¡VAMOS POR CALIPUY!
Por Walter Vásquez Vejarano
Por Walter Vásquez Vejarano
Aún con sus dificultades, noble tarea es aprender. Finalizado con marcado éxito el XIV Encuentro Internacional Itinerante “Capulí, Vallejo y su Tierra”, medio centenar de intelectuales peruanos y extranjeros llamados por el metafísico y universal César Vallejo, alistaba el retorno hacia Trujillo desde Santiago de Chuco, sede del certamen.
En ese trance, incitante letrero escrito a tiza en vetusta carrocería de un camioncito operó como precisa señal de partida. En efecto, a diferencia de los demás excursionistas, cuatro audaces regresaríamos por la ignota y promocionada ruta Santiago – Calipuy – Chao y ya, en plena Panamericana, arribaríamos invictos en cuestión de cuatro o cinco horas a la ansiada meta trujillana madrugando a los restantes compañeros de jornada. De súbito, como suele ocurrir en apuradas circunstancias, presurosa, la Duda trato de atajar semejante aventura reclamando prudencia; opción por la paz con rechazo de la turbulencia; no es posible - insistía – preferir la incertidumbre a lo ya conocido; sin embargo, la batalla interna terminó con clara victoria de la Tentación que sugería aprovechar tan preciosa y especialísima oportunidad para deleitarse y palpar la célebre Reserva y el Santuario Nacional de Calipuy; sentir el tibio aliento de engreídos pumas, huidizos venados y osos con anteojos; corretear guanacos y perdices entre malezas y cardosantos; escapar con las justas del agresivo halcón perdiguero y, con visto bueno del Destino, atrapar por un momento algún distraído venado de cola blanca o, al menos, retratar al sutil zorro andino. Erguida la cerviz, resultaríamos cautivados por la majestuosa Puya Raymondi y, si la suerte no era esquiva, el Cóndor se sumaría a la bienvenida surcando con sosegado vuelo el intenso, plácido, azul del cielo calipuyano. Todo ello en impresionante escenario telúrico, colmado de galanura y esplendor y sin el suplicio de las punas de Coipín y Huacamarganga, a más de 4,000 m.s.n.m.
Anhelábamos partir cuanto antes a fin de despistar probables émulos nada ajenos a las hazañas como la que protagonizaríamos. Ante el afán de ser primeros y seguramente únicos, nuestro piloto, el buen Nasho, a las once de la mañana enfiló la Nissan – 1999 con solo dos bujías mejoradas, por el nuevo Santiago doblando hacia el Estadio para bajar al Cerrillo, posada inicial del Apóstol, hasta dar con el río Patarata a cuyo puente la modernidad le arrancó sus antiguas arcadas de doble pendiente. La actual vía ha desterrado el pedregoso camino Huacapongo facilitando en cuestión de minutos el acceso a las feraces tierras de Cunguay, Anaychacram Querquerball, Azacorco, Cotay, La Cuchilla, Cochabuc y Coshuro. El vehículo, color naranja, parecía hecho para la jornada pues, raudo, rugiente, se desplazaba flanqueado por crecidos maizales, pencas defendidas por sus agudos penachos, alcanfores de ululantes ramazones inclinados por el viento hacia nuestro camino, retamas multiplicadas, generosamente extendidas hacia las alturas formando enorme manto amarillo parecido al atuendo del Santo Patrón. Y luego Aguiñay, Pichunchuco, El Suro, El Cerro Iroz y sus restos arqueológicos, genuina antesala del paraíso. Extensas praderas encendidas de verde vegetal miden el prodigio de la naturaleza. Y hasta juegan a las escondidas con el viajero pues parecen ocultarse en profundas hondonadas y, tras abrigarse y brindar chirimoyas, manzanas, naranjas y cañas de azúcar, prima hermana del preciado maíz, emergen con mayor sublimidad. Como para gritar “¡viva la vida!” según ocurría en el Medioevo.
Así llegamos al Centro poblado Calipuy, nuestra primera meta. Topándonos con puyas Raimondi, algunas torpemente quemadas para obtener leña. El lugar posiblemente albergó una avanzada española en 1610 y su población, al parecer, solo cobra presencia nocturna. Su plaza es pintoresca. Hay aposentos para autoridades; pero éstas brillan por ausencia. Tenemos puesto policial y ya van a nombrar los guardias, informó la conductora del único restaurante cuyo menú es una guisada, café de cebada y cachangas.
La Reserva Nacional abraca 6,400 hectáreas, se ubica a 3,118 m.s.n.m. y se conecta con más de veinte centros poblados. Su personal es escaso y es falso que desde Lima se llegue en 8 horas simple y sencillamente porque el tramo Calipuy – Chao es una trocha infernal. El descenso hacia la Costa es tarea de titanes para los escasos conductores de vehículos motorizados que se arriesgan a recorrer ese sendero capaz de actualizar la película francesa “El salario del miedo” que presenta a curtidos pilotos dándose la mano con la muerte al borde del abismo. Solo una luz de altura rompía la noche. Lo consideramos aislado lucero, compadecido y lejanísimo acompañante.
La ruta se torna infame junto al río Chao. Un extendido huayco sirve de obligado paso y si el carro se enfanga, asunto acabado. Huaraday, Llacamate, Santa Rosa, Santa Rita, Montegrande, Buena vista anhelan acabar con el mito de la carretera Chao – Calipuy. Nuestra osadía pareció finalizada al contemplar el alumbrado eléctrico de Chao; pero la adversidad no se apartó. A media noche y con gasolina de reserva ingresamos a una verdadera maraña de caminos sin la más mínima identificación extraviándonos hacia el Sur. Justo, en ese instante se mostró nuestro ángel de la Guarda. Desde una moderna Toyota surgió la voz salvadora: - Síganme y así lo hicimos hasta un grifo de la Panamericana.
Tratamos de agradecer personalmente el apreciado gesto y esa misma voz aclaró el enigma: -Venimos siguiéndoles desde Santiago e improvisando un verso también itinerante, añadió:
“Riscos, quebradas y harto frío
son de mi vida, dulce desafío”
son de mi vida, dulce desafío”
Dijo llamarse Augusto San y, veloz desapareció rumbo a Trujillo. El reloj marcaba las 11 de la noche y nosotros seguíamos reflexionando si los peruanos del Ande conocerán si para ellos y con esa “carretera” el país sigue creciendo al siete por ciento.
Fuente:
Dra. Lidia Irene Vásquez Ruiz