EL CÓLERA EN LA FICCIÓN DE GARCÍA
MÁRQUEZ*
Escribe Ángel Gavidia**
-No hay en mis novelas una línea que
no esté basada en la realidad- le dijo Gabriel García Márquez a su amigo y
compatriota Plinio Apuleyo Mendoza.
-¿Estás seguro?- retrucó Plinio-. En
“Cien años de soledad” ocurren cosas bastante extraordinarias. Remedios, la
bella, sube al cielo. Mariposas amarillas revolotean en torno a Mauricio
Babilonia…
-Todo ello tiene base real –contestó
el Nobel, y siguió conversando (1).
Pocos años después de esta
conversación, en 1985 aparece “El amor en los tiempos del cólera”, y en esta
historia de amor, de amor trascendente, aparece también, a manera de
palpitantes hitos, una (iba a decir
exótica) epidemia de cólera (2).
Muchos médicos peruanos vimos al
cólera, hasta antes de ese fatídico 23 de enero de 1991, como una patología ajena a la patria y, por
extensión, a América. Una infección con connotaciones al Islam y a los ríos
sagrados de la India cuya relación con nosotros escapaba, acaso
ingenuamente, a nuestra propia retina.
Por eso iba a calificar de exótica a la enfermedad que García Márquez coloca
desde el título en la novela que pretendemos comentar.
EL COLERA EN LOS TIEMPOS
Sin embargo, ya en el siglo XIX,
siguiendo las rutas del comercio, el cólera había desbordado varias veces sus
linderos asiáticos. Seis grandes oleadas azotaron al mundo, y el coletazo de
cuatro de ellas tocó trágicamente el continente americano. La Organización
Panamericana de Salud refiere la ocurrencia de cólera en la casi totalidad de países de nuestro
continente (3). No se sabe, por otra parte,
cuando el cólera abandonó América. Pudo ser entre 1880 y 1895. Es decir
100 años antes de su devastador retorno y, esta vez, desde Chancay, en el Perú.
Debemos anotar, sí, que desde 1973 vienen
ocurriendo casos esporádicos y muy localizados de cólera en Luisiana y
Texas, al parecer, sin relación con la tragedia de 1991 (5).
*Ensayo escrito en 1994, 3 años
después que la epidemia del cólera entrara por el Perú a América del Sur y a 9 años de la
sorprendente aparición de “El amor en
los tiempos del cólera”. Fue publicado en el Boletín de la Sociedad de Medicina
Interna.
**Médico Internista asistente en el
Hospital Belén y profesor de la Universidad Nacional de Trujillo-Perú.
La novela de García Márquez se ubica
entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. Transcurre
fundamentalmente en los tórridos parajes
del caribe colombiano. La historia termina
unos años después de 1924 y termina en el mar, cerca de la desembocadura
de La Magdalena. El cólera pasa, de ser el recuerdo de una hecatombe que en dos semanas
llenó los cementerios y en once tenía en su haber las más grande mortandad que
haya visto esa región, a ser, durante
más de 50 años de trajines de amor, más que una comprobación, una sospecha:
todo cadáver, todo malestar por mínimo que fuera, convocaba relaciones con esta
enfermedad. Cuando el Dr. Juvenal
Urbino, distinguido médico formado en Francia y en otras escuelas de Europa,
retorna a su ciudad natal “Su padre, un
médico más abnegado que eminente, había muerto en la epidemia del cólera
asiático que asoló la población seis años antes”. Y el flamante
Dr. Urbino tiene que afrontar al poco tiempo de su arribo un aumento de
los casos de cólera “pero al término del
año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados”.
“Desde entonces – dice el narrador-,
y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad si
no en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no
volvió a recrudecer como epidemia”.
Según la OPS, Colombia fue visitada por
el cólera en varias oportunidades a partir de 1848. Parece ser que el último
caso aconteció en 1859 (6). Es decir, la tierra de la cumbia soportó algo más
de una década la presencia de esta enfermedad. Todos coinciden, por lo
demás, que América inicia el siglo XX
sin cólera. Sin embargo, en la obra del Gabo aparecen, de trecho en trecho, a
lo largo de más de 50 años, cadáveres o vomitadores agonizantes o simplemente
temores cuyo origen es el cólera. El autor costarricense Leonardo Mata,
comentando la epidemia que asoló su país en 1856, dice: “La experiencia debió
dejar profundas huellas en la salud, bienestar, estructura poblacional e
incluso estilo de vida, afectándose el
contrato social las uniones matrimoniales,
la relación entre padres e hijos, y la percepción del cólera y de la
muerte que a ella se asocia. Su huella es el terror trasmitido de abuelos a
nietos hasta nuestros días…” (7). El amor en los tiempos del cólera no podía
esquivar esa huella. Esa huella de miedo.
LA CIUDAD
Gabriel García Márquez se detiene en
varias oportunidades a describir las condiciones sanitarias de “la ciudad”: En invierno-dice- , unos aguaceros instantáneos y arrasadores desbordaban las letrinas
y convertían las calles en lodazales nauseabundos”. “Al anochecer, en el instante opresivo del tránsito, se alzaba de las ciénagas una tormenta de
zancudos carniceros, y una tierna vaharada de mierda humana, cálida y triste,
revolvía en el fondo del alma la certidumbre de la muerte”. “Las casas
coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas, pero los dos
terceras partes de la población hacinada en barracas a la orilla de las
ciénagas hacía sus necesidades al aire libre”, el mercado “Estaba
asentado en su propio muladar,
merced de las veleidades de mar de leva, y era ahí donde los eructos de
la bahía devolvían a la tierra las
inmundicias de los albañales”. Por otra parte, el agua que bebían las
personas más acomodadas provenía de “aljibes
subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín las aguas
llovidas durante años”. El escritor revela con precisión el deplorable
estado de salubridad que, dígase de paso,
era común en la mayoría de ciudades del mundo durante el siglo XIX. El Vibrio cholerae tenía, pues
aquí, en esta ciudad hecha de páginas,
un poderoso y a su vez acogedor referente de la realidad donde vivir.
LOS SÍNTOMAS Y SIGNOS
Los síntomas atribuidos al cólera
ocupan en la novela escasas y dispersas líneas. Florentino Ariza, el gran
enamorado de Fermina Daza, sufre, esperando una carta de la amada, diarrea y
vómitos verdes, además de pérdida de la orientación, desmayos repentinos, “pulso tenue, respiración arenosa, y los
sudores pálidos de los moribundos”. Su
madre piensa que ha contraído el cólera; pero un médico homeópata descarta esta
posibilidad porque no tenía fiebre ni dolor en ninguna parte y “le
bastó un interrogatorio insidioso, para comprobar una vez más que los síntomas
del amor son los mismos del cólera”. En otra oportunidad el mismo
Florentino Ariza, navegando por el río La Magdalena, estuvo “tiritando de calentura” por lo que es
aislado en el camarote de cuarentena por el médico de a bordo temiendo que
fuera un caso de cólera. En otra parte se describe a un hombre procedente de
Curazao “un enfermo de caridad que tenía
coloración azul en todo el cuerpo” “el enfermo murió a los cuatro días, ahogado
en un vómito blanco y granuloso”. En otro momento, Fermina Daza,
probablemente la mujer más amada en la literatura mundial, encuentra cadáveres
“achicharrados al sol” con grumos blancos en la boca.
El narrador recoge, pues, varios síntomas compatibles con el cólera:
diarrea, vómitos, respiración arenosa (¿acidótica?), cianosis, diaforesis,
desmayos, pulsos tenues. Estos últimos son signos de pacientes que han perdido grandes volúmenes de líquidos. Los
vómitos son descritos como “blancos y
granulosos”. Las deposiciones, sorprendentemente, son referidas en menos
ocasiones que los vómitos y sólo son enunciadas sin detenerse a describir sus
características, en esta enfermedad, tan llamativas como particulares. La
fiebre y los dolores son referidos, en la novela, como síntomas muy importantes a tal punto que
la ausencia de fiebre aleja en una oportunidad
la posibilidad de cólera y en otra, su presencia induce a pensar en él. En realidad
la fiebre es sumamente rara en esta entidad, sin embargo, entre los viejos
nombres que recibió el cólera, se halla
el de “fiebre álgida grave”. Quizá la explicación que nos da el Dr. Mata con
respecto a la epidemia costarricense sirva para justificar al Nobel colombiano
(si es que caben justificaciones en literatura): “Es bastante probable que la disentería precedió
al cólera traslapándose ambas epidemias”. Este mismo autor, analizando la
información de otro médico, testigo de la epidemia mejicana, concluye “algunas
personas tuvieron diarrea con fiebre, retortijones y dolores abdominales,
síntomas que son típicos de la disentería y no del cólera” (8). En efecto, los
dolores abdominales son muy infrecuentes, no así los calambres que tanto, torturan al enfermo.
ENFRENTANDO AL CÓLERA
El novelista sintetiza así la
participación de los dos médicos que enfrentaron el cólera: “ Apenas terminados sus estudios de
especialización en Francia, el doctor Juvenal Urbino se dio a conocer en el
país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos, la última epidemia de cólera morbo que
padeció la provincia. La anterior cuando él estaba todavía en Europa, había
causado la muerte de la cuarta parte de la población urbana en tres meses,
inclusive a su padre, que fue también un médico muy apreciado”. “El doctor
Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas
infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió
y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa
acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de
que en los instantes más críticos de la
peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya”.
No está claro qué hizo Marco Aurelio
en su fallido intento por detener la epidemia. Sólo figura un “bando del cólera” en el que se imponía
a la guarnición local disparar un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de
noche, “de acuerdo a la superstición cívica de que la pólvora purificaba el
ambiente”. Esta práctica es coherente con la teoría de los “miasmas” que
dominó buena parte del siglo XIX. La teoría de los miasmas sostenía que el contagio se daba por el aire.
Era este el que transportaba descargas de contagio desde los cadáveres y las materias putrefactas. No obstante que ya
1849 el médico inglés John Snow publica su clásica obra “Sobre el método de
trasmisión del cólera” en la que establece
el papel protagónico del agua, un grupo importante de autoridades médicas
seguía sosteniendo que el cólera era una materia que se difundía por el aire y
también era distribuida y diseminada por
la interacción humana (9). Volviendo a la novela: “Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal
Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que
científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había
favorecido en gran medida la voracidad de la peste”.
En cambio Juvenal Urbino, que citaba
a Charcot y a Trusseau “como si fueran
sus compañeros de cuarto” y que
“mandó para el desván los tratados de ciencia virreinal y de la ciencia romántica”
de su padre y puso en los “anaqueles vidriados
los de la nueva escuela de Francia” se movía por los tiempos del cólera con
pasos firmes y precisos:
1. Apeló a las instancias más altas para
que cegaran los albañales españoles y construyeran en su lugar alcantarillas cerradas cuyos
desechos no desembocaran en la ensenada del mercado, si no en algún vertedero
distante.
2. Trató de imponer en el cabildo un
curso obligatorio de capacitación para que los pobres aprendieran a construir
sus propias letrinas.
3. Luchó para que la basura no se botara
en los manglares y para que se recogiera por lo menos dos veces por semana y se
incinerara en despoblados.
4. Consciente de la acechanza mortal de
las aguas de beber y de la falsa seguridad que daban los filtros de piedra de los
aljibes, pensó en construir un acueducto
e inclusive en mineralizar el agua de dichos depósitos, aunque para ello tuvo
que luchar con enraizadas supersticiones.
5. Cambió de lugar el mercado y lo
construyó cerrado y lejos del muladar en el que estaba.
6. Alertó a sus colegas y a las
autoridades de los puertos vecinos a fin de poner en cuarentena a las
embarcaciones contaminadas.
7. Sometió, igualmente, a cuarentena
individual y barrial a las personas de los lugares donde se presentaran casos
de cólera.
8. Consiguió imponer la cátedra
obligatoria de cólera y de fiebre amarilla en la escuela de medicina.
Casi la totalidad de sus propuestas, más temprano que tarde
se llevaron a cabo. En menos de un año
los riesgos de la epidemia fueron conjurados y “Nadie puso en duda que el rigor sanitario del Dr. Juvenal Urbino, más
que la suficiencia de sus pregones había hecho posible el prodigio”. Desde nuestro escritorio y en los albores del
siglo XXI, imaginando a Juvenal Urbino y con él
a la formidable ficción del escritor de Aracataca, decimos:
Efectivamente, fue el rigor sanitario, pero fue también la inmunidad que 6 años
atrás había dejado el cólera en la población sobreviviente.
LA TERAPÉUTICA
Al contrario de la enérgicas y variadas medidas de
prevención, nada hay en la novela de la
terapéutica en los casos de cólera. El pasaje aquel cuando enferma el Dr. Marco
Aurelio ilustra esta ausencia: “Cuando reconoció
en sí mismo los trastornos irreparables que había visto y compadecido en los
otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se apartó del mundo
para no contaminar a nadie”. Tampoco
se dice nada nada del enfermo cianótico que venía de Curazao pese a que permaneció
cuatro días en el Hospital de la Misericordia
en donde laboraba Juvenal Urbino. Hay escondida en una línea, la referencia a
una “buena carga de bromuro” en una
persona sospechosa de cólera que presentaba fiebre y escalofríos. Y nada más.
Llama la atención que el autor haya
omitido, casi desperdiciado, este
“suculento” aspecto que en la historia de esta enfermedad es frondoso y hasta
estrambótico. En el año 1832, por ejemplo, el presidente de la Sociedad Médica
del Estado de Nueva York, al parecer muy frustrado por los resultados, aconsejó
el taponamiento del recto de los enfermos con linóleo y cera de abeja. En Costa
Rica, en la epidemia de 1856, el Dr. Carl Hoffman recomienda utilizar
en los pacientes que presentan enfriamiento, frotaciones con sustancias
irritantes y si esto no fuera suficiente, aplicación de ladrillos calientes o
“paños de agua hirviendo hasta levantar ampollas”. Otro intento por calentar el
cuerpo era tomar “de media a media hora una cucharada de aguardiente
alcanforado hasta que se desvanezca el hielo del cutis y se produzca un sudor
caliente” (10). En otros lugares, comentaba el profesor Carpenter, se aconsejaba transfusiones de leche para combatir
la cianosis. Con razón Bushman se queja desde Londres, en 1850, que en los dos brotes epidémicos de los que
fue testigo, los médicos no hayan reducido un ápice la mortalidad. “La mortalidad en cualquier parte
de Europa y bajo cualquier variedad de tratamiento médico, de empleo común, ha sido la misma”-decía
(11). Y es que la solución de Perogrullo de reponer líquidos a quienes los
están perdiendo no halló en el siglo pasado el camino correcto. O, si es que lo
encontró, sólo fue para extraviarse rápidamente de él. Porque Latta en 1932
introduce el empleo de líquidos
intravenosos, pero los pacientes que al principio experimentaban mejoría
terminaban siempre sucumbiendo. “un caso de demasiado poco, demasiado tarde”
dice Gerald Keusch, tratando de encontrar una explicación (12). La rehidratación
oral también fue intentada (Marsde, 1834) con éxitos modestos y abundantes
fracasos. Por lo tanto, estos
procedimientos fueron desalentados hasta su “redescubrimiento” un poco más allá
de mediados de este siglo. El conocimiento de la composición de la diarrea que
en el cólera es muy semejante al del
plasma sanguíneo y la observación trascendental de Phillips y sus colaboradores
que la adición de glucosa en la solución hidratante aumenta la absorción de
agua y electrolitos en quienes la beben, permitieron establecer conductas terapéuticas
de cuyo éxito todos somos testigos, todos menos los abnegados médicos del “Amor
en los tiempos del cólera” que no tuvieron la vida suficiente para conocerlo.
LA EPIDEMIA
En la historia del cólera a nivel
mundial se tienen registradas siete pandemias que se iniciaron en los años
1816, 1829, 1852, 1863, 1881, 1889 y la actual iniciada en 1961
(14).
Teniendo en cuenta la edad de los protagonistas
y otros acontecimientos que, en la
ficción, les tocó vivir la epidemia de “El amor en los tiempos del cólera”
sería parte de la cuarta pandemia. Es decir de aquella
que se inicia en 1863 y que se extiende por el mundo, sea por tierra o por mar, durante 10 años. El
Boletín Epidemiológico de la OPS no se refiere explícitamente a Colombia como
país involucrado en esta cuarta pandemia como si lo hace en las dos anteriores; sin embargo por lo extenso del territorio americano
EEUU, Canadá, Nicaragua, Belice, Paraguay, Argentina, Brasil, Bolivia e
incluso Perú, es probable que Colombia también hay sido tocada.
El cólera en la novela, se presenta
en dos ondas claramente establecidas. La primera, se produce seis años antes
que el Dr. Juvenal retornara de Europa.
Y fue la más grande: “había causado la
muerte a la cuarta parte de la población urbana en menos de tres meses”, las
“primeras
víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado” y “en once semanas había causado la más
grande mortandad de nuestra historia”.
Por otra parte, “El cólera fue más
encarnizada en la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en
realidad no hubo miramientos de colores ni linajes”. Hay otra curiosa
característica: “Cesó de pronto como
había empezado”
En la ficción, la segunda onda
aconteció seis años después de la primera. Una persona que había llegado aparentemente
sana de Curazao falleció en el hospital de la ciudad. Después de varias semanas
unos niños hicieron cólera y hubo once casos más en tres meses. En el quinto mes se presentó “un recrudecimiento alarmante, pero al
término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido
conjurados”. Por lo demás “todos los
casos habían sido en los barrios
marginales, y casi todos en la población negra”. Dice la novela también que
“desde entonces y hasta muy avanzado este
siglo el cólera fue endémico en casi todo el litoral del Caribe y en la cuenca
de La Magdalena”.
A esta altura del camino yo no sé si
es el zapato de la ficción el que calza mejor
en el pie de la realidad o
viceversa; pues el comportamiento de una epidemia de cólera es así:
su primer ingreso es devastador y compromete preferentemente a la
población expuesta, ¡y qué mejor lugar
de comienzo que el mercado! (¡y ese
mercado!). El segundo episodio es más
atenuado y esto tiene que ver con el grado de inmunidad que alcanzan las
personas ya que no todas las que hacen contacto con el Vibrio cholerae hacen la enfermedad y no todos los que hacen
la enfermedad mueren; pero, sí, adquieren un grado de respuesta inmune protectora; sin desmerecer, obviamente, los denodados esfuerzos de Juvenal Urbino.
Por otra parte, son los niños los que inician
el segundo episodio en la novela, como si se hubiera tratado de una
infección intradomiciliaria, aunque era una pequeña de cinco años y su hermano
que, acaso, ya podían salir de su casa y
jugar en los charcos de la calle. Sin embargo, la presencia de niños en el segundo episodio es una anotación muy
interesante. Por lo demás, en el cólera, los sectores más pobres son los mayormente afectados por el hacinamiento
y la ausencia de agua y desagüe que propician una cohabitación mayor entre el
ser humano y sus excretas.
El brusco final del primer episodio
no es infrecuente: “duran varios años y luego desaparecen inexplicablemente”,
dice Wallace (15). Mucho más si el Vibrio
cholerae de esa pandemia fue el biotipo clásico que tiene menos
capacidad de adaptación al medio y por lo tanto de sobrevivencia que el biotipo
El Tor responsable de la pandemia actual.
El cólera se hizo endémico en el
litoral del Caribe y en la cueca de La Magdalena permaneciendo así hasta muy
entrado el siglo XX, dice el narrador. El continente americano quedó libre de
cólera a fines del siglo XIX dicen los textos que tratan el tema. He ahí una
controversia. Punto.
LOS DOS MÉDICOS
-¿Es cierto que ella descubre
fácilmente la clave de tus novelas?- preguntó Plinio Apuleyo Mendoza,
refiriéndose a doña Luisa Santiaga, la madre del escritor, en la misma
conversación con la que iniciamos este
ensayo.
-Sí- contestó el Gabo-, de todos mis lectores, ella es la que en
realidad tiene más instinto, y desde luego mejores datos para identificar en la
vida real a los personajes de mis libros. No es fácil, porque casi todos mis personajes
son como rompecabezas armados con piezas
de muchas personas distintas y por su puesto con piezas de mí mismo. El mérito
de mi madre es que ella tiene en este terreno la misma destreza que tiene un
arqueólogo cuando logra reconstruir un animal prehistórico completo a partir de
una vértebra encontrada en una excavación… (16).
El cólera era, en los tiempos que de
la novela, una enfermedad mortal en alto
grado. El cólera era en el mundo, en esos mismos tiempos, escenario de grandezas y mezquindades,
territorio de sacrificios y renuncias, privilegiado espacio de pasiones, de
muchas pasiones, en fin, campo de batalla de inteligencias lúcidas y
obnubiladas. Por esos tiempos, John Snow, el primero en administrar anestesia a
la reina de Inglaterra, logra, en base a
cuidadosas observaciones, concebir y postular que el cólera se trasmitía por el
agua contaminada (17), pero el prestigioso Colegio Real de Cirujanos rechazó
esta afirmación. Unos años más tarde, Koch consigue en Egipto, examinando el
contenido intestinal de personas que habían muerto por cólera, visualizar por primera
vez el inimaginable Vibrio; poco después, su obstinado opositor y coterráneo
von Petterkofer se traga temerariamente, y previo bicarbonato, el cultivo
fresco y letal de esta bacteria… ¡y no le pasó nada! . Los caricaturistas,
también en estos tiempos, ilustran jocosas fugas de médicos dejando tras ellos
a multitudes reclamantes de enfermos de cólera. Pero, por este tiempo,
también, y aún más atrás, aparecieron
médicos como el guatemalteco Nazario Toledo batiéndose en el estado de Chapas,
sí, el mismo estado de los zapatistas con su subcomandante Marcos de hoy,
entonces azotado por la peste; el mismo doctor Toledo aparece, luego,
asesorando al gobierno de Costa Rica en la confección de los decretos “para preservar al país de
los estragos del cólera” poniendo énfasis especial en la higiene personal, de
la vivienda y de los alimentos (y esto ¡en 1836!).
Gabriel García Márquez construye,
para esos tiempos, dos personajes a la altura de las circunstancias. Aurelio y Juvenal
son médicos, para decirlo en una palabra, dignos.
Aurelio, limitado por los conocimientos
de la época, lucha y muere por sus enfermos. Es más, muere “Encerrado solo en un cuarto de servicio del
Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de
los suyos”. Muere escribiendo “ para
la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido,
en la cual se rebelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida”. Su
mujer no perdonaba el hecho que “se
hubiera sacrificado a conciencia por una montonera de negros”. Aurelio es
un médico de su tiempo ante el que no puedo evitar un sentimiento de admiración pero también de
solidaria congoja.
Juvenal, por otra parte, constituye
la llegada a esta provincia del Caribe de lo más adelantado del conocimiento
europeo de la segunda mitad del siglo XIX. No solo en el campo médico sino
también en la literatura, la música, el teatro, etc. Juvenal llega,
además, poseído de un gran amor por su
ciudad natal y una obsesión por la epidemia del cólera, cuya inminencia
pronostica. Pronostica y enfrenta lúcida y responsablemente, saliendo
victorioso.
Un comentario aparte merece la
relación de estos dos médicos con el poder político. Juvenal Urbino, como su
padre, tiene acceso directo al poder.
Acceso logrado en función a su prestigio y ascendencia. Es una relación que va
más allá de la asesoría, es capaz de
cambiar el rumbo de los acontecimientos. De otro modo no podría explicarse las
obras de infraestructura sanitaria, entre otras, en su lucha contra el cólera.
En resumen, “las vértebras” que
encontramos sugieren pertenecer a excelentes especímenes de la familia humana y
por ende de la profesión médica.
LA COINCIDENCIA
“En ‘Funerales de Mamá Grande’ -dice
García Márquez a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza- cuento un inimaginable viaje
del Papa a una aldea colombiana. Recuerdo haber descrito al presidente como
calvo y rechoncho, a fin de que no se pareciera al que entonces gobernaba el
país, que era alto y óseo. Once años después de escrito este cuento, el Papa
fue a Colombia y el presidente que lo recibió era calvo y rechoncho. Después de
escrito ‘Cien años de soledad’, apareció en Barranquilla un muchacho confesando
que tiene una cola de cerdo” (19).
“El amor en los tiempos del
cólera” fue publicada por primera vez en
1985. En la novela, cuando Juvenal Urbino volvió a su tierra “sintió desde el mar la pestilencia del
mercado, y vio las ratas en los albañales y los niños revolcándose desnudos en
los charcos de las calles”, entonces “no
sólo compendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino tuvo la certeza que iba
a repetirse en cualquier momento”. Pero estos sucesos que en la ficción
ocurren en las últimas décadas del siglo
XIX, volvieron a repetirse más de un siglo después. La certeza de Juvenal Urbino, a manera de un extraño
anfibio, vivió oculta en el tiempo de la ficción y la realidad hasta el 1º de
marzo de 1991 en que saca la cabeza con el primer caso de cólera que aparece en
Colombia, el mismo que un mes después asciende a 112 (20) y en seis meses a
5477 casos con 115 fallecimientos.
Transcurridos los años, la
convicción de Juvenal Urbino nos sorprende mucho menos. Es el huevo de Colón
que nadie (o muy pocos) imaginó; pero huevio de Colón al fin y al cabo: la
extrema pobreza, la educación precaria, la ausencia o mala calidad de los servicios básicos hacían
previsible por no decir inevitable el retorno del cólera. Y aquí está ahora
entre nosotros, poniendo el dedo en la llaga, evidenciando la desidia del
pasado, la baja prioridad concedida a la salud y al saneamiento y la gestión deficiente de los escasos recursos
existentes” (21). El pronóstico de Juvenal Urbino mantiene su vigencia
terrible, porque está vigente también, esa “deuda social” impaga desde siempre
a nuestros pueblos.
COLOFON
“El amor en los tiempos del cólera” es, repitámoslo, una larga historia de amor donde el cólera
es apenas una sucesión de hitos
espaciados.
Quise confrontar la huella de esos
hitos con la que dejó la realidad o lago oficialmente parecido a ella (para ser
más exactos).
Y he constatado que la mayoría de
veces el cólera pasó dejando por la realidad y la ficción un rastro semejante.
Sin embargo hay detalles que hacen
pequeñas diferencias. Los hemos señalado.
Por lo demás, creo que he concluido
a tiempo. Justo en el momento donde aparece el riesgo a las complicidades.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. García Márquez G, Mendoza Apuleyo P. El
olor de la guayaba. Editorial La Oveja Negra, Perú, 1982, p 37.
2. García Márquez G. El amor en los
tiempos del cólera. Editorial La Oveja Negra, 1ª Ed., Colombia, 1985.
3. OPS. Antecedentes históricos del cólera en las Américas.
Boletón Epidemiológico, 1991; 12(1): 10-12.
4. Gonzales SN, Saltigeral SP. Cólera
Conceptos Actuales. Interamericana. Mc Graw-Hill. México, 1992, p 2.
5. Benenson AS. El control de las
enfermedades trasmisibles en el hombre. OPS, 14ª Ed. Washington, 1987, p 48.
6. OPS. Op. cit. p 11.
7. Mata L. El cólera historia, prevención
y control. Editorial de la Universidad de Costa Rica. Costa Rica. 1992, p. 55.
8. Mata L. Op. cit. p. 60.
9. Mata l: Op. cit. p. 9.
10. Mata L. Op. cit. p 77
11. Keusch GT. Cólera en Feigin RD,
Cherry JD eds. Tratado de enfermedades infecciosas pediátricas. W. B. Sauders
Company. España, 1981, p. 500.
12. Keusch GT. Op. cit. p. 501.
13. Mata L. Op. Cit. p. 13.
14. Kumate J, Gutiérrez G, Muñoz O.
Manual de Infectología. Méndez Editores. México, 1992, p.76
15. Wallance CK. Cólera en Braude AI.
Enfermedades Infecciosas. Editorial Médica Panamericana. Bs Ac 1984, p. 288.
16. García Márquez G, Apuleyo Mendoza P.
Op. cit. p.36
17. Guerreo R, Mendoza G, Medina E.
Epidemiología. Editorial Addison-Wesley Iberoamericana. México. 1986. p. V.
18. Mata L. Op. cit. p. 12-17.
19. García Márquez G. Apuleyo Mendoza P.
Op. cit. p. 36
20. OPS. Casos de cólera en Colombia.
Boletin Epidemiológico, 1991; 12 (1): 9-10.
21. Bol Of Sanit Panam 110 (6), 1991,
p.i.