Por Bernardo Rafael Álvarez
Mientras íbamos, mi hermano Jorge y yo, a saludar a nuestra tía Segunda, que vivía en Miraflores, me acordé de Meshito Cobián. Ese día, después de abrazar a la madre, salimos de la casa y emprendimos la caminata por la avenida Arica para llegar al cruce de Paseo Colón y Wilson y tomar allí el colectivo. Era el día de la madre, el primero que lo pasamos en Lima. Aunque probablemente las celebraciones en homenaje a las mujeres que traen niños al mundo tengan algo de similitud en Lima y Pallasca, creo sin embargo que las emociones que se experimentan son distintas o, diría mejor, eran distintas. Para comenzar, en mi tierra no había los regalos como los que puede encontrarse en Lima y por ello los hijos tan solo regalaban una muy humilde tarjetita confeccionada en el salón de clase o simplemente daban un abrazo (no era costumbre dar besos); las actuaciones en los colegios eran muy sencillas, pero lógicamente su significado era gigante para las señoras. El escuchar los poemas torpemente recitados por algunos chiquillos las alegraba en demasía. Ah, pero cuando Meshito se presentaba y leía un discurso alusivo, era otra cosa, y las consecuencias, previsibles: todas o casi todas las madres lloraban a moco tendido. Recuerdo que mi padre en casa comentaba con regocijo sin escatimar palabras de elogio para aquel muchacho culto e inteligente que entonces estudiaba en el colegio agropecuario; “sigan su ejemplo”, quería decirnos. Eran discursos, leídos con énfasis y dramatismo, en que hablaba del sacrificio de las madres incomprendidas y de los hijos infames que retribuían adversamente el amor recibido. Debo reconocer, sin embargo, que lo más emocionante para mí fue un poema recitado a medias en una de aquellas actuaciones. Pero lo que causó gracia a todos, fue una dramatización de aquella conmovedora canción cantada por Leo Marini, “Corazón de Dios”, en que nuestro inolvidable Valducho, aparecía representando a una madre que mecía en sus brazos a una criatura. Ah, pero me olvidaba de aquel poema. Pues, les cuento, quien fui yo quien lo recitó pero, repito, a medias: por tímido o “vergonzoso”, solo pude decir la primera estrofa ante el “culto público pallasquino”, y enseguida prorrumpí en un inesperado y estúpido llanto. Como es de suponer, esto no conmovió a nadie más que a mí; el público solo atinó a sonreír, con disimulo naturalmente. Bien, de eso me acordé también cuando pasaba por la avenida Arica y me acordé también que en Pallasca todos los niños, el día de la madre, portábamos prendida en el lado derecho del pecho, una rosa roja que significaba que la madre estaba aún viva, y aquellos que la habían perdido llevaban una flor blanca. Jorge y yo, ese día -pasando por la avenida Arica- llevábamos, como en nuestra tierra, la flor escarlata en nuestros pechos y nos sentíamos orgullosos porque Abigail, nuestra madre, estaba aún con nosotros dándonos cariño y alumbrándonos como un lamparín. El color rojo de aquella flor hecha a mano significaba, pues, vida y felicidad. Pero, lástima, a pesar de ese orgullo, tuvimos que hacer algo que hoy –tantos años después- me arrepiento. Al ver que nadie, absolutamente nadie en Lima llevaba una flor en el pecho, medio avergonzados, tuvimos –sin ser vistos, felizmente- que sacar nuestras diminutas flores de satén y guardarlas en el bolsillo. No recuerdo qué es lo que pasó, pero la verdad es que ni llegamos a la avenida Wilson y, claro, finalmente no llegamos a saludar a la querida tía Segunda: probablemente habíamos preferido entretenernos caminando por Lima para conocerla mejor; pero hoy, tantos años después, me doy cuenta que cada vez la conozco menos y que esconder aquellas simbólicas flores hechizas no fue más que un acto innecesario y ridículo.
A fines de 1972 comenzó a frecuentar a los poetas de Hora Zero y es con el sello informal de dicho movimiento que en 1974 publica Aproximaciones & Conversaciones, un libro que según confiesa, tiene menos de él que -aunque burdamente- de Jorge Pimentel, Enrique Verástegui y Juan Ramírez Ruiz. Publicó, también, poemas en diversas revistas y periódicos. Es -además del libro citado- autor de Dispersión de cuervos(1999) y de Toro de trapo y algunas otras deudas (2003) y figura en las antologías Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (Venezuela, 2000), Un canto por Sierra Maestra (Lima, 2000), YACANA/51 poetas (Lima, 2005) y Poesía peruana contemporánea, 33 poetas del 70 (Lima, 2005). Conduce la asociación Cáctus, Cultura contra el desierto.
Radica en Lima y ha viajado poco, pero ha vivido intensamente los gozos, sufrimientos, hedores y traiciones de una ciudad como Lima, grande y tormentosa.
La poesía de Alvarez, a decir de Tulio Mora, se caracteriza, entre otras cosas, por el deconstructivismo y "ese afán de capturar el contrasentido de lo real." Para Marco Aurelio Denegri, se trata de una "poesía viral y arrebatada", "porque es poesía impetuosa, inconsiderada y violenta". Para Pedro Escribano (diario La República) "es una especie de graznido humano y salvaje, por eso muchas veces desordenado, que busca retratarnos por dentro y por fuera."
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