Danilo Sánchez Lihón
1. El agua
a la luz
Aquí están extendidas las vigas y extasiados los travesaños absortos sobre los adobes en trance, y alucinados.
Y
sobre los adobes el techo dando sombra amena y afable a los corredores,
habitaciones y el patio de las casas. Dando amparo y protección, sea
ante la calma y el asombro, sea ante la tormenta y los cielos
anubarrados que ahora se desploman.
Los techos se alinean en base a tejas canales que intentan ser rectilíneas pero que la vida las ha torcido sabiamente.
Tal y como curva a una madre un hijo. O tal y cómo cimbra a un amante el ser amado. Aún más cuando está lejos o distante.
O tal y cómo arquea el agua a la luz en el arco iris.
Techos que han absorbido aquello que la tierra quiere ofrecernos con adhesión, ternura y diligencia silenciosa.
Y también aquello que el limbo en su arrebato o en su tempestad contiene. Y para que se vea que no todo en él es traslúcido.
2. Y una teja
basta
He aquí los tejados, que los hay de dos o más aguas y que rematan en una cumbrera de tejas airosas expuestas al firmamento.
Su textura, su color, su aroma y su sombra amartelada combinan con las nubes blancas y los cielos azulados.
Combinan encariñadas con las horas del día: sea los amaneceres, las tardes o los mediodías cautivos.
Combina
con el reverberar del sol en la amanecida, con el estallido del
relámpago y el retumbar del trueno; como con la agonía muriente de los
atardeceres encaprichados.
Armoniza
con el silencio de los pilares añosos que los sostienen, de donde se
sujetan las almas de los muertos sobre todo con el recuerdo de lo que ha
sido y ya no existe.
Conmueve
ver a los tejados a la distancia indoblegables bajo el furor de las
tormentas en las punas. E impertérritos ante los abandonos y los adioses
de la gente que ha nacido bajo sus alas en los valles profundos como en
los pueblos de altura o de jalca.
¡Y
en estas vastedades una teja basta para aún defendernos de todo, como
escudo invicto de aquel plumaje legendario que es un tejado
protegiéndonos invencibles del destino más aciago!
3. Como ha sido
siempre
Por
los tejados se escapa el humo de las cocinas desde el alba hasta el
ángelus en que se reza y se encamina el alma en su peregrinar hacia el
absoluto.
Por entre sus carrizos, extraídos de los temples, se enreda también la neblina blanca.
Entre
ellos se persiguen y después acurrucan como enamorados adolescentes en
el techo, porque carrizo y neblina han morado y escuchado juntos el
canto del zorzal en la hondonada.
De
allí que en los tejados están los puquios y manantiales contenidos
además en lianas y bejucos que amarran el carrizo al travesaño.
¡Y en ellos, la bóveda de abajo reflejada, como los vacíos de arriba anubarrados!
¡En
los tejados alternan tanto la vida y la muerte que hasta de repente son
una pareja de amantes, o por lo menos de quienes se gustan y se miran!
Donde los carrizos son del color del oro bueno, del oro que no se mide
por quilates sino por corazonadas.
Porque
sirve solo para la adoración y el culto de lo sagrado, como ha sido
siempre en esta y la otra morada, la vida simple y verdadera.
4. Y allí
está
Otra
divinidad de los campos sostiene a los tejados y es el maguey inhiesto,
hierático y sacrificado. Este árbol antes guardián de los caminos y las
encrucijadas más temibles, y que ha venido a tenderse de largo en los
techos como soporte ante tanto pasmo, delirio e infinito.
Que
por crecer en los senderos y atajos por donde se va y se viene, y por
donde la muerte ha pasado tanto con su guadaña, ¡y él lo ha visto!, sabe
cómo resistir lo inconmensurable que hay detrás de las risas y las
fiestas. Como también absorber y nutrirse del coraje que hay detrás de
los lamentos y quejidos de la gente que pasa.
Esta
deidad de figura estrafalaria aquí yace tiesa pero alerta a la
maravilla que pasa y a todo tormento que sucede, igual que cuando en lo
alto y al borde del camino arroja la voluta de sus ramas hacia uno y
otro costado y horizonte, como un candelabro, por lo que puede captar lo
innombrable.
Semidiós
que en su tronco semeja un río serpenteante de idas y vueltas, para
rematar estallando en un afloramiento de estambres y pistilos hacia
arriba, siendo una espiga de flores de color intenso por la vida que ha
vivido, que ha visto y que contiene.
La
mano de un ser supremo estuvo siempre en el racimo apasionado del
maguey. Y allí permanece detrás de él amparando debajo del tejado cara
al misterio y al enigma que lo es todo en esta suprema existencia.
5. La hebra
del destino
De
cada hombre y mujer juntos aquí está su pulso y su latido, en estas
alas a lo etéreo, como es todo alero. Y en la totalidad de los tejados
su corazón sangra.
Aquí
está la mano como el alma y el corazón de todos aquellos que han
soñado, elevados hacia lo alto y a lo lejos; cara al sol y a la luna. Y a
la lluvia clemente o despiadada.
Y cara a las estrellas diminutas e inconmensurables, prendidas como lámparas inapagables en el firmamento.
Porque cada teja se ha modelado con el tacto y la ilusión de quienes la amoldaron hombro a hombro, paso a paso y pecho a pecho.
Y de aquellos que han posado sus miradas y sus manos en sus contornos, hallando en ellos la hebra de su destino.
De allí que cada una de ellas es irregular, tiene porosidades y arrugas en la frente.
Algunas tienen los dedos de quienes las han llevado al horno o las han sacado de él, apenas entibiadas.
6. El diapasón
de unas guitarras
Yo
mismo he alcanzado teja por teja para una techada con cuidado desmedido
para que no se rompan, porque en mis manos sonaban como campanas,
subiendo por una escalera que es como colgarse sobre un abismo.
Por
eso sé que las tejas tienen un sonido callado en su fondo, en su eje y
médula, que lo escuchamos ocultamente cuando las cargamos al hombro y
pegamos nuestros oídos a sus entrañas.
Y
si el hablar o el silencio no son sinceros dejan de escucharse por
siempre el badajo de esos sones. Y ellas se rompen y se quiebran allí
donde sintieron que algo no era leal y quedaron hechas pedazos, como
bomba que estalla.
Y
a la inversa, si todo es cabal, tintinean como cascabeles, aunque
aparenten estar calladas, aunque ya sostenidas y abrazadas en el techo.
Porque cada teja en realidad es una campana, una quena, un violín y un
arpa oculta bajo las estrellas.
Donde
cada teja son las cuerdas y el diapasón de unas guitarras que entonan
melodías y endechas allí donde están puestas, y dichas a la noche como
al alba.
7. Clarines
que en el alba
Pero,
es más; y esto muchos lo saben y es la razón por la cual aquí lo dejo
grabado: cada teja es una preciosa doncella que se ha cubierto el rostro
hermoso que tiene.
Son muchachas arrobadas, colmadas de misterio, inmóviles pero que por dentro tiemblan y se estremecen.
Por
eso los hombres apenas las vemos, porque están vueltas de lado por
timidez y recato. Y porque en el fondo también están enamoradas de
nosotros.
Ya
cesaron al pie de ellas las serenatas. Ya el aroma de los nardos y las
azucenas de las huertas pasan por el muro a lo alto del cielo límpido y
sereno a esta hora.
Porque los tejados serán siempre en donde rezuma la más plena y total poesía y esperanza.
Hay
razones supremas entonces para hacer silencio y escuchar su música
encantada y al final los clarines que en el alba entonan las tejas de
cara hacia lo eterno.
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CONVOCATORIA