En la foto: Maestros en la
Escuela 271
Parados: Carlos Castillo
Murga,
los esposos Francisco y Luisa
Tuburcio,
Arnulfo Enríquez y Leoncio Rebaza
Sentados: Danilo Sánchez G.
y Diómedes Paredes
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CARLOS FÉLIX CASTILLO MURGA:
CENTENARIO DE SU PRESENCIA
Por Carlos Manuel Castillo Mendoza
CENTENARIO DE SU PRESENCIA
Por Carlos Manuel Castillo Mendoza
Hoy, 20 de noviembre mi padre Don Carlos Félix Castillo Murga cumpliría cien años. Capulí, Vallejo y su tierra hizo un alto el sábado para recordarlo como maestro y santiaguino por nacimiento y cultura. De igual manera el poeta Danilo Sánchez Lihón hizo afectuosas menciones de él como su maestro y su padrino y el Dr. Walter Vásquez Vejarano postergó un viaje que tenía previsto para asistir y dar un testimonio inmensamente humano y grato reconociéndolo como su maestro y manifestando cómo se sorprendió el día que se le acercó para saludarlo diciéndole: ¡Buenos días Doctor!
No es muy habitual que yo hable de mi progenitor homenajeándolo y recordándolo tal como lo conocí en la intimidad del hogar, aunque alguna vez es necesario hacerlo. Es más interesante que quienes lo conocieron y/o compartieron afanes con él lo hagan, pues de esa manera se evita el subjetivismo y el desborde del aprecio filial. Con la distancia del tiempo, allanadas las incidencias y vicisitudes de su vida es posible ir a una reflexión más seria y ponderada de modo que todos veamos lo que realmente representó mi padre para la educación y la cultura de Santiago de Chuco.
Ex alumno del centro viejo en Santiago de Chuco, hizo sus estudios en el Instituto Moderno de Trujillo, el Colegio Secundario que dirigía un santiaguino ilustre como fue Don Carlos Uceda Meza, amigo y muy relacionado con mis abuelos paternos, quien lo recibió para que trabajara como amanuense, al tiempo que cursaba estudios secundarios.
1. La aventura de un amor
Después ingresó a la Universidad Nacional de Trujillo integrando la primera promoción de normalistas que egresaron en 1942 de la centenaria casa que fundaron Bolívar y Sánchez Carrión. Allí conoció a mi madre Margarita Mendoza Vega, era su compañera de clase y, según nos contó alguna vez, se enamoraron a sabiendas que la familia de ella nunca permitiría un matrimonio ya que él venía de la serranía y los prejuicios no eran pocos para los que no pertenecían a esa norteña ciudad tan encumbrada desde tiempos coloniales.
Tuvieron una boda de novela en el balneario de Huanchaco y a los pocos días, contando con la complicidad de algunos amigos, que guardaron muy bien el secreto, mientras el reloj de la catedral daba las seis de la tarde, en la góndola que conducía Don Víctor Olivares, se embarcaron rumbo a Santiago de Chuco sin dar aviso a los parientes. Fue recién con el nacimiento de mi hermana mayor que los abuelos aceptaron ese enlace y les abrieron las puertas de su mansión trujillana de balcón colonial, ubicada en la esquina de los jirones Almagro y San Martín, restableciéndose la armonía familiar.
Así llegó mi madre a Santiago de Chuco y empezó a trabajar en la escuela primaria compartiendo labores con los maestros Carlos Barbarán, Esperanza Urquizo, Antonio Ramírez, entre otros. Ambos progenitores se consagraron a la docencia y condujeron los aprendizajes de los niños y niñas de la localidad, muchos aún los recuerdan con especial gratitud.
2. “Lloren las bocas, giman las miradas” (César Vallejo)
Conocí a mi padre en trance de dolor y soledad. Cuando despertaban a la vida reconociendo mi identidad personal, familiar y telúrica, tenía cinco años. A esa edad mi madre partió de entre nosotros y mi padre se vio enfrentado a la realidad de su muerte sin más armas que su juventud y su dolor.
El trance de la enfermedad que padeció la fue llevando a una situación muy adolorida cuyo desenlace toda la familia buscaba resolver no solo con la ciencia médica sino esperando la gracia de Dios, la misma que no llegó jamás.
Recuerdo que al promediar las seis de la tarde todos los parientes se reunía en la casa para rezar y pedirle al Dios de la vida viera por esa nuestra madre y maestra que se iba de a pocos dejando en la orfandad a sus cinco hijos pequeños: a María Cristina mi hermana mayor con solo ocho años de edad, a Felipe el segundo hijo con poco más de seis años cumplidos, a mí el tercero con cinco años, a Inés con cuatro años en su piel morena y su sonrisa de muñeca y a mi hermano Javier, el “pájaro azul” como solía llamarle, con apenas dos años de edad.
Eso era lo que laceraba la vida de mi padre y lo que le preocupaba porque a esa edad el hogar terminaba y el futuro se cernía incierto sobre él y sobre cada uno de nosotros. Era tanta la conmoción de ese acontecimiento, que hizo a todo el pueblo estar atento a lo que se venía, lamentando cómo a una familia tan bellamente constituida le llegara un final trágico, especialmente a los hijos que a esa edad necesitaban más del amor maternal y los afectos que solo una madre sabe dar.
Fue un 19 de junio de 1951 que mi madre Margarita Mendoza Vega, luego de solo nueve años vida conyugar y con treintaicinco años de edad se fue a morar en la loma del cementerio de Santiago de Chuco, teniendo al frente el pueblo con sus casas agachadas, sus calles retorcidas, su eucaliptos meciéndose en constante vaivén, sus cerros de colores y sus gentes llenas de fe en el Apóstol Santiago el Mayor.
3. El pueblo la lloró
Y acompañó su entierro en silencio y con la mirada atenta en nosotros, mientras mi padre alzaba su voz preguntando al sordo cielo ¿por qué a mí?, ¿por qué a mis hijos si aún no han tenido tiempo de cometer deslices para merecer tal castigo? Nadie daba razón de tamaña privación. Lo que guardo en mi memoria son las frecuentes muestras de afecto y atención que toda la familia y muchas personas sabían darnos a modo de consuelo, como cuando la Señorita Flor Marina Vejarano Vallejo, gustaba acariciar a mis hermanas llamándolas cariñosamente “Mis ñañas”; o cuando la Sra. Juanita Ciudad, las tardes que solía pasar por su calle rumbo a mi casa, se deshacía en afanes para que ingresara a su casa a servirme pan caliente y leche con café; también recuerdo las lágrimas muy sentidas de la Dra. María Julia Luna de Ciudad, quien no conoció a mi madre pero se enteró de lo sucedido, un día que iba a la escuela con mi flor blanca, para festejar el Día de la madre, cruzó la calle y con lágrimas en los ojos me abrazó y conmovida me encargó saludar a todos mis hermanos. También están las romerías que la Escuela de Mujeres No. 272 solían hacer por el día del maestro al cementerio para rendirle homenaje y recordación.
4. Largos fueron los silencios
Muchas las tempestades a nuestro alrededor, frecuentes las preguntas y no pocas las veces en que hasta el pan escaseaba en la mesa familiar.
Huérfanos de ella aprendimos a subir al silencioso cementerio donde la lontananza se erguía como única respuesta a nuestro corazón entristecido.
Subíamos de cuando en cuando llevando cartuchos y rosas esperando quizá un reencuentro, para luego bajar callados lamentando no haberla visto y convencidos que ella no se levantaría jamás.
5. Pero la vida debía continuar
Mi padre siguió ejerciendo la Dirección de la Escuela de Segundo Grado de Varones No. 271, esa añosa institución por donde han pasado ilustres santiaguinos que hicieron de nuestro pueblo un referente vital para la cultura, el orgullo y la fe de nuestro querido Perú. Hablo de los hermanos Felipe y Abraham Arias Larreta, de César Vallejo Mendoza, Luis de la Puente Uceda, de los Doctores Walter Vásquez Vejarano, Carlos Escobedo Urquizo, Juvenal y Danilo Sánchez Lihon, Wellington Castillo Sánchez, Luis Santa María Paredes, Santiago Uceda Castillo; de los ex alumnos como Gregorio Grados, César Bocanegra, Alfredo Urquizo, Juan y Manuel Ruíz, etc. etc. cuyos títulos y merecimientos harían largo este recuento.
Junto a la escuela de Mujeres No. 272 que dirigieron las señoritas Elsa Paredes y después la sobrina de nuestro vate, Flor Marina Vejarano Vallejo; también hubieron tres escuelas para varones cuyos directores lograron darle la orientación acorde con la realidad local.
El maestro Modesto Geldres dirigió la Escuela No. 277 donde se impartía orientación pre-vocacional cercana a la teoría educativa de Célestin Freinet de una educación para el trabajo con orientación moderna y popular. Estaba también la Escuela No. 278 que dirigió otro notable maestro Don Manuel Encarnación Saavedra caracterizada por la disciplina y rigurosidad en el método, muy cercana al pensamiento educativo de Federico Froebel; y la Escuela No. 271 que ofrecía una educación interdisciplinar, combinando los aprendizajes teóricos con excursiones, deporte, teatro, priorizando el compromiso social.
En la orientación axiológica de todas ellas influenciaron mucho las ideas educativas de Johan H. Pestalozzi, María Montessori y José Antonio Encinas.
6. El padre que me enseñó a vivir
Lo que me queda de mi padre es su alegría por vivir, era de espíritu campechano, sencillo y amigo leal, le gustaba tratar a todos sin mayor distinción. Amaba a su tierra y se identificaba con el mundo andino al punto que donde estaba sabía desempeñarse como uno más de ellos. Era diestro con la lezna, el yunque y el martillo remodelando nuestro calzado y muy hábil para descifrar el rostro de los alumnos sencillos.
No se desesperaba por pisar la alfombra roja ni por ingresar a los recintos de los principales de la ciudad, pero era saludado con aprecio y afecto con la expresión clásica: “Buenos días don Carlitos”, o “Cómo está señor Castillo” devolviéndoles a cada uno la misma expresión de cordialidad familiar.
Mi padre no provenía de una familia de pudientes ni fue uno de los notables del pueblo, pero logró graduarse en la primera promoción de normalistas de la Universidad Nacional de Trujillo. Tampoco tuvo bienes ni hacienda, pero conocía los campos a los que llegaba cabalgando un caballo color canela, poncho marrón andino y sombrero de paja con ribete de cuero.
7. Maestro de maestros
Mi padre nunca fue objeto de un premio ni una lisonja oficial, pero disertaba con solvencia sobre Manuel Gonzáles Prada, José Antonio Encinas, el pensamiento socialista y sobre los teóricos de la educación que eran parte de su trabajo y convicción.
No recuerdo que haya compuesto versos ni escrito copla alguna, pero cantaba y se divertía con la poesía y el son de los trovadores a los que acompañaba y honraba con gratitud y vehemencia.
Era un sencillo maestro de escuela que sabía mirar de frente; por eso, al enviudar siendo joven fueron muchas las muchachas del pueblo que buscaron su amistad, así nos lo hicieron saber ellas con gestos de cariño, palabras afectuosas y regalos infantiles.
A cien años de su nacimiento, yo que respeto mucho la poesía y a los poetas, me atrevo a decir estas glosas que espero contribuyan a comprenderlo tal como yo lo conocí:
8. Carlos Castillo Murga, cien años de presencia
Hace un siglo que llegaste a morar en la región de los chucos,
padre y maestro fuiste viviendo entre la casa y la escuela
te iniciaste siendo muy joven terminaste luciendo surcos.
Te recuerdo cabalgando un potro por el camino rural
trotabas cortando el viento repasando tu sino personal
mientras canturreabas un huayno sin llegar al verso final,
ibas de examinador a la escuelita fiscal
donde te esperaban los niños cantando el himno nacional.
Sabías compartir tus tiempos, tus saberes, también tu pan
sin importar el rostro del que recibía el don,
antes que te dijeran: ¡gracias!, seguías atento en tu afán.
Fuiste maestro bueno cuando dabas una lección,
también tomabas la escoba para limpiar el salón
dando el ejemplo de quien sirve desde la Dirección.
Te miraba cómo eras tierno cuando te nacía un hijo,
al que alzabas como una ofrenda para presentarlo a Dios
arrullándolo con un canto mostrando ser muy prolijo.
Te he visto cruzar sin miedo los potreros de Calipuy
trenzando el silencio tuyo con el mutismo del pajonal
hasta ingresar a la choza andina donde saboreaste un picante cuy.
Cómo olvidar tu desgarro cuando mi madre partió,
¡Margo!, ¡Margo! Llamabas en esa casa vacía de su amor y de su voz
secando con tu pañuelo la lágrima que brotó.
Sabías forjar amigos en el campo y la ciudad
hablándoles de tus hijos, de tu vida y tu quehacer
mientras saboreabas la chicha que animaba la hermandad.
Eras fino y muy atento con las damas al saludar
les decías cosas galantes inclinándote al pronunciar
palabras de cortesía que parecían acariciar.
Te recuerdo limpio en tus pliegues tratando de no envilecer
ni tu ropa ni tu buen nombre para que te pudieran ver
pasando por este mundo tal como llegaste a ser.
Hacías gala de artista iniciando el baile de honor,
y mientras la banda tocaba a tu gusto y tu sabor
tu pañuelo salía volando buscando una bella flor.
Eras devoto confeso del Apóstol Santiago el Mayor
vibrabas cada mes de julio con nuestro augusto Patrón
que pasaba por nuestra casa dejando su bendición.
Vives en mí viejo querido lleno de sabia y dulzor
sigues inculcando a los niños la importancia del buen vivir
hoy somos maestros de escuela forjando un mundo mejor.
No hay reproches, bien lo sabes, y eso lo aprendí cuando llegué
a ser padre de mi hija Gabriela y tuve que recorrer
las sendas que tu seguiste sin decir: ya me cansé.
Te recuerdo yaciendo leve, no parecías sentir temor,
te fuiste de entre nosotros al encuentro del aquel amor
que te cautivó en Trujillo con su virtud y su honor.
padre y maestro fuiste viviendo entre la casa y la escuela
te iniciaste siendo muy joven terminaste luciendo surcos.
Te recuerdo cabalgando un potro por el camino rural
trotabas cortando el viento repasando tu sino personal
mientras canturreabas un huayno sin llegar al verso final,
ibas de examinador a la escuelita fiscal
donde te esperaban los niños cantando el himno nacional.
Sabías compartir tus tiempos, tus saberes, también tu pan
sin importar el rostro del que recibía el don,
antes que te dijeran: ¡gracias!, seguías atento en tu afán.
Fuiste maestro bueno cuando dabas una lección,
también tomabas la escoba para limpiar el salón
dando el ejemplo de quien sirve desde la Dirección.
Te miraba cómo eras tierno cuando te nacía un hijo,
al que alzabas como una ofrenda para presentarlo a Dios
arrullándolo con un canto mostrando ser muy prolijo.
Te he visto cruzar sin miedo los potreros de Calipuy
trenzando el silencio tuyo con el mutismo del pajonal
hasta ingresar a la choza andina donde saboreaste un picante cuy.
Cómo olvidar tu desgarro cuando mi madre partió,
¡Margo!, ¡Margo! Llamabas en esa casa vacía de su amor y de su voz
secando con tu pañuelo la lágrima que brotó.
Sabías forjar amigos en el campo y la ciudad
hablándoles de tus hijos, de tu vida y tu quehacer
mientras saboreabas la chicha que animaba la hermandad.
Eras fino y muy atento con las damas al saludar
les decías cosas galantes inclinándote al pronunciar
palabras de cortesía que parecían acariciar.
Te recuerdo limpio en tus pliegues tratando de no envilecer
ni tu ropa ni tu buen nombre para que te pudieran ver
pasando por este mundo tal como llegaste a ser.
Hacías gala de artista iniciando el baile de honor,
y mientras la banda tocaba a tu gusto y tu sabor
tu pañuelo salía volando buscando una bella flor.
Eras devoto confeso del Apóstol Santiago el Mayor
vibrabas cada mes de julio con nuestro augusto Patrón
que pasaba por nuestra casa dejando su bendición.
Vives en mí viejo querido lleno de sabia y dulzor
sigues inculcando a los niños la importancia del buen vivir
hoy somos maestros de escuela forjando un mundo mejor.
No hay reproches, bien lo sabes, y eso lo aprendí cuando llegué
a ser padre de mi hija Gabriela y tuve que recorrer
las sendas que tu seguiste sin decir: ya me cansé.
Te recuerdo yaciendo leve, no parecías sentir temor,
te fuiste de entre nosotros al encuentro del aquel amor
que te cautivó en Trujillo con su virtud y su honor.