Danilo Sánchez Lihón
1. Nombres
que protegen
Así
como a nuestro océano es cabal y estricto proclamarlo: ¡El Mar de Grau!
O a Francisco Bolognesi: ¡El Titán del Morro!, Porque estos son nombres
que nos abarcan e incluyen, nos protegen y cobijan, ¿Qué más justo,
noble y exacto que llamarle Ciro Alegría a nuestra Cordillera de los
Andes del Perú?
Porque
quienes leemos sus novelas nos quedamos con la sensación en el alma, la
convicción en el pulso y latido de nuestra sangre, como en la plenitud y
verdad absoluta de nuestra conciencia, de que nadie como él ha
graficado antes ni después, y nos identifica tan hondo y tan alto con la
portentosa cordillera de los Andes del Perú.
Serranía
hecha de moles colosales y roquedales abruptos, pero a la vez de
quebradas idílicas, amables colinas y primorosas aldeas. Porque, además,
César Vallejo quien fue su alumno estaría de acuerdo con esa
denominación. Y también lo celebraría complacido José María Arguedas. Y
el amauta José Carlos Mariátegui lo encontraría preciso, justo e
intachable.
2. Porque
fundan y sostienen
¡Cordillera
de los Andes Ciro Alegría! Ese es el homenaje a su grandeza, a su
valor, a su heroísmo. ¡Y a sus sufrimientos! Porque sufrió mucho. ¡Y a
su vez edificó tanto!
¿Cómo
qué, por ejemplo? ¡El alma del Perú, jóvenes! Es esa cordillera
majestuosa, absoluta y plena de misterio la que corresponde a su nombre,
y su nombre a ella.
Es
esa cordillera hecha de coraje, de luz y de ancha y absoluta nobleza,
la que se presenta como haz y reflejo del alma poderosa de Ciro Alegría.
Es
esa cadena de cumbres nevadas, hecha de estupor y de arrojo, de
lágrimas como también de fusiles, lo más cercano a su estremecido
corazón.
Porque
nombres como el de la comunidad de Rumi corresponden a lo que es el
Perú esencial, entrañable y magnánimo. Porque nombres como el de Rosendo
Maqui y Benito Castro deberían ser puestos a los picachos más altos de
nuestra geografía cósmica.
Porque
Ciro Alegría como César Vallejo, José María Arguedas como José Carlos
Mariátegui, José Antonio Encinas como Julio C. Tello, son los hombres
que fundan y sostienen las bases del Perú eterno.
3. Duro
castigo
Nació
Ciro Alegría Bazán el 4 de noviembre del año 1909 en la hacienda Quilca
del distrito de Sartibamba, perteneciente a la provincia de Huamachuco,
en la sierra del departamento de La Libertad, al norte del mítico Perú,
en el Chinchaysuyo imperial. Vino a la luz en un lugar confinado,
bordeando el estruendoso río Marañón, en donde la serranía recibe aún
como anuncio el influjo pavoroso, sugestivo y abismal de una región
incandescente, la Amazonía.
Hay
una razón violenta por la cual nació en aquel confín arisco, indomable y
ya salvaje. Nació allí, en la hacienda Quica, a partir de la cual todo
es más allá selva intrincada, breña y cadalso, y fue porque su padre
vivía en ese lugar en condición de reo y prisionero de su propio
progenitor, y pronto abuelo del hijo por nacer.
A
vivir en ese lugar lo condenó el autor de sus días y dueño de la
hacienda, por haber acumulado cinco delitos inconcebibles y desalmados a
ojos de su propio progenitor, quien lo sancionó a vivir y permanecer
allí en calidad de arrestado; crímenes que mirados desde otra
perspectiva son hechos hasta legendarios y por los cuales se le infligió
aquel duro castigo de recluirlo en ese exilio. Pero la mujer humilde
que lo amaba, y madre después de Ciro Alegría, nunca abandonó a aquel
loco de fábula.
4. Esto colmó
el vaso de agua
Esas
cinco infracciones monstruosas que el padre de Ciro cometiera y que su
progenitor y después abuelo de Ciro Alegría nunca perdonó, fueron:
1. Casarse con una indígena, que era la hija del mayordomo de la hacienda, es decir una empleada.
2. Repartir entre los campesinos los terrenos de la heredad familiar.
3. Suscribir las ideas socialistas de aquella época, que para su padre eran una aberración y monstruosidad.
4. Alojar y no entregar a la justicia cruenta de su padre a los indios levantiscos de su hacienda.
5.
Proteger a todo perseguido político que alentara ideales sociales y que
tirara por esos rumbos, huyendo de los esbirros de las dictaduras de
turno que han gobernado y asolado sucesivamente en el Perú.
Todo
esto colmó el vaso de agua y la paciencia de don Teodoro Alegría Moreno
quien capturó a su hijo Eliseo Alegría Linch, lo acusó de loco y lo
recluyó en la Hacienda Quilca en Sartibamba, donde del vientre de una
mujer indígena nació Ciro Alegría Bazán, el autor proverbial de una saga
de novelas épicas que conmovieron siempre la conciencia y la
sensibilidad del país.
5. Vio la luz
aquel día
Allí
nació aquel chiquillo que al correr de los años sería el novelista que
asombraría al mundo al ganar el premio Farrar and Rinehart de Nueva
York, el más codiciado de la literatura de esa época y de esta parte del
mundo, cuya selección se hacía por etapas primero en cada país, y sobre
el cual había una tenaz expectativa continental.
Quien
vivió su primera infancia compartiendo la vida con indios dedicados a
las faenas de la agricultura y a la proeza suicida de cruzar en frágiles
balsas a viajeros y comerciantes las aguas embravecidas y arremolinadas
del río Marañón. Ganó aquel infante cuya madre cuando lo dio a luz
estuvo a punto de morir y se salvó de milagro. Y eso, ¿por qué? Tenía la
criatura que vio la luz aquel día una cabeza muy grande en relación a
su cuerpo magro y endeble. Nació deforme.
“Su cabeza era desproporcionadamente grande, como la de un niño de tres años y el cuerpecito pequeño y débil”. Como de un gluper.
Esto
lo consigna Dora Varona en su prolijo trabajo: “Trayectoria Cronológica
de Ciro Alegría”; basada para este punto en una entrevista que se le
hiciera al Sr. Constante Bazán, tío de Ciro Alegría, realizada en
Trujillo en septiembre del año 1971.
6. Se cansó
de llorar
Pero,
además, aquel niño no habló nada hasta cerca de los cuatro años de
edad. No pronunció voz, y ni siquiera murmullo o carraspeo. Nada de
nada. Ni lo intentaba. Todo en él era silencio. Ni siquiera acometió
hacer balbuceos, burbujas, barboteos. Ni pretendió siquiera hacer
movimientos con los labios. Nació hierático y entristecido.
Ni
menos farfulló, abucheó o ronroneó como hacen los niños a edad muy
temprana. Sus padres no tenían de qué enorgullecerse y más bien
acallaban a un corazón destrozado. Este niño no intentaba nada con el
idioma. No se aprestaba ni emprendía hacer los juegos verbales que los
niños espontáneamente realizan, profiriendo en interminables: tatatatás.
mamamamás, papapapás, abusabús. Nada.
No
hacía ningún sonido con la boca, ni siquiera un lamento, o un quejido.
Su silencio era solemne. Tampoco abría la boca, si no era para comer. Y
después la mantenía cerrada, con frecuencia rígida y a veces con un
rictus de dolor, como si en él hubiera algo sellado, secreto y
enigmático. Le palpaban el cuerpo, lo examinaban, por delante, por
atrás, por arriba, por abajo. Nada. Le daban vueltas en la cama. No, no
había dolencia alguna ubicable en el cuerpo sino al parecer en el alma.
7. Tenía
dos años
Su
madre se cansó de llorar y aceptó resignada, infeliz y dolida de que su
hijo era mudo. Se sentía desgraciada. Pero, es más, cumplidos como
tenía los dos años el niño nunca había reído. Permanecía serio y adusto,
hierático y grave. Frecuentemente cruzaban su rostro ráfagas de una
tristeza profunda, avasalladora y cósmica.
“Toda la familia vive extrañada, porque el niño no sonríe ni articula sonido”.
Anotó
su padre. Así andaban las cosas hasta una ocasión inesperada en que la
familia íntegra asistió a una fiesta de trilla, llevando al niño
consigo.
Fue
en aquella oportunidad, en pleno campo, bajo el sol radiante, en una
parva de trigo, al venteo de las espigas y del grano que vuela al
viento, cuando...
Ante
la espiga que se desflora, fue que se escuchó una risa clara y
contundente, como el de una campanilla o más bien de una cascada del
agua más pura y diáfana en las rocas más adustas de una montaña.
El niño recién allí rio, cuando tenía dos años cumplidos.
8. El niño
ha reído
Su
madre corrió y lo abrazó llorando. Los ahogos sacudían su espalda y el
pecho en donde se entremezclaba la pena por lo sufrido, y la alegría que
producía comprobar que, a su hijo, al menos, aunque no hablara, no le
estaba vedado el goce sencillo de reír de vez en cuando. O, mejor dicho,
siquiera una vez en esta desdichada e indescifrable vida.
Lloraba
de saber que no le estaba prohibida la gracia tan humana modesta y
grandiosa a la vez, de sonreír por cualquier cosa, como se le dispensa
con justicia o injusticia a cualquier otro ser humano. Lloró porque no
le estaba anulado a su hijo estallar en risa por cualquier cosa, no
importara que ella sea la trilla que ventea el grano pródigo de las
sementeras, arrojando las gavillas al viento, con gritos de júbilo y
cantares de la gente sencilla.
Calmada
la madre, la fiesta de la trilla de aquel día se convirtió en baile con
banda de músicos que fueron a traerla enloquecidos por el prodigio que
ocurre a cada momento pero que no nos damos cuenta; zapateo con faldas y
ponchos al viento, con consumo de las botijas de chicha que se abrieron
para festejar que el niño había reído.
9. ¿Qué
dijo?
Pasada
la fiesta la tristeza de su familia siguió, aunque menos lacerante,
porque el niño alguna vez en este mundo rio, pero la mudez siguió por un
tiempo prolongado.
Aunque
ya reía, no manifestaba ningún interés en hablar y seguía consumado e
impertérrito en su actitud insonora y muda. Ni siquiera hacía algún
intento por silabear ni emitir sonido alguno. Y su silencio era
absoluto.
Fue
a los cuatro años en que irrumpió en hablar. Y lo curioso es que lo
hizo sin gangoseos, con pronunciación perfecta, como si quien hubiera
tomado la palabra fuera un profesor en una clase. O un orador en una
tribuna, presto a intervenir con cualquier pretexto.
¿Qué
es lo que dijo aquella vez? Por supuesto que se sabe, porque esto quedó
grabado y ha quedado guardado en el cofre de la tradición familiar y en
los anales de la historia del lugar. Fue algo asombroso que dejara
anonadada a toda la gente. ¿Qué dijo?
Dijo lo siguiente, de manera nítida y cristalina:
– Quiero tocar violín.
10. Su hablar
como su callar
Y
lo dijo con corrección idiomática precisa y sin inseguridades, sin
arrastrar una sola consonante ni empañar la limpidez de una sola vocal,
como cabría esperar y suponer que lo haría de un mudo durante toda la
vida.
Fue
como si hubiera ensayado mentalmente y cada día su dicción, sin
equivocaciones ni nerviosismo, respetando morfología, fonética y
sintaxis.
Daba
ganas de reír y llorar; de agradecer o indignarse. Porque recién se
supo allí que todo lo había estado observando y oyendo; aquella
observación y aquel oído abierto al lenguaje que resulta asombroso en
sus novelas.
De
allí también que en todos sus relatos haya narradores orales. Y hasta
como compañeros en la vida cuotidiana o en sus viajes. Los baqueanos que
vienen a acompañarlo por los caminos él los identifica y reconoce por
su perfil como grandes narradores de cuentos en los cuales habita al
fondo un silencio insobornable.
Eso
fue en su niñez Ciro Alegría, la Gran Cordillera de los Andes y
montañas tutelares de donde nos viene su hablar como también su callar y
su silencio de siglos y milenios.
*****
CONVOCATORIA