sábado, 6 de diciembre de 2014

MAR - POR FRANSILES GALLARDO (MAGDALENA, CAJAMARCA)


MAR 

Fransiles Gallardo

Clareando la mañana, el primo Domitilo Velásquez levantándonos de la cama, nos dice:  

-Vamo, primo, a comprar pescado al muelle- intuyendo mi ansiedad, complementa- para que te asustes viendo el mar. 

Subiéndose el cierre de su casaca y riéndose. 

- A todos los serranos les pasa lo mismo, pero no te preocupes primo; que si te ahogas, yo te salvo.  

Nos vestimos apurados y un airecillo diferente nos eriza la piel. 

– Aquí la humedad te friega, primo; yo tengo asma, por esta maldita humedad– carraspeando. 

Al trote salimos de la casa y un perro chusco, todo mojado por la llovizna y con el rabo entre las piernas, pasa delante nuestro. 

–Jodido es esto del asma, primo-, explica- pareciera que te falta el aire, que te ahogas y no puedes ni respirar; parece que te mueres...   

La neblina nos impide mirar a la distancia. Una suave llovizna moja nuestros cabellos y nuestra ropa: es la garúa, nos comenta; pero no entendemos. 

-Lluvia, como de La Playería, nu'es-, le decimos.  

-Ya sé, primo, pero esta garúa no te moja, te empapa, te molesta y encima te da asma y te jode todo el tiempo.  

Extendemos los brazos para sentir esa fina llovizna y la humedad.  

Nuestros siete años no logran discernir lo que sucede a nuestro alrededor. 

–En La Playería, primo, llueve lindo y de a de veras, con sus truenos y sus relámpagos, como si el cielo se desbarrancara, primo  –comentamos, llenos de orgullo.  

Un automóvil verde pasa a nuestro costado. 

–¡Cuidadito, primo, que'sos animales matan!, nos dice riendo–.  

De un callejón sale un perro orejudo, ladrando y corriendo detrás nuestro:  

-¡Hasta los perros te persiguen, primo, es mala seña!-, se burla.  

Doblamos tres cuadras a la derecha y luego de frente cuatro cuadras a la izquierda y allí está el mar.  

Inmenso, nos sobamos los ojos, pensando que las legañas y la neblina no nos dejan mirarlo bien. Nuestra mirada no alcanza su distancia. 

Un barco enorme  –bateota gradodotota, pareciendo–  se mece ante nuestros asombrados ojos fiuuu, es un barco de a verdacito, no como los dibujos de nuestro libro de primer año de primaria. 

–Y por qué, pué, los barcos no si'unden primo  –preguntamos incrédulos, ante tremenda inmensidad.  

A lo lejos, un montón lanchas se acerca lentamente al muelle. 

–Porque flotan  –contesta sin mirarnos, acordándonos del maestro Alipio Tavarez, cuando en las clases de geografía nos habla del Sol y los planetas. 

 La neblina impide mirar el horizonte. A nuestras espaldas, tímidamente va apareciéndose el Sol. 

–¿Y por qué flotan, primo?, preguntamos de nuevo, con nuestra ingenuidad infantil. 

–¡Oe, serrano de mierda! ¿Has venido a conocer el mar o a tomarme examen?, contesta entre burlón y molesto el primo Domitilo.  

Nos quedamos con las ganas de explicarle lo que hemos leído en nuestro libro de primer año en la enciclopedia Venciendo  –libros más mejores, dejuro, leyerán en la costa, ¿di?–  sobre volúmenes y densidades, que tampoco entendemos bien, pero en el libro bien escribido está. 

Caminamos sobre el muelle y el miedo se apodera de nosotros crispándonos los trinches de la nuca. 

–¿Y si se cae la muelle? ¡Achichín!-, decimos–  y el primo Domitilo juega a empujarnos  –¿Y si nos resbalamos?-, nuestro corazón pum pum pum–, riéndose.  

Miramos entre los tablones, cómo se mueve el agua del mar  –espuma, espuma, nomá es–. 

–¡Alalay, qué friote qui'ace, primo!– las olas chocan contra los rieles del muelle que soportan a los tablones, sobre los cuales estamos parados. 

–Aquí no se dice alalay, primo–, salpicándonos el agua del mar, mojando nuestros pantalones como fina llovizna– en la costa se dice, qué frío, nada más; si te escuchan, van a decir que eres serranazo recién bajadito y te van a joder todo el tiempo- nos previene. 

En la distancia, el azul oscuro del fondo clarea con los rayos del sol. 

Los pescadores, con su pantalón remangado a media canilla, cargan canastas de chorreante y fresco pescado. 

Ajajá, jaja jay-, decimos sorprendidos-, di'aquí se lleva ña Gaudencia el pescao seco, medio agusanao, pa' La Playería y que mama Beca le cambia con camotes. 

El primo Domitilo, narizón y flacuchento, es conocido en el muelle. Regateando precio, compra dos pescados grandes  –es Bonito, nos dice–,  cargándolo en una bolsa de yute  –es pal' desayuno, primo–  y desandamos alegrados y contentados el trecho de retorno a casa. 

El Sol inunda con su claridad y la neblina ha desaparecido. Nos paramos al inicio del muelle, mirando extasiados el mar. 

–Serranazo  –se burla el primo Domitilo, desde sus catorce años–, igual que todos los bajaditos, se quedan cojudos viendo un poco de agua  –riéndose, emprendemos la vuelta. 

La tarde ha entibiado el Sol y con toda la familia vamos a la playa. 

Mama Beca ha mejorado de su salud. El encuentro con la Nievitas y sus hijitos será pué, aparte de los tónicos, pastillas y ampolletas aplicadas.  

-Son los trastornos de la menopausia, señora-, ha dicho el doctor Gaviria; -siguiendo mis indicaciones mejorará-, acomodándose el nudo de su corbata roja. 

Cogida de los brazos de la tía Nievitas, mama Beca se ha animado a meterse al mar y darse un remojón.  

El viejo Joshua y el tío Federico se han emborrachado hasta el amanecer, dándole al guashpaicito y a los tristes playerinos. 

Un buen caldo de cabeza de bonito y un par de buenos tragos de cañazo para cortar la mañana los ha restablecido y han llevado unas cervezas  –pa' no perder la costumbre, Joshua–  toman sentados sobre la arena. 

Tomando se acuerdan de sus viejos tiempos.  

Sobre una toalla y tendida de espaldas sobre la arena está la prima María Elena y sus diecinueve años. Ajustada a su generoso cuerpo tiene una ropa de baño, negra, que descubre, ante nuestra atónita y desorbitada mirada, el encanto de sus desafiantes caderas y sus espléndidos muslos de una blancura deslumbrante. 

Nuestros siete años no entienden, qué es lo que nos impresiona más:  

La inmensidad, plenitud y hermosura del extraño mar o la hermosura, inmensidad y plenitud de los bien formados muslos de la prima María Elena.  

O la plenitud,  inmensidad y hermosura de sus encantadoras y gloriosas caderas, sumergiéndose entre la espuma del mar. 

Una repentina y traicionera ola, inoportuna y desleal, nos arrebata el encanto de este inolvidable momento  –pum pum pum, nuestro pecho latiendo–,  deslumbrados, tumbándonos patas arriba, haciéndonos tragar bocanadas de agua salada. 

Ni eso ha podido sacarnos del cerebro el maravilloso recuerdo de los bien formados muslos de la prima María Elena y sus espectaculares caderas, perdiéndose entre las aguas del mar. 

Fueron nuestro delirio y martirio, nuestro contento y sufrimiento. 

Febril visión en nuestros adolescentes sueños de húmedos despertares. 


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