1. Entre
los más valientes
– ¡Quién dibujó esto!
Gritó
el pintor José Sabogal, temible por su carácter violento, soberbio y
arrogante, a más de sus decisiones que eran estallidos radicales y
tajantes, quien no consentía mediocridades de ningún tipo, creador
máximo de la corriente indigenista en la pintura peruana y director
legendario de la Escuela Superior de Bellas Artes del Perú.
–
Digo que, ¡quién dibujó esto! –Volvió a tronar en tono más imperativo
que antes; y lo hacía desde las afueras de la oficina de la Dirección
General, situada en el primer piso de la vieja casona colonial de la
cuadra 6 de la calle Ancash, en los Barrios Altos de Lima.
Todo
se había paralizado y cundía un silencio absoluto. Nadie se movía,
habiéndose quedado todos como petrificados en la postura que tenían en
el primer grito.
Y
como nadie aparecía, vociferaba más aún. Y es que los alumnos más bien
se escondían yendo a refugiarse hasta detrás de los armarios. Entonces
él salió al centro del patio para que escucharan mejor desde el segundo y
tercer piso del vetusto edificio y siempre blandiendo la cartulina.
Sin embargo, los corredores habían quedado desiertos de gente, temerosa de ser el objeto de la ira del maestro.
2. Y
le dijo
Entonces volvió a clamar:
– ¿Me oyen? ¿Me escuchan? ¡Hablo claro! ¡O qué! ¡Pregunto! ¡Quién dibujó esto!
Y otra vez agita la cartulina en donde está la pintura motivo de su furia.
Poco a poco empiezan a asomarse unos cuantos estudiantes, entre los más valientes a los corredores del segundo y tercer piso:
– Yo no he sido profesor.
– ¡Yo tampoco!
– Yo, menos, maestro.
– No es mi dibujo, director.
– Tampoco es obra mía.
– ¡Entonces de quién es! –Clama con más ira. Parece que el edificio se va a derrumbar.
Armando
Villegas, quien ahora es considerado entre los grandes pintores
colombianos, pero que nació en Pomabamba, en Ancash, Perú, y se formó
entre nosotros, quien ha recibido los máximos elogios nada menos que de
Gabriel García Márquez, corrió donde estaba Agustín Rojas y le dijo:
3. ¡Aquí
está!
– ¡Es tu dibujo! ¡Oye hermano! Es tu dibujo el que blande en sus manos el director.
– ¿Sí?
– ¡Es tuyo hermanito! ¿Qué has hecho? ¡Te fregaste Agustín!
Porque sigue gritando ya a desgañitarse, ¡quién lo hizo!
–
Tienes que declarar que tú lo has hecho, si no va a arremeter contra
todos. –Se acercó a decirle amenazante otro que no era su amigo.
– Pero, ¡qué has dibujado ahí, hermano! ¡Ahora de repente a todos nos expulsa!
– No he hecho nada. Yo no he ofendido a nadie. Soy inocente.
– ¡Anda, dile eso, aunque te castigue!
– ¡Pero de una vez anda! Es mejor que bajes. Si no gritamos que estás aquí.
Y
se asomó al balaustre del corredor y vio hacia abajo que, ciertamente,
por los colores y la silueta reconoció que era su dibujo.
Como
todos notaron inmediatamente la escena de quién era el culpable de
tanta ira, señalaron como si hubieran cazado a un ratón o a un conejo.
4. De un pueblito
del norte del Perú
– ¡Aquí está el alumno culpable, profesor!
– ¡Aquí está quien lo hizo!, señor director.
– ¡Que baje!
Y
todos dieron un suspiro de alivio. Y los ánimos volvieron a la calma.
¡Ya había otra víctima que pagaría caro su atrevimiento! ¡Qué habrá
hecho, pues! Y, ¿quién era este?
Agustín
Rojas bajaba como alma en pena las escaleras anchas de mármol que daban
vueltas en cada esquina, como a un cadalso. Recordaba, al hacer su
cuadro, que quiso ser libre dando rienda suelta a su emoción estética.
Y había pintado tal y como le vino en gana. ¿Y era eso lo que estaba motivando tanto enojo, escándalo y estallido?
Recorrió
paso a paso los corredores bajo la mirada compasiva de estudiantes,
empleados y personal administrativo, que se asomaban para ver pasar a
ese pobre muchacho provinciano venido de un pueblito del norte del Perú
llamado Santiago de Chuco.
5. ¿De dónde
es usted?
Otros apenas se atrevían a mirar asomados a las ventanas. Pues no vayan a ser vistos y resulten comprometidos.
Bajó los últimos escaños, inclinó la cabeza y se presentó ante aquel dios olímpico.
– ¿Usted pintó esto?
– ¡Sí, fui yo!
– ¡Espéreme en la Dirección!
Luego
de dar órdenes al personal de servicio, entró el guapo cajamarquino,
iracundo e intempestivo, cerrando tras de sí la puerta.
– ¿De dónde es usted?
–
De Santiago de Chuco, señor. –Dijo con voz velada ya casi al borde del
llanto. –Además, vivo solo en Lima, señor, sin familia y pobremente y
sufriendo mil y una penalidades. –Dijo para justificarse ante lo que iba
a venir como reprimenda y punición de esa institución tutelar de la
patria.
Y rogó con todos sus gestos y su talante, queriendo justificar de antemano su desatino.
6. Devoción
y cariño
– Lo felicito. Así se dibuja, con esta fuerza, con esta libertad, con este coraje.
– ¿Qué dice, señor?
–
¡Que usted está en el camino del verdadero arte! ¡Genial! ¡Usted será
uno de los grandes pintores del Perú y que necesita tanto nuestra
patria!
– ¿Qué, señor?
–
¡Que gracias! ¡Gracias porque por estudiantes como usted esta escuela
se justifica ante el país, y tiene porvenir de grandeza, que es lo que
hay que anhelar! Por eso, ¡gracias!
Y
a partir de ese momento Agustín Rojas Torres pasó a formar parte del
círculo de excelencia de discípulos del maestro José Sabogal.
Fue
un suceso ocurrido inopinadamente cuando él se sentía un marginado, un
don nadie y un muerto de hambre, cuando pasó a integrar aquel círculo
áureo que solo lo conformaban cinco artistas, a los cuales él dedicaba
todo su magisterio, su devoción y su cariño.
Entre los cuales estaban Camilo Blas, Julia Codesido, Teresa Carvallo, Vinatea Reinoso y Agustín Rojas Torres.
7. exaltó
al género humano
José
Sabogal Diéguez nació en Cajabamba un día como hoy: 19 de marzo de
1888. Y razón tenía para ser pintor, pues Cajabamba es todo luz y
fulgor, es brillo y luminosidad en el cielo, en las casas y en sus
campos en donde hasta la sombra tiene no uno sino un arco iris de
colores.
Desde
niño se sintió atraído a pintar y fabricó sus primeros pinceles con los
pelos del espinazo de los gatos de su casa, como alguna vez contó. Su
primer maestro de arte fue don Alipio Seminario quien era pintor,
escultor y creador de los nacimientos de su pueblo, quien le enseñó a
preparar pintura en base a arcillas de colores y piedra molida.
Tenía
tan claro lo que tenía qué hacer, que a los 16 años se empleó como
cajero en una hacienda azucarera de Trujillo, igual que César Vallejo,
para durante cuatro años ahorrar a fin de hacerse pintor. Como él lo
expresó, sacrificó su adolescencia para tener dinero y viajar a Europa, a
los veinte años de edad, tomando un barco hasta llegar a Roma.
José
Sabogal, como Arguedas con la literatura, reveló quiénes éramos, pero
él a través de la pintura, realidad con la cual todos se cruzaban pero
que no miraban, pero no la reconocían, ni al indio ni al mestizo de
nuestra población. Y, sobre todo, su carácter digno, fuerte y soberano. Y
su majestad. Al hacerlo con excelencia estética exaltó al Perú, a la
historia y al género humano en general.
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CONVOCATORIA