Danilo
Sánchez Lihón
1. Un Vallejo
que
se arropa
En carta que César Vallejo
dirige a su hermano Manuel Natividad, le dice:
Han pasado 114 días desde
el inolvidable 8 de agosto; y para siempre vivo en la fe de Dios y estoy seguro
de que mamacita está viva, allá en nuestra casita, y que mañana o algún día que
yo llegue, me esperará con los brazos abiertos, llorando mares.
Sí... Yo no puedo aceptar
que la haya llevado Dios tan temprano para el amor y esperanza de sus hijos que
han luchado para conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de
nuestra santísima madrecita Santitos! ¡Oh Manuelito mío, hermano queridísimo!
Toda carta que Vallejo
dirige a un familiar suyo, que en aquel tiempo permanecían en Santiago de
Chuco, reboza de cariño, porque él sabe que ese es el lenguaje de uso e
intercambio entre su gente. E, incluso, que no se puede ser de otro modo.
Descubre también sus cartas
a un Vallejo que se arropa, que se abriga, hunde y protege en esa ternura para
poder seguir sosteniéndose en la vida.
2.
Luchar
por
un porvenir
Sin embargo, no quiero
dejar de señalar un rasgo muy nítido y conmovedor en esta carta reproducida, en
aquella expresión que dice:
(...) sus hijos que han
luchado por conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de nuestra
santísima madrecita Santitos!
Y es éste otro elemento
presente en las cartas que dirige a sus familiares, cual es hablarles –de modo
casi ingenuo– de alcanzar éxito, de llegar a ser grande, de obtener logros que
les llenen de satisfacción y orgullo; ¡y hasta de riqueza!, para beneplácito de
su madre y su familia.
Reflexionemos sobre este
hecho: César Vallejo es un poeta de estatura universal al igual que el Dante,
en palabras del pensador y místico norteamericano Thomas Merton.
¿Todo ello lo hizo como
empeño y consagración para ponerlo a los pies de su madrecita? Sí, lo dice
expresamente. ¿No es excelso?
El militante de la
República Española, que muere en el fragor de esa contienda, quien escribió los
poemas más sublevantes de la especie humana inspirados en esa trágica
hecatombe, hizo esa proeza para ponerlo a los pies de su santa madrecita. ¿No
es conmovedor y hasta sublime?
3.
La radiante
y
leve flor
El peruano más cabal del
Siglo XX, según todas las encuestas que se hicieron a nivel nacional al término
de aquel siglo, alcanzó a llegar a ese horizonte en razón de algo muy tierno,
como él lo dice, lo declara y recalca: para ponerlo a los pies de su santa
madrecita. ¿No es glorioso?
Algunos lo postularon –con
sobrada razón– como el peruano más colosal del milenio, junto a Miguel Grau,
pues ambos con su martirio navegaron mares procelosos y vencieron todos los escollos
para sobrevivir en la eternidad.
Pero en el fondo de esa
grandiosidad está la radiante y leve flor, frágil pero a la vez eminente flor
de la ternura y la bondad sin límites por todo aquello que merece ser amado.
Y el arrojo de nuestras
vidas para ir tras aquellos ideales y utopías. ¿Todo esto no es eminente y
sagrado?
Esa grandeza no le fue
fácil alcanzarla, porque no es silvestre ni es gratuita. No le vino como un
regalo inesperado, sino que la conquistó a fuerza de empeño, consagración y
sacrificio.
4.
Motivaciones
del
amor
Porque así lo dice en la
carta, con lucha, con hondas renuncias y con total ofrenda a su madre. Oblación
inmensa antes de esta carta y peor aún después.
Bastaría sopesar el hambre
y las privaciones que pasó en París para tipificar esa dedicación como una
realización insigne y heroica.
Sin embargo, toda esa
proeza la puso a los pies de su madre, doña María de los Santos Mendoza
Gurrionero, a quien César Vallejo llama “santísima madre Santitos”. ¿No es
estremecedor?
¿No es, acaso –mirándolo
desde el lado de la educación del alma y del espíritu– algo exultante? ¿No
sentimos que eso mismo hacemos cada uno de nosotros –humildemente– en cada
minuto de nuestras vidas?
Y, ¿no es lo mismo lo que
han hecho y hacen cada día los hermanos que han emigrado tan lejos y que
remiten cada día fondos para la educación de sus seres queridos; o para la
construcción de la casita; o para amenizar la fiesta de la aldea, la villa o
del pueblo natal?
5.
El insondable
cariño
Vallejo luchaba, entre otras
grandes simpatías y razones, por el amor a su madrecita. ¿Y quién era ella?
¿Cómo era esa bendita mujer?
Era una mujer modesta y
sencilla, como se ve en la única fotografía de familia que registra su
presencia, con el gesto de llanto en la comisura de los labios y de amor en las
arrugas alrededor de los ojos. Con su rebozo pobre, raído y desteñido, con los hombros
doblados por el peso del trabajo y del insondable cariño, como lo es toda madre
del pueblo trabajador y sufrido.
¿Pero acaso porque vestía
pobremente no es valiosa? ¿Porque no ostentaba pergaminos académicos, ni cargos
públicos, ni renombre propio, no era inmensa? ¡Lo es! Dio protección, y sintió
devoción por sus hijos. Engendró, crio y se desvivió por uno de los portentos
de la raza humana de todos los tiempos.
Y su nobleza, –¡adorable
nobleza!– ha dado como fruto al genio universal de la poesía más significativa
del siglo XX. Al baluarte moral de la humanidad, honor que luego él pone a los
pies de aquella abnegada mujer, razones y motivaciones todas estas inspiradas
en el amor sublime.
6.
El recuerdo
de
su tierra
Este componente afectivo,
cariñoso y pródigo, en la ternura que César Vallejo deja aflorar, es un
elemento que quisiera destacar porque es un valor amenazado que nos toca
directamente defender a nosotros, a quienes pertenecemos al mundo andino.
Primero, para dejar
constancia de que es fruto de nuestra cultura.
Segundo, para cuidar que no
se nos pierda.
Tercero, para vigilar que
no se nos arrebate siguiendo paradigmas engañosos basados en la ciencia y la
tecnología.
Cuarto, para enfatizar que
ello es bueno.
Quinto, para corroborar que
estuvo en el fondo del alma de César Vallejo.
Y que ello también hizo
posible que él fuera el poeta universal que es.
En otra nota, fechada el 14
de julio del año 1923, el día en que César Vallejo llega a París, oigámosle lo
que hace constar y escribe; donde es claro que no le fascina tanto la rutilante
ciudad luz, emblema del mundo occidental. No habla en realidad de ella, como
haría cualquier otro ser, sino que le invade y domina el recuerdo de su tierra
original, Santiago de Chuco.
7.
La sagrada
memoria
Esa carta la dirige a su
hermano Víctor Clemente y le dice, entre otros asuntos, lo siguiente:
Mi queridísimo hermano
Víctor:
El Altísimo permita que mis
letras los hallen llenos de bienestar, papacito y toda la familia. El Altísimo
también ya me hizo llegar sin contratiempo alguno... Aquí estoy ya, y me parece
todo un sueño, hermanito amado. Un sueño! Un sueño! Quiero llorar ahora,
viéndome aquí, tan lejos de ustedes... uf! muy lejos! Quiero llorar mucho, a
torrentes porque mi dolor y mi tristeza asoman a mis ojos y no me dejan
escribir...
…escribo ahora a las cinco
de la tarde. Llegan del boulevard un murmullo de músicos, risas, voces,
traquidos de carros subterráneos, etc., etc. Dedico este momento a la sagrada
memoria de mi padre y de todos ustedes, que, a esta hora, estarán en mi
Santiago, y en casita, quizás conversando juntos, riendo o acaso llorando.
Pienso en ustedes y la melancolía me ahoga y no puedo más. Yo regresaré a
América, Dios lo permita muy pronto.
8.
Dulzura
a
gajos
Víctor Clemente, en la
fecha en que él escribe esta carta, tenía 53 años, pero no hay problema para
que le diga: “hermanito amado”. No hay atajo para sentirse y ser niños. Niños
siempre en el plano de las simpatías, aquí y ahora, en concreto, tangible y verdadero.
En las cartas a sus
familiares las referencias afectivas son desnudas y abiertas, sin timidez y sin
censura.
Y es que Santiago de Chuco
es encanto, es caricia y es bondad. “Ríos de luz y entrañas de amor”, como él
mismo lo definió.
En él todo es dulce: la luz
en las cosas, el hablar de la gente, la manera de tratarse unos a otros.
En donde el cariño es
fuerte, espontáneo e íntegro. De allí que César Vallejo pudiera escribir
versos, estando ya en París, como:
¡Dulzura por dulzura corazona!
¡Dulzura a gajos, eras de vista,
esos abiertos días, cuando
monté por árboles caídos!
9.
Que algún día
volvamos
Es el afecto que no hay que
maltratar, ni descartar de nuestras vidas, ni mucho menos desasirnos de él.
Es el afecto que hay que
sacarlo más a flote, hacerlo más evidente y de trato diario en nuestras vidas.
Que debemos velar y
atesorar, cuidando que nunca se pierda, reconociéndolo como aquello que hay de
más valioso sobre la faz de la tierra.
Afecto que si te vas lo
llevarás contigo. Y si te quedas permanecerá fiel a tu lado.
Afecto que si callas dentro
de ti sabrá lo que te sucede. Y alargará hacia ti su mano compasiva.
Afecto que te ayudará a
perdonar a los demás, y a perdonarte a ti mismo.
Que ahora anuda nuestras
gargantas y hace brotar las lágrimas de nuestros corazones hacia nuestros ojos
por todo lo que hemos dejado esperando que algún día volvamos a nuestros
pueblos de origen.
Padres de César Vallejo