Danilo Sánchez Lihón
1. Frutos
de la tierra
En la escuela de mi pueblo en donde curso la Educación
Primaria hay compañeros de aula que venimos de la ciudad y otros del campo en
donde viven y que traen en su morral su fiambre que les servirá de almuerzo en
la pausa del mediodía, mientras esperan el horario de la tarde.
Fiambre que nos convidan y que frecuentemente lo
canjeamos en parte con panes o bizcochos, algunos de yema o chancay, o con
pasteles y empanadas que extraemos de nuestras casas y les llevamos.
Pero, ¿qué compone el fiambre de un estudiante del
campo, aparte de algo especial que por timidez no nos muestran? Salvo que a un
compañero se le atragante un huesillo en su garganta.
Entonces sabemos que han traído ¡truchas fritas! O un
costillar de cordero, o una pierna con su cadera ¡de rico cuy chactado!
2. Presunción
y deleite
Pero además su yantar de mediodía, que despilfarran
con nosotros, consiste en sabrosa cancha, escogida y tostada en callana con
cuchara de palo. La misma que se pasa a puñados entre carpeta y carpeta, manjar
que sabe a luz, a verdor, a viento, como a dulzura de lomas, quebradas y
puquiales.
Otra bolsa es de trigo tostado, ¡Y no cualquier trigo
sino el trigo centeno!, medio azulado y que antes –eso lo sabemos todos– ha
sido leche y miel. ¿Cuándo? ¡Cómo que cuándo! ¡Cuando aún está reventón en las
espigas! De allí que contenga ese sabor a ubre y a panal de miel cuando lo
masticamos soberbios y ufanos y entrecerrando los ojos.
Desde chiquillos ya sabemos arrojar un puñado volando
a la boca, sin que un solo grano golpee en los dientes o nos caiga en la cara. ¿Qué
cómo lo hacemos? No sé. El puñado entra justo golpeando suavemente la lengua y
el paladar para ser luego molido con presunción y deleite.
3. Ataviada
de amarillo
Una variante es la “pelona” que es un híbrido entre el
trigo y la cebada y que tiene la cáscara medio abierta y desflorada, no como el
trigo cuya envoltura es dura y lisa, con cáscara dorada, o de color cobre
cuando se lo tuesta.
Ni es tampoco como la cebada blanda y que termina en
puntas. La pelona es oblonga, con la camisa del pecho abierta, provocativa y
generosa en la entrega para ser comida.
Otro manjar que traen son las habas, que las hay de
diferentes clases. Constituyen un manjar aquellas provenientes de las chacras
de mi compañero de carpeta Javier Mendocilla, quien vive por las pampas de
Muycan.
Éstas son las “habas niñas”: redondas, pequeñas y con
su cáscara bien pegada a su pulpa, tanto que hay que romperla y luego pelarla con los dientes,
pero que abierta se ofrece suave, ataviada de amarillo “yema de huevo”.
4. En panca
de choclo
Las “habas niñas” son del tamaño de la uña del dedo
meñique, las que como su nombre lo indica nunca dejan de ser tiernas y suaves,
las cuales saborearlas es como probar el manjar que degustan los dioses en su
mesa.
Es decir: ¡una delicia! Es como coger los vestidos a
una niña en el juego, el rozar de nuestras manos o como el primer beso.
De otro temple y espíritu son las “habas verdes” que
las traen a veces envueltas en panca de choclo, porque éstas si son húmedas y
mojan en el morral los cuadernos haciendo festones en sus letras azules y rojas
y extendiendo afuera de sus bordes los colores de los mapas.
Comerlas es como engullirse un huerto con todos sus
árboles, frutos, flores y hasta acequias: es decir una mezcolanza de hojas,
greda, agua, y trinos.
5. Mantel
primoroso
¡Todo puede caber en el aroma y el sabor de las habas
verdes, y es tarea imposible, incluso para la poesía misma, describirlas!
Y las traen empapadas, rezumando agua bien sea de la
lluvia o bien sea de los manantiales y puquios.
De las otras, llamadas habas “tushas”, no hablaré aquí
porque más de una encía me ha sangrado por no resistir la tentación de trozar
su cáscara con los dientes aunque sea a
escondidas, con las cuales hay que padecer un poco por las aristas de su envoltura
que nos hincan con sus mil cuchillos.
Más bien, recordaré la harina de cebada, de trigo y
linaza –los tres productos del campo molidos juntos– que los traen envuelta en
un mantel primoroso enjuagado en el agua cristalina de algún arroyo.
6. Al sol
en el tejado
Desde allí y a ciegas vamos sacando con las manos,
haciendo de ella una cuchara impertinente que se hunde en esa gleba celestial.
El sabor de ambrosía de aquel compuesto lo da la
sacarina, propia del trigo, por un lado.
Por el otro el vuelo astral de la cebada.
Pero la clave es el puntito de anís que le pone la
linaza extraída del lino.
Este último a veces tostado y molido por separado
después de secarlo al sol en el tejado.
Y en donde la mitad lo comen los jilgueros y la otra
mitad se lo junta para, agarrado a dos manos, dejarlo en la callana y oír la
reventazón de los más húmedos.
7. Con toda
mi alma
Por último, mencionaré que en el morral de los
estudiantes del campo hay un manjar de los dioses del Olimpo que he dejado para
el final.
Este preparado es el “cadul”. Más de uno se
preguntará: ¿qué es él? Y yo responderé, con la boca anhelante, es el choclo tostado
en callana, que es como leche tostada.
Que vale lo mismo a decir: maíz que todavía no está
seco pero que nosotros, siempre hambrientos, pedimos que se lo tueste.
Es entonces como un choclo tostado. Choclo pero ya
casi cancha. Que si hay dioses que gusten en el cielo de las comidas, yo les
aseguro – ¡con toda mi alma!– que ellos deben de tener como manjar preferido
¡el “cadul”!
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