Danilo Sánchez Lihón
Amadas sean
las orejas Sánchez
César
Vallejo
1. O no sé
por qué
– Anda y devuélvele ese maíz y esas papas podridas a
tu abuela. Y dile que mi padre dejó muchas haciendas y propiedades. Y que yo
fui su hija más querida. Que nunca le he pedido nada. Y tampoco nunca ella me
ha dado nada de su propia iniciativa, pese a que es mi madre y tengo tantos
niños pequeños. Que sin embargo sus terrados están llenos de papas, de maíz, y
de trigo; de lentejas, arvejas, ocas y ollucos que se pudren. ¿Por qué entonces
te va a dar a ti esas papas y ese maíz podrido? Dile que siquiera una pizca de
lo que gasta en sus invitados y en sus fiestas sociales algo te dé a ti, no a
mí que soy su hija, sino a ti que eres su nieta y que eres tierna y pequeña. O,
acaso, ¿no se conmueve de unos niños tan indefensos? Pero ese maíz y esas papas
lo dejas ahí. Si no te recibe lo dejas de todos modos, ahí en las gradas o en
el suelo, con canasta y todo. A ver que ella lo coma.
Y por el llanto desgarrado de mi madre, o no sé por
qué razón, mi hermana obedeció tal y como ella lo indicó, quizá también cansada
de tanta escasez, pobreza e indiferencia. Fue y expresó todo lo que mi madre se
había desahogado diciéndole en ese momento de dolor.
2. No tocó
la puerta
– ¿Eso ha dicho que me digas tu mamá?
– Sí.
– ¿Y tú vas a dejar ahí esa canasta para que yo coma ese
maíz y ese trigo?
– Sí.
– ¡Ahora vas a ver!
Mi abuela salió así como estaba vestida y con el moño
enmarañado. Ni siquiera cogió su pañolón.
Y caminó con pasos enérgicos y duro peor que las
piedras que pisaba, las cinco cuadras y media de distancia hasta nuestra casa;
cegada por la ira, la indignación y la cólera.
No tocó la puerta sino que la empujó. Entró como una
tromba encontrando a mi madre aun llorando en el corredor a un costado del
patio.
Ella estaba en cinta, con su barriga abultada de mi
hermana Luz Elvira aún por nacer pero ya faltando solo unos cuantos días.
Pero aun así la cogió por los pelos, la arrastró por
el suelo y le dio duro con una raja de leña, diciéndole.
– Ninguna hija va a atreverse a decir eso que has
dicho a su madre que lo ha concebido y traído a este mundo.
3. Paño
de lágrimas
Fue motivo para que a la siguiente semana todos
nosotros dejáramos nuestro pueblo y nos viniéramos a Trujillo subidos en un
camión llamado Río Pallanga, donde se hizo un toldo porque era día sábado y
llovía, porque todo eso ocurrió en pleno invierno.
Trajimos petates y colchones. Y no dejamos ni siquiera
el batán. Y hasta Argos, el perro, vino con nosotros. Cargamos carrizos y
magueyes para alzar cualquier cabaña rústica en cualquier arenal
desarraigándonos de un pueblo donde nacieron nuestros padres, abuelos,
bisabuelos, tatarabuelos, hasta perderse los eslabones en una cadena
interminable.
Eran los primeros meses del año 1966. El 6 de abril
nació mi hermana Luz Elvira ya en Trujillo, siendo la única y la última de los
once hermanos que somos de padre y madre, que no nació en Santiago de Chuco.
Una semana después, el 14 de abril, murió mi abuela
Rosa, madre de mi mamá, y quien fuera la que la castigara tan rudamente, de
quien mi hermana lleva su nombre.
Y es que mi hermana Rosita desde que nació se convirtió
en el paño de lágrimas de mi madre. Y por eso digo que la pobreza no es buena y
lucho porque no la haya. Porque fue el motivo para que dejáramos nuestra
tierra.
4. Hasta la mitad
del escalón
Pero, ¿por qué hablo de todo esto? Porque hoy día es 3
de julio y cumpleaños de mi hermana Rosita quien cuando ella nació yo tenía
cinco años y mi hermano Juvenal siete.
Mi madre daba tantos gritos al darla a luz porque la
bebita decían que se había atravesado en su vientre.
Eran las dos de la mañana cuando a hurtadillas y
temblando veía cómo mis tías y mi padre la sentaban en la cama, la amarraban
unas frazadas en torno a la cintura abultada, la alzaban y sacudían en vilo, en
el aire para que la criatura bajara.
Y ella dando unos alaridos que a Juvenal y a mí nos
estremecían.
Por eso, nos llevaron casi desnudos en ese frío a una
habitación más lejana, que era una sala lóbrega, solemne y sin luz, a fin de
que no nos asustáramos con ese padecimiento tremendo y atroz, ni gimoteáramos
como lo veníamos haciendo.
Pero ya confinados allí y a oscuras no podíamos
permanecer tranquilos. Salíamos a tientas y subíamos hasta la mitad del escalón
para escuchar y saber lo que estaba sucediendo.
Y ver si algo podíamos hacer para aliviar tanto
sufrimiento, permaneciendo en las gradas en donde tiritábamos no solo de frío
sino de susto, miedo y pavor de que le pudiera pasar algo a nuestra adorada
mamá.
5. El suspiro
de todos
Ahí nos encontró papá, arrodillados en esos maderos
titubeantes. Y con un resondro otra vez nos hizo bajar, obligándonos a
permanecer en la sala sobre un tosco cuero de venado que había al pie de la
mecedora. Pero de tanto temblar resultábamos fuera del cuero de venado y
rodando en el suelo gélido.
Ahí nos encogimos chocando nuestros dientes al punto
que yo tenía que sostener mi mandíbula con las manos para no tiritar tanto.
Hasta que escuchamos en esa noche honda y glacial el
llanto límpido, terso y cálido de un recién nacido. Era una nota dulce,
entrañable, cariñosa tal y como ahora es Rosita.
Y todo se hizo luz. Resaltaba ese vagido de la
creación sobre todas las voces. Y, como si todos los demás sonidos se hubieran
apagado, solo sobresalía ese sollozo.
Era como si repentinamente hubiera salido el sol. O
amaneciera. O se abriera alguna puerta en el infinito. O algún fenómeno
estallara en el espacio sideral.
Rato después es que escuchamos el suspiro de todos, y
ruidos de utensilios. Alguien había nacido y mi madre se había salvado.
Entonces yo recostado en mi hermano me puse a llorar
pero sin gemidos, embargado por un hondo sentimiento, no sé si de alegría o de
pena por el misterio de la vida, como a veces suelo llorar. Con gemidos hacia
adentro; solo para el fondo de mi corazón, sin que se lo pueda notar.
6. Esa sala
abismal
Ahí fue que Juvenal no sé si para consolarme, porque
supiera que yo estaba llorando sin lágrimas ni quejidos, o por querer
curiosear, me dijo:
– ¡Yo, hermanito, voy a ver qué pasa! Y luego te vengo
a contar.
Y subió gateando por el escalón. Se demoró un rato.
Pero después volvió apurado, gateando otra vez de vuelta, para decir feliz y
rozagante:
– Nos ha nacido una hermanita linda como una flor.
¿Cómo él allí mismo adivinó que se llamaría Rosita?
digo yo, y por eso quedo todavía sorprendido, llevando el nombre de mi abuela
Y nos abrazamos de contentos en esa noche tensa,
intrincada y llena de correrías y de voces, y nosotros en esa sala abismal.
A esa hora recién descubrió papá que estábamos apenas
en ese frío helado con trusa y bivirí, tal y cómo nos habían acostado y sacado
de la cama
Ya arropados salimos al corredor contiguo donde se
había armado un fogón. Allí La Mechita ya contenta avivaba el fuego con leña
seca que calentaba unas ollas preparando caldo de gallina para mi mamá. Y para
todos nosotros mates de panisara, yerba Luisa y cedrón.
Así nació Rosita que para nosotros es una segunda
madre pese a que sea menor mío, y aunque mamá siga viendo qué nos falta, agobia
o aqueja.
7. Los asuntos
de la vida
Después se suazaron choclos. Y pronto nos servían en
pocillos humeantes mates de panizara, manzanilla o toronjil. Y no sé en cuántas
ollas más, se preparaba infusiones de hierbas que alivian y sanan para mamá.
Recuerdo tanto el rostro sudoroso y de contento de La
Mechita tras las candelas altas, vivas y agitadas del fogón que confundida con
las llamas amarillas y chisporroteantes de la leña eran las únicas notas
alegres pero tanto que espantaban las sombras de alrededor.
Cuando al amanecer nos llevaron a Juvenal y a mí a
conocer a la bebita papá se acercó tanto a ella para hacerle un arrumaco
cariñoso que ella le cogió de los cabellos, tan chiquita como era y había
nacido.
Desde entonces Rosita se hizo la reina de la casa,
llegando a ser desde muy tierna la única que podía cantarle las verdades a
papá, de manera directa y sin ambages.
Hecho que jamás nos hubiéramos atrevido a decir ni mi
mamá, ni mi hermano mayor, ni menos yo. Ni nadie en este mundo.
No sé cómo entendía tanto y tan bien los asuntos y
sufrimientos de esta vida y el orden de las cosas, que nos sorprendía por su
ingenio, atrevimiento y sagacidad. Y sobre todo cómo captaba las penas que
atenazaban a cada uno y que son pozos en los cuales a veces estamos sumergidos
8. Ya no lucía
nuevo
Así, cuando aún no tenía edad para ir a la escuela se
abrió un jardín de Educación Inicial a cargo de unas señoritas Paredes,
solteras, ricas y de un buen corazón; quienes transformaron su casa para
recibir a niños donde mi hermana, igual que en nuestra familia, ayudaba a su
edad como si fuera una profesora más.
Recibió un premio por ser la única bebita que pudo
contar el argumento de la película de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, que
la camioneta de «Mejor Mejora Mejoral» proyectó una noche de luna en la torre
blanca del campanario en una esquina de la Plaza de Armas de Santiago de Chuco
y que mirábamos todo el pueblo.
Sin embargo muy pronto su estatus de reina se
derrumbó, por la devaluación del sueldo de maestro de papá, concebida por el
gobierno oligárquico de Manuel Prado, cayendo el presupuesto a niveles ínfimos,
pese a que nuestro padre nunca gastó un céntimo fuera del hogar.
Entonces el abriguito verde de mi hermana al cabo de
dos años ya no lucía nuevo, ni sus zapatos ni su faldita de franela o de
percal.
9. Cuando ella
naciera
Ni ella era ya la niña feliz ni vivaracha, porque mi
madre era a ella a quien le confiaba todas sus cuitas, escaseces y desventuras
de esta vida, pues los demás éramos varones y no nos ocupábamos de lo que
pasaba ni en el patio, el corredor, los cuartos ni mucho menos en la cocina de
la casa, salvo ella.
¡Y no había qué comer! Entonces cogía su canastita a
fin de no ver triste a mamá. E iba a pedir a mis tías ricas. Y a mi abuela. Y
allí ocurrió lo que tenía que ocurrir, que lo acabo de contar y por lo cual mis
hermanos me llenarán de reproches.
Pero yo a Rosita la recordaré siempre con su canastita
de maíces y papas ya florecidas, que mi madre mandó devolver y que fue el
motivo para que todos dejáramos nuestro pueblo, adónde ahora yo voy infaltable
con Capulí, Vallejo y su Tierra, no sé si con el corazón henchido o estrujado.
Que es cuando me acerco con disimulo a rezar en la
tumba de mi abuela, y a ponerle unas flores. Y la consuelo en su aflicción,
porque la imagino triste, ella que era dueña de este mundo.
Y cuando regreso me despido de mi pueblo llorando por
dentro, tal como sollocé en esa sala lóbrega y fría cuando mi hermana naciera.
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