiago
de Chuco, y visité la tumba de mi padre, la encontré perennemente cubierta de
flores. Y se cuenta y dice la leyenda que al borde de su sepulcro hay siempre una
niña que vela.
*****
El texto anterior puede ser
reproducido, publicado y difundido
citando autor y fuente
Teléfonos: 420-3343 y 602-3988
dsanchezlihon@aol.com
danilosanchezlihon@gmail.com
Obras de Danilo Sánchez Lihón las puede solicitar
a:
Editorial San Marcos: ventas@editorialsanmarcos.com
Ediciones Capulí: capulivallejoysutierra@gmail.com
Ediciones Altazor: edicionesaltazo@yahoo.es