Danilo Sánchez Lihón
1. Un aire
secretamente altivo
Los
maestros integrantes de la orquesta de cuerdas empiezan a llegar a la
sala de la casa cuando soy llamado por mi padre para tocar la batería.
Los
instrumentos hace días que se afinan y los ensayos se han hecho
continuos para una velada literario-musical, organizada por los
planteles educativos de la capital de la provincia.
– Esta noche viene al ensayo el hacendado de Tulpo. –Informa mi padre.
Hemos
interpretado ya algunas piezas cuando llega un señor alto y jovial, de
ademanes desenvueltos, de barba y bigotes castaños, de hablar fuerte y
risueño.
Saluda
a mi padre con cariño y a todos los integrantes de la orquesta les
tiende la mano, poniendo sobre la mesa una botella de pisco "del bueno",
"para abrigarnos", dice con una amplia sonrisa.
Junto
a él han ingresado dos niñas, casi ya señoritas, que permanecen de pie y
a quienes yo nunca he visto antes. Tienen un aire secretamente altivo,
de rasgos hermosos por la firmeza de sus gestos y lo profundo de sus
ojos.
2. Crepitación
de latidos
Mientras el hacendado ya en su asiento ríe y sirve, alargando sus rodillas y estirando sus brazos, expresa:
– Estas son mis hijas, don Pascual Danilo. Veremos si acompasan bien en la danza.
Tienen
ambas un gran parecido, pero la mayor posee una belleza acaramelada,
ojos vivaces y rasgos muy definidos. La menor de grandes ojos negros, de
color capulí en su rostro y de un brillo tornasolado.
Después de los brindis, mi padre dirigiendo una mirada a la orquesta indica:
– Vírgenes del sol.
Marcando
el compás con un leve movimiento de cabeza y hundiendo luego su brazo
para levantar el arco del violín, da la orden de empezar.
Unos
bordones profundos de guitarra, de mandolinas y violines resuenen en la
sala. Yo, con el bombo, sigo los acordes del fox incaico que, como una
crepitación de latidos, desciende hasta los abismos y luego se eleva
hasta los picachos más empinados de la cordillera del alma que cada uno
tiene adentro.
3. Notas que yo jamás
había escuchado
Las
dos muchachas miran a su padre quien les hace un gesto y salen hacia
adelante, haciendo primero una honda inflexión y luego siguiendo la
danza con un compás libre y ungido a la vez.
Avanzan
con una actitud agraciada y ceremonial; con una faja de arco iris que
cogen con una mano y, en la otra, un pañuelo que agitan en el aire.
Ambas
tienen faldas negras con flecos de colores, cosidos a los bordes. Sus
pantorrillas, al hacer los giros, se ven límpidas y perfectas.
Es tan hermoso el ritual, los pasos, los movimientos de sus brazos y el revuelo de sus faldas, que su padre las mira orgulloso.
Y alzando su vaso en silencio brinda con los músicos que sin dejar de tocar siguen la escena.
Todos están sorprendidos, fascinados, arrancando de sus instrumentos notas que antes yo jamás había escuchado.
A
mi padre muy pocos hechos y asuntos llegan a satisfacerle plenamente.
Pero cuando algo verdaderamente le conmueve, abstrae su mirada hacia el
cielo raso de la sala, sin dejar de tocar y sin decir una sola palabra,
sume su rostro en algo muy dulce.
4. Se afinan
las mandolinas
En
esto yo le conozco bien. Cuando algo le hace gozar muy en lo recóndito
de su alma: se le acentúa un haz de arruguitas en torno a las sienes,
que es para mí su sonrisa íntima, señal de que ocurre algo
extraordinario dentro de él.
En dichos momentos la mirada se le va a las nubes, como si estuviese en un espacio y en un tiempo inalcanzables.
Esta vez cuando termina la pieza hay un silencio de arrobamiento.
– Bailan precioso las niñas. –Se atreve a decir don Panchito Miñano, rompiendo el encantamiento.
–
Nunca había sentido tan bella esta danza. –Acota, con la miel en sus
ojos, y visiblemente entusiasmado, don Luchito Donet, que abraza a su
mandolina.
Mientras
los maestros se sirven una copa, y afinan otra vez sus mandolinas y
guitarras, las dos hermanas han tomado asiento con los rostros
arrebolados y siempre con el embrujo de sus ojos de ensueño mirando a lo
alto.
Es hermosa la altivez de ambas, como vicuñas que erguidas otean el horizonte desde las cumbres intactas e inmarcesibles.
5. Sobre
los abismos
– Ahora, ¡La pampa y la puna! –Dice
con énfasis mi padre. Y noto en su voz una inusitada agitación, rara
dentro de su talante tranquilo y severo. ¡Tan inusitado es en él que
deje trasparentar una emoción!
Nuevamente
los instrumentos arremeten con fuerza, pero esta vez con una cadencia y
profundidad que oprime el pecho. Desde la batería yo comprendo que
todos somos arrollados por las aguas de un río turbulento y recóndito,
por un destino solemne e inextricable.
Otra
vez las hermanas avanzan al centro, bailando con un compás de mujeres
que afrontan su designio; enlazándose y separándose sin perder el ritmo
acompasado de sus pisadas.
Ya
envolviendo la faja en sus cinturas, ya colgándola levemente en el
extremo de sus hombros, ya juntando con ella sus caderas y dando ágiles
vueltas, como si sortearan peligrosos remolinos.
Son dos flores, o dos espigas, o dos lunas, o dos estrellas de colores primorosos pendiendo sobre los abismos.
–
¡Maravilloso! –musita esta vez don Julio Geldres, distendiendo su gesto
adusto y retraído de siempre, y a quien hasta ahora nunca lo había oído
decir "esta boca es mía".
6. Loco
y hechizado
–
¡Viva el Perú, carajo! –Se exalta con toda justeza el hacendado–. ¡Es
grandioso nuestro pueblo! ¡Es único! –Y es a mí a quien voltea a decirme
convencido.
A
mi padre se le han puesto los ojos como unos manantiales. Cuando para
la música, al recibir su copa, la levanta verticalmente y vacía el licor
directo a su garganta haciendo un ruido áspero y pleno de satisfacción y
de alegría.
Nunca lo había visto hacer eso. Pasa el puño por los labios mientras ordena:
– India bella.
Trinan
las mandolinas. Se hacen elevaciones y descensos en los diapasones de
las guitarras. Los dedos vibran en las cuerdas de los violines, ¡y yo
enardecido atrueno en el redoblante y en los platillos!
Me
he puesto de pie para golpear mejor el pedal del bombo, y tamborilear
hasta con los dedos de mis manos en el redoblante. Golpeo la madera de
los aros de la tarola con las baquetas y en los tambores de cuero hasta
con los codos.
Y
con el envés de las baquetas hago volar los platillos, extrayendo
sonidos de clarines y en otros momentos vagidos susurrantes.
Definitivamente me siento loco de dicha y hechizado.
7. Mirar tan hondo
a la vida
La
faja que ahora ellas levantan en el aire es de mil colores. Y las
hermanas la cogen en lo alto, con las dos manos. Se empinan alzándola
más arriba de sus cabezas. Ora dan saltos en fuga, ora son lentos y
maternales; a ratos con la cabeza erguida, a ratos profundamente
inclinadas hacia el suelo como si adoraran, perfilándose sus senos
incipientes y sus vientres.
¿De
qué oquedades aflora esa gracia y ese genio bravío? ¿Cómo es posible
que surja repentina tanta belleza absolutamente perfecta?
He
podido mirar en este momento tan hondo a la vida, sentir su pulso y su
talle. Y estos rostros de almendra, como frutos supremos de nuestros
valles, de nuestras campiñas y de nuestras peñas, ¿cómo es que han
brotado?
¡Y al fondo, detrás, al infinito, el cielo que vuelve a crearse en una conflagración de ventarrones, truenos y arcos iris!
– ¿Este chico es su hijo, don Pascual? ¡Qué bien marca el compás y hace maravillas con la batería! ¡Es de oro puro, oiga usted!
8. Sus latidos
con mis latidos
Eso dice el hacendado con un talante cordial y transparente, mirándome orgulloso.
Es
en ese instante que siento como un fulminante esos ojos negros y lentos
de la hija menor, que atraviesan mi pobre corazón totalmente inerme.
Desprevenido
e ignorante yo de que pudiera haber relámpagos más intensos y
enceguecedores que los que caen en las tempestades de febrero y de
marzo. Ingenuo y pobre de mí de no saber que hay cuchillos que tasajean
el alma más hondos e hirientes y que matan dejándonos vivos, aunque
cayendo dulcemente a un abismo.
– ¡El cóndor pasa! ¡El cóndor pasa!
Clama literalmente, esta vez obsesionado, mi padre.
Todos
los instrumentos juntos se elevan como un viento huracanado, y ellas
entonces sólo son alas y pañuelos en el firmamento, más allá de las
paredes estremecidas de la sala de mi casa y más allá de la noche y del
cielo infinito.
He
podido morir en ese vendaval, porque se pierde la tierra bajo mis pies.
Todo se vuelve eternidad y el instante se convierte en una torcaza
envuelta en miles de colores, que baila rozando sus alas con mis alas,
sus latidos fundiéndose con mis latidos, su destino con mi destino, en
el espacio sideral y bajo un relámpago crucial que no acaba.
9. Bajo
la bóveda sideral
Cuando
termina la música estamos exhaustos. Un silencio imponente nos embarga,
pasmado más aún por el estallido de los instrumentos que han cesado
tajantes.
Solo los rostros de las hermanas permanecen fulgurantes y diáfanos.
Y
los ojos de la menor detenidos para siempre dentro de mis ojos, como si
hubiera un misterio que me perteneciera desde el principio y el final
del tiempo y del universo.
Los maestros tienen aún la mirada arrobada y húmeda de emoción cuando alzando nuevamente las copas el hacendado dice gravemente:
– ¡Brindemos!... ¡Por el Perú!
– ¡Por el Perú eterno! –Dicen todos a una voz.
Terminados
los saludos de despedida, el padre y sus hijas, que se echan unos
pañolones a sus hombros, salen al frío y a la oscuridad de la calle
empedrada bajo la bóveda sideral maravillosamente tachonada de estrellas
y luceros.
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CONVOCATORIA