Danilo Sánchez Lihón
1. El rumor
de la corriente
Y
he aquí que al regresar de Huanta e ingresar nuevamente a la ciudad de
Huamanga, otra vez ¡ver y sentir la maravilla de sus recios campanarios
que se elevan al cielo! y desde donde se expanden nítidos en el paisaje
transparente el arrebato de sus repiques con sus badajos de bronce,
convocándonos a concurrir a los oficios religiosos.
Con
su Plaza de Armas de recios portales, con sus segundos pisos de airosos
barandales. Y casonas erigidas de piedra, ladrillo y cal. El frontis
hecho de laja bermeja, con ventanales ya oblongos por el tiempo. De
inmensos techos de teja vetusta, que se prolongan a lo largo de la
cuadra. Flanqueados sus patios de arquerías que cobijan una sombra
gualda en el cielo seco, despejado y límpido.
Este
es un encanto de ciudad, donde el empedrado de sus patios es de cantos
rodados, donde aún rebrillan las iridiscencias de las aguas de los ríos
que han pasado sobre sus superficies, conservando el rumor de la
corriente y sus cascadas que bajan desde las nieves eternas al mar
insondable.
2. Azul
y grana
De
casonas enfiladas con portales de caoba que, aunque de viejos y
polvorientos travesaños lucen señoriales, claveteados con pulidos
mascarones.
Gastada
la madera en el sitio y alrededor de la aldaba, por la vida que ha
pasado por sus umbrales, con el cielo azulino en lo alto y a lo lejos
algún remate de cumbrera de alguna cruz de hojaldre.
Hoy
temprano, después del paseo de ayer a Huanta, he salido a la calle,
atraído por la luz del sol, por la gente que transita con paso animoso,
subyugado yo por las viejas mansiones, admirando su temple y el misterio
que ellas guardan.
Esta
por ejemplo cercana a la Plaza de Armas, en la calle 9 de diciembre en
donde el brillo solar palpita suavemente en sus muros enjalbegados y en
el remate en espadañas, dándole un carácter místico con el horizonte de
fondo de la calle, azul y grana.
3. Ya
estoy dentro
Ingreso
por el corredor, admirando los balaustres de sus ventanales con
celosías. Sigo la línea ondulante del estuco de las paredes. Allego
apenas mis dedos, o imito con mi mano la línea encantadora de los
revoques disparejos, como palpando o adorando el portento de
arquitectura y artesanía que aquí se plasma.
Sigo
el pasadizo del zaguán y aquí está ciertamente el traspatio de estas
construcciones coloniales, en muchos casos de mayor encanto y prodigio
que el patio principal y delantero. Y esto ocurre así, ¿por qué? ¿Cómo?
¿Desde cuándo?
Sea
porque hacia él dan las habitaciones íntimas de los dueños, o sea
porque alguna moza que atendía en el servicio de la casa resultó ser la
favorita del amo, lo que hizo que estos recintos se llenaran de
azulejos, pedrería y hasta de alguna pileta, tal y como tiene ésta.
Hay una reja que apenas empujo se abre. Y ya estoy dentro.
4. Al borde
de los corredores
¡Qué
desvelo de patio interior para las domésticas!, quienes realizaban en
las tardes apacibles sus tareas de zurcidos y planchados. Y por la noche
recibían la visita subrepticia del amo de la residencia.
Porque si no, ¿a qué se debe haber puesto aquí tanto deleite y primor en los adornos? ¡A buen entendedor pocas palabras!
Está
pintado este patio interior de tres colores: el ocre, el azulado y el
ópalo. Y puesto todo con gusto sutil, sea en las cenefas y en las
guardas de los remates. ¡Verdaderamente primoroso! ¿Por qué? ¡Denuncia a
las claras a un señor enamorado de la sirvienta que sin duda era
hermosa!
Solo
a un flanco se levanta la arquería de piedra que lleva en el piso
ladrillos hexagonales. En la parte descubierta el patio está embaldosado
con pedruscos menudos, que combinan con los balaustres de las celosías.
Todo
un esmero, mimo y artificio en los arcos, las bóvedas y las columnas de
piedra. La prestancia de los aleros y los azulejos venecianos en el
borde de los corredores.
5. El polvo
y la luz
Aquí
el hondo silencio estalla, propicio para el amor y sus desgarramientos.
Al frente hay rodelas talladas de madera en las ventanas silentes.
Y
un leve balcón de antepecho, apoyado en cuatro ménsulas parejas,
airosas y desveladas que aún conservan el color verde perla con que
alguna vez estuvieran pintadas.
Pero,
¿quién salía a mirar por esta ventana hacia el traspatio?
Indudablemente, hay aquí encerrada una historia de amor probablemente
entre el señor y alguna aldeana y tierna doncella, que aquí trabajaba y
también vivía. O sino, ¿por qué tanta filigrana en los detalles y
acabados?
He
aquí un tragaluz con alabastro o piedra de Huamanga, mandada pulir con
libertad sensual, con amor tosco e inocente. Y no con la implacable
formalidad y exacta geometría hecha para un salón, dejando una
superficie con abultamientos, ¡y en donde pugnan por residir el polvo y
la luz!
6. El misterio
de aquel amor
¿Qué
representan? ¡Un vientre y los senos de una mujer! Y, como una joya he
aquí un precioso arco campanel rebajado de piedra, escondido al final de
la galería lateral. Pero, siendo una preciosura, ¿por qué está aquí y
no adelante?
¡Ah,
es más que evidente! Son huellas y vestigios de un amor furtivo e
inconfesable. Pero, esta inscripción en el azulejo, ¿qué dice?
Claramente se lee: Cristóbal de la Molina.
Y
debajo un nombre de mujer, rayado con furor, casi roto con un objeto
punzante, quizá por el desengaño y la desilusión de esperar lo que no se
nos debe, pero que sí son deudas de amor.
Este
patio encierra, ya no cabe duda, una honda historia de una intensa
pasión. Que quizá lo entienden estos perros que alzan los ojos tendidos a
mis pies, mirándome como lebreles míticos bajo la luz del sol.
Pienso que son perros pasmados, por el misterio de aquel amor que pena entre estas rejas, filigranas y piedras.
7. Mansas
a mi paso
¿O
son canes pacíficos que fueran criados en la paz de algún claustro
monacal y venerable? O en este ¿en donde alguna vez ocurriría aquella
historia inconfesable pero visible y a la vez borrosa en la inscripción
del campanel?
Los mastines levantan sus cabezas y otra vez la hunden sin dejar de mirarme ni apartar sus ojos de mí.
Y
vuelven a sumir su hocico a ras del suelo, siempre con la pupila
vigilante y misteriosa puesta en lo que yo hago. Se miran entre sí, y
ellos me vuelven a mirar a mí.
¿Qué se comunican? ¿Qué saben ellos? ¿Qué secretos intercambian?
Y terminan otra vez abatiendo sus trompas y fauces, siempre mirándome y entendiéndose entre sí.
He
ingresado a este patio sin forzar ni violentar nada. Y los guachimanes
ahora no se explican, tal cual lo afirman, estando encadenados y bajo
siete candados con sus respectivas llaves, ni yo tampoco. Y menos sabría
explicar por qué estas fieras estuvieron mansas a mi paso.
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