miércoles, 16 de julio de 2014

MAQUINARIA - POR FRANSILES GALLARDO (MAGDALENA - CAJAMARCA)

 
MAQUINARIA

Fransiles Gallardo
 
Ha terminado la jornada de trabajo y también toda la chamba relacionada con la demolición del viejo colegio 412 y la excavación para las zapatas, cimientos y vigas de cimentación del nuevo colegio en construcción.

En los próximos días llegará a Tocache un tráiler trayendo fierro de construcción y sobre él y de retorno, embarcaremos nuestro cargador frontal y la retroexcavadora que ya no utilizaremos.

Nuestra empresa los necesita en Lima para otros trabajos ya comprometidos.

Salgo de cenar de la pensión de doña Rosita en el jirón Progreso y llego hasta la esquina con la calle Pedro Gómez.

Allí comienza mi duda existencial: Si doblo a la derecha iré al hotel, veré un poco de televisión y me dormiré; si sigo de frente, a media cuadra llegaré al Tequila y me tomaré una cerveza.

El calor es intenso y a pesar de haberme duchado, el viento aletargado, no permite refrescarse.

Me ubico en un pequeño ambiente como una maloca y pido una cerveza. Sonriente, una mesera me atiende. Destapa una cusqueña. De otras mesas la llaman. Se va.

Me sirvo un vaso y cuando estoy bebiendo mi primer sorbo, un desconocido se acerca a mí.

—Buenas noches, ingeniero —me saluda sonriendo—; ¿me permite acompañarlo? —me pregunta—. Dicen que no es bueno tomar solo, hace daño —remarca.
   
Lo miro entre la opacidad de la luz amarillenta del local y asiento con la cabeza.

—¿Me esperabas? ¿O es solo una falsa impresión mía?— le pregunto antes que se siente.

Llama a la mesera y pide dos cusqueñas heladas.

—Todos aquí en el pueblo sabemos, ingeniero —me dice sirviéndose un vaso de cerveza—, que usted cae por aquí y que éste es su lugar favorito —brindando conmigo.

—Vaya, vaya —le digo—, qué buen reglaje me has hecho, ni el servicio de inteligencia haría mejor su chamba que tú, papá.

—Pueblo chico, ingeniero —me contesta riendo—; aquí se sabe hasta lo que uno aspira y respira.

Conversamos. Me pregunta de la obra. Me cuenta que es de la zona. Que es negociante, pero que hubiese querido ser arquitecto. Que tiene un par de wambras y dos ñaños pequeños. Que no es ni tombo ni cachaco. Sólo comerciante, remarca.

—Y bueno —le digo—; ¿a qué se debe tu reglaje?

—Ingeniero, usted ha terminado sus trabajos de demolición y de excavación y está devolviendo su maquinaria a Lima —me explica de un solo tirón, como si lo hubiese aprendido de memoria—; necesito por una nochecita sus máquinas.

—¿Para que las quieres? —pregunto—. ¿Qué chamba tan urgente vas a hacer? —interrogo intrigado.

Del bolsillo posterior de su pantalón saca un sobre de manila y lo pone sobre la mesa.

-Son cinco lucas gringas acá y cinco más en Lima, ingeniero— me dice sin pestañear.

Lo miro sin entender bien o pretendo no darme por enterado.

—A ustedes no los controlan en ningún sitio, ni la tombería los jode por nada; ni en Tulumayo ni en la garita de Huánuco ni en Corcona los revisan  tomándose otro vaso de cerveza—; por eso necesito sus fierros para enviar una merquita.

Lo miro y escudriño sus ojos. Me sostiene la mirada. Al vaso con cerveza, doy vueltas de vueltas, entre mis manos.

—Decídase, ingeniero —me repite—. Fácil y rentable. Buen negocio y sin arriesgarse mucho —concluye.

Saco cuentas. Hago números. Sumo, resto, multiplico y divido; saco la raíz cuadrada, aplico logaritmos y ecuaciones diferenciales: Son diez lucas gringas… al cambio…

Con ese billete pagaría las pensiones de las universidades Cayetano Heredia y de la Pontificia Universidad Católica de mis hijos y respiraría tranquilo un semestre, mínimo.

O serviría como inicial para la casita que mi primo Romualdo me quiere vender.

O compraría el Datsun rojo de cuatro puertas que mi cuñado Beto me quiere rematar.

O me iría a Cancún con mi mujer, a ese prometido y tantas veces postergado viaje de luna de miel.

El vaso sigue dando vueltas entre mis manos. El visitante entre la penumbra observa mis reacciones.

Las indecisiones mariposean mi cerebro y la tentación también … son diez lucas gringas.

—Por la ambición —reflexiono—, por eso cae la gente; por ambición, por el dinero fácil —me digo—, luego terminas enmierdado hasta las orejas.

La mesera se acerca con dos cusqueñas más.

—Dime Randolfo, ¿crees que soy cojudo o tengo la cara de huevón? —lo encaro—. ¿Cómo mierda sé que lo que me estás proponiendo es una trampa para cagarme…? Y que esto es solo un pretexto para que la policía nos atrape, me haga mierda; y tú hagas el gran pase de tu vida, con una merca grande.

Me mira sorprendido. Sospecho que no esperaba una reacción así.

—Le juro ingeniero que mi propuesta es legal —me contesta—. Claro que hay riesgos, los hay; todo en la vida tiene riesgos, ¿o no?

—¡Ustedes no son legales ni con su vieja…! —contesto irónico.

Lo miro para ver su reacción. Lo mido. Nos medimos.

—Si le pusieras un par de ceros más a tu propuesta, tal vez podríamos hablar —complemento arrastrando las palabras, para que me entienda –con la mitad me defendería y con la otra viviría.

De un solo trago, me tomo el vaso de cerveza.

—Randolfo, esta conversación nunca se dio y no nos conocemos— le digo parándome del asiento.

Muevo la silla y antes de retirarme, le afirmo:

—Como dice mi sobrino Vital en Cajacho: Pobre pero feliz, Randolfo.
   
Atravieso el grass del jardín. La mesera me mira sorprendida. Sobre la mesa quedan cuatro cervezas intactas.

Salgo del local, camino hacia la entrada del hotel. Siento que desde diferentes lugares, varios pares de ojos me observan.

Un friecillo inesperado, recorre mi espinazo.
 
 

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