FRANSILES GALLARDO PASENCIA
Perú
SI MI VOZ NO es digna de su oído
no es tu culpa hermana poesía
la culpa es mía por no saber cantarla
por no llegar con la pureza del rocío
NUNCA quise
Nunca pude
resistirme a la tentación de tu mirada anhelante
y tus labios suplicantes
Allí siempre perdí
Allí siempre gané
HOJAS desprendidas
cubren los campos
vientos del oeste
invaden los cañaverales
delante del arco iris
está Magdalena
mi pueblo
como madero antiguo
tendido en el camino
SOY
el horcón de la cabaña
de tus pesares
seca hoja de caña seca
que escurre
el aguacero de tus penas
donde resbalan
también
aciagos los vientos de tu angustia
goteras de tu soledad
AMARTE ES UN alcaloide
un punzante puñal
mi droga
tú
un machete en el pecho
entre las costillas y el esternón
penetrando
SER COMO LOS PÁJAROS
disfrutar del infinito azul
de otros cielos
retornar
a los árboles queridos
posarse en sus ramas
colmar soledades
aspirar los néctares que amamos
repletar nuestra alforja de ilusiones
partir sin decir adiós volver
siempre volver
Para
Angélica Luzmila
mucho antes de su ausencia
MANOJOS de años y alfalfares sin verde
destiñen tu cabello de negro intenso
y los bastones no alcanzan a elevarse a tu propia altura
zheta luz
junto al achiote se quebró tu voz torcacita a medio vuelo
recordando
azules humos fogones tibios frazadas limpias
el fértil campo y sus sembríos inmensamente tuyos
los ausentes hijos que acaparaban silencios ternuras
cuanta soledad albergan tus alpargatas chocolate
y esas manos fieras que sabían de flores y pasto fresco
cuánta amargura por la fácil risa de las sobremesas
junto al fogón
que hoy entristece hasta endurecer el alma
la casa es amplia para tu andar cansado
y muy grande la mesa con sus bancas vacías
envejecen tus ollas como tu vestido floreado
yo
encanezco en otros pueblos
solitario distante y sombrío a las arrugas de tu frente
como esperada lluvia que no llega
no ha de llegar
X
TALVEZ SOLO QUIERA al final de la vida
de las estaciones el otoño bueno
calmos aguaceros entibiados vientos
sin calores ni fríos
plácidamente
hamacado en tus ojos
LANGUIDAS REPICAN las campanas
dolientes
no preguntes militante no interrogues
solidarias
también tañen por ti
Marianella
no es tu culpa hermana poesía
la culpa es mía por no saber cantarla
por no llegar con la pureza del rocío
NUNCA quise
Nunca pude
resistirme a la tentación de tu mirada anhelante
y tus labios suplicantes
Allí siempre perdí
Allí siempre gané
ENTRE DOS FUEGOS
Desde la loma del cerro Carachi, se divisan los colorados tejados de las casas de Huancaspata y el morado de los papales de marzo, presagian buenas cosechas.
Nos asombra la soledad del pueblo y un estremecimiento de angustia, nos escarapela el cuerpo.
A la carrera bajamos el zigzageante camino, que nos lleva a la entrada principal del pueblo y de allí, a la vieja plaza de armas con su glorieta de madera y teja en el centro.
Un perro lanudo, nos recibe ladrando.
En la esquina de la iglesia de una sola torre, curpada y tapada con su chal negro de lana, está doña Asencia Limache, han matau mijo llorando sin lágrimas han malograu mi hija jalándose los pelos.
Su voz es un lamento sin tiempo ni medida. Un aullido en medio de la soledad.
El sol se oculta por el abra que da a Santiago de Challas, pintando de grises y granates los campos y tejados.
Don Almanzor Chihuala con el dolor reflejado en el surco de sus arrugas, que convierten sus cuarenta y cinco años en un anciano de setenta, nos recibe lloroso en la puerta de la antigua casa de adobe pintada con calcita blanca que hemos alquilado como vivienda y depósito, donde se guardan los materiales de construcción para el canal que estamos construyendo y que regarán las fértiles laderas y pampas comunales de las alturas del río Grande, afluente del Huacrachuco, que deposita sus aguas en el Marañón.
-Desgracia papay ingiñero- dice sacándose el sombrero.
Agarrando sus dos manos al cielo, se hinca de rodillas delante de mí.
–Desgracia ingiñero, desgracia- balbucea, abrazándose de mis canillas.
Palmeándole el hombro, le pido que se pare y me cuente la tragedia.
-Belisario- le digo a mi maestro de obra -tráeme una botella de alcohol rebajado, que tengo debajo de mi cama.
A pico me tomo un buen trago y don Almanzor, también.
La noche del miércoles y disparando ráfagas de metralleta una veintena de senderistas han llegado al pueblo, dinamitando el local comunal. Lanzando vivas y disparos reunieron a los comuneros al costado de la glorieta y luego de sus arengas a la lucha armada, realizaron el temido juicio popular.
Han azotado públicamente con cincuenta vergazos a Lorenzo Mendoza por ser un mal ejemplo para la comunidad, al convivir con dos mujeres a la vez y luego preguntaron por Catalino Anchucaja, el perro, cochino soplón de la revolución, y como nadie en el pueblo sabe de él, desde hace algún tiempo haciendo arrodillar han degollao como corderito, cacau, su pezcuecito, han cortao, ingiñero a Cipriano, su hermano menor de solo trece años para escarmiento y para que sepan que así mueren los soplones y traidores de la revolución.
Luego de pedir cupos de guerra en las tiendas de don Eufrasio y ño Josefo Perales para el sustento de la lucha armada se han marchado cantando y vivando, llevándose al Casimiro Varas y a su primo Sebastián para enrolarlos en sus filas.
Atravesando la quebrada chica, se perdieron por las alturas del cerro Piscupichu.
Anoche, velando el cuerpito del Cipriano hamos estao y sin aviso ni nada ha llegado un destacamento de sinchis, con fusiles y pasamontañas, siguiendo a la columna de sendero ni lástima del muertito luan tenido a patadas y culatazos han roto las puertas de las casas, sacando a rastras a la gente del pueblo, los han amontonado en un costado de la glorieta mudo testigo de nuestro sufrimiento, ingiñero.
-¡Aquí estuvo sendero y no nos avisaron, carajo!- grita una voz ronca, tras el pasamontañas -indios de mierda, ustedes son senderistas; les dan de comer, los protegen y los esconden; deberíamos matarlos a todos, por haraganes, ignorantes y traidores a la patria; comunistas seguros son!- dice escupiendo al suelo.
-Como pues comunicamos con ostidis, jificito- ha dicho don Almanzor Chihuala, teniente gobernador de Huancaspata -dos días de camino hay hasta Challas y carru nuay pa Tayabamba, jificito- explica.
Un culatazo en la barriga, lo ha hecho encogerse y un puntapié en las posaderas lo ha hecho tragar la tierra de su propia tierra.
-¿Donde está el soplón del Catalino Anchucaja?- pregunta amenazador, rastrillando su arma de reglamento.
Silencio.
Nadie sabe nada de su paradero; lo único que se conoce, es que hace más de dos meses voy hacer compritas a Sihuas, pronto vengo desapareciendo, sin dejar rastro alguno.
En su frustración por no llevar vivo o muerto a Catalino Anchucaja; cinco policías, arrastrándola de los pelos, han violado a Clementina de tan solo doce años delante de su hermanito muertito, ingiñero, llevándose a Vicente Túpac y Leonidas Huamán, por sospecha de apoyo a los terrucos ni miedo al muertito luan tenido ingiñero.
Luego de pedir donativos plata queremos, gallinas queremos, artefactos queremos diciendo para recompensar a las fuerzas policiales que luchan contra la subversión y la violencia senderista han dicho.
Atravesando la quebrada chica, se han perdido por las alturas del cerro Piscupichu.
-¡Desgracia papay, ingiñero- dicen los ojos secos de don Almanzor Chihuala, con un dolor sin nombre -¡Desgracia ingiñero, desgracia!- repite.
En la esquina de la iglesia de una sola torre, curpada y tapada con su chal negro de lana, está doña Asencia Limache han matau mijo llorando sin lágrimas han malograu mi hija jalándose los pelos.
Su voz es un lamento, sin tiempo ni medida.
Un aullido, en medio de la soledad.
HOJAS desprendidas
cubren los campos
vientos del oeste
invaden los cañaverales
delante del arco iris
está Magdalena
mi pueblo
como madero antiguo
tendido en el camino
SOY
el horcón de la cabaña
de tus pesares
seca hoja de caña seca
que escurre
el aguacero de tus penas
donde resbalan
también
aciagos los vientos de tu angustia
goteras de tu soledad
AMARTE ES UN alcaloide
un punzante puñal
mi droga
tú
un machete en el pecho
entre las costillas y el esternón
penetrando
SER COMO LOS PÁJAROS
disfrutar del infinito azul
de otros cielos
retornar
a los árboles queridos
posarse en sus ramas
colmar soledades
aspirar los néctares que amamos
repletar nuestra alforja de ilusiones
partir sin decir adiós volver
siempre volver
Para
Angélica Luzmila
mucho antes de su ausencia
MANOJOS de años y alfalfares sin verde
destiñen tu cabello de negro intenso
y los bastones no alcanzan a elevarse a tu propia altura
zheta luz
junto al achiote se quebró tu voz torcacita a medio vuelo
recordando
azules humos fogones tibios frazadas limpias
el fértil campo y sus sembríos inmensamente tuyos
los ausentes hijos que acaparaban silencios ternuras
cuanta soledad albergan tus alpargatas chocolate
y esas manos fieras que sabían de flores y pasto fresco
cuánta amargura por la fácil risa de las sobremesas
junto al fogón
que hoy entristece hasta endurecer el alma
la casa es amplia para tu andar cansado
y muy grande la mesa con sus bancas vacías
envejecen tus ollas como tu vestido floreado
yo
encanezco en otros pueblos
solitario distante y sombrío a las arrugas de tu frente
como esperada lluvia que no llega
no ha de llegar
Es media tarde. En el panteón de La Playería, la tristeza se derrama como chorreras del caluroso sol.
Nos abrazamos, lloramos.
Repentinamente el esplendoroso Sol de la tarde se ha refugiado detrás de una mata de nubes grises.
Miramos incrédulos al cielo ensombrecido.
Junto a nosotros el negro ataúd, en solitaria tristeza, espera.
Mama Beca, de seguro es el viejo Joshua que, con su terno marrón y su mostacho blanco, le ha pedido al Señor Dios nuestro que oculte el Sol un ratito, pa' que la fresca la acompañe en su camino y la cuesta no fatigue su cansado corazón.
La está esperando. Como ayer, como hace sesenta y cinco años.
Como hoy, enamorador eterno y contador de chistes.
Como mañana, para continuar ese amor que comenzó cuando usté tenía quince y el veintidós.
Así fue, así será.
Humedecidos los ojos, llorando:
Halconcitu de los cerros
no te lleves mes gallenas,
llévate me corazón
pa' ya no llorar mes penas…
Lloramos. Sin lágrimas ya.
de las estaciones el otoño bueno
calmos aguaceros entibiados vientos
sin calores ni fríos
plácidamente
hamacado en tus ojos
LANGUIDAS REPICAN las campanas
dolientes
no preguntes militante no interrogues
solidarias
también tañen por ti
Marianella
Tiene los ojos grandes casi redondos y los labios a lo Angelina Jolie. La semioscuridad le da a su flacura mayor altitud.
—Yo tenía cinco años —narra con la mirada perdida y las uñas pintadas de azul eléctrico, a quien quiera escuchar— cuando los terrucos degollaron como sachavaca a mi papacito —su voz se quiebra y en sus negros ojos se presagian dos lagrimones.
—No mataron ni a mi mamacita Teodolinda ni a mi hermanita Rosalba, que sólo tenía tres añitos —relata, con un dejo charapa de tristeza en su voz.
Se sirve un vaso de cerveza y lo bebe a tragos cortitos, como si quisiera que su contenido no se acabara nunca.
—Yo me escondí entre las ollas y no me vieron, como era flaquito y larguito ya vuelta me confundieron con una rama de leña, seguro —dice.
La luz negra le da a sus ojos un brillo de neón.
—Desde allí, yo digo —argumenta convencida— que lo mejor era ser mujer, y aunque me borré casi todo lo de hombre, no soy mujer.
Mira en redondo como indagando, quién se ríe o quién murmura algo en contra.
—Si alguien me jode, se burla o se mete conmigo o con mi familia, me sale el hombre y le saco la misma mierda, ñañito —afirma con toda seguridad.
Avanza la noche y las mesas de hule rojo con rayas blancas del local se van llenando de parroquianos. Se toman unas cervezas al borde de la carretera a Juanjuí, «en compañía de algunas chicas malas que hacen cosas buenas», como señala Williams Pérez, el capataz de la obra «Mejoramiento Integral del Servicio Educativo en la Institución Educativa de Tocache» que estamos construyendo.
—Hasta ahora me pregunto: ¿si los terrucos, hijos de puta, no mataron a mi mamá y a mi hermanita, será porque algo demás deben tener las mujeres? ¿O será que son superiores a los hombres y algo de especial, tendrán…? —se interroga.
Los dos parroquianos que lo acompañan en la mesa lo escuchan silenciosos, aguzando el oído sobre la estridente cumbia selvática, que sale de un parlante del fondo del local: «Olé mujer hilandera, olé, olé, olé…»
Se sirve otro vaso de cerveza.
—¿Y ya sabes qué es? —pregunta la voz del tercer acompañante de la mesa.
Entorna la mirada en la semi penumbra como si quisiera encontrar algo.
—Si quieres saber, pide tu cerveza y te lo digo, mozandero mentecato —contesta entornando los ojos y ensayando una sonrisa—. ¿No eres ni sapo ni periodista, no, ñañito? Aunque a ti, podría dártelo gratis, muñeco —responde sonriente—. Dime nomás, ocote o pincho es el menú, tú dirás, ñaño mamón.
Esa noche fue una noche de muertes horribles en los alrededores de Pizana.
—No me acuerdo bien —continúa con su relato la ronca voz desde la penumbra—, si fueron los terrucos o los narcos o los tupas, quienes entraron al pueblo y a punta de bala llamaron a una asamblea. Y, ya, juicio popular para ajusticiar «a los perros traidores de la revolución», «a los soplones y traidores» y «a los que se niegan a dar su contribución solidaria a la lucha armada».
Su voz se quiebra y sorbe otro vaso de cerveza.
—Mi papacito, don Ananías Suichón, era evángélico practicante y estábamos sentados en la cocinita para cenar. Mi mamá, mi hermanita y yo, cogidos de la mano orábamos agradeciendo.
a Dios por los alimentos que íbamos a consumir, cuando una patada abrió la puerta de calamina y un pisotón de zapato militar destrozó la mesita de ramas amarradas. Hizo saltar los platos derramando sobre nuestras ropas, la sopita que mi mamita había preparado.
Todos gritamos, menos mi papacito Ananías. Él seguía orando.
—¡Son sordos o qué, carajo! —gritó una voz entre el tintineo de la luz de las ramas secas del fogón—. ¡A la asamblea, carajo! —grita, imitando la voz.
Asustados, nos paramos temblando, menos mi papacito don Ananías. Estaba arrodillado, orando.
Uno de los terroristas que habían ingresado, le metió un patadón en las costillas. Nada.
Mi papacito don Ananías, seguía arrodillado, orando.
Lo zarandearon de la camisa, de la cabeza, de los pelos para que se levante, no pudieron.
Mi papacito don Ananías, estaba arrodillado, seguía orando.
El que parecía ser el jefe del comando, sacó de su cintura un largo cuchillo de monte y lo degolló.
Mi papacito, don Ananías, arrodillado se desangraba. Seguía orando con las manos en cruz.
Pateando los pedazos de puerta que estaban tirados en el suelo y maldiciéndonos a todos, se marcharon.
Mi papacito, don Ananías, de a poquitos se cayó al suelo, de costadito; agonizaba. De su garganta chorreó la sangre.
Temblaba, se estiró como las gallinas cuando les cortan el pescuezo.
Salí de mi escondite, lo abracé, lo levanté como pude, me embarré con su sangre, lloré, le pedí que no se muriera, que no me dejara solito en este mundo; que no... que no.
Se murió. Cinco años después se falleció mi mamita de la purita pena, ñanito. Y tuve que hacerme cargo de mi hermanita, que estaba chiquita.
Por eso, cuando quiero soy hombre y cuando quiero soy mujer, pincho o ocote, tú dirás; pero, a mí nadie me caga la vida y a mi hermana nadie la toca ni la jode.
Está llorando, los recuerdos la han marcado.
Le dicen Marianella y trabaja en el Reffuggios. Tiene los ojos grandes, casi redondos y los labios a lo Angelina Jolie.
Rezaré, dice. Se persigna. Se arrodilla y hace el amor.