“CUBA, LAS AGUAS DEL DESTINO”
Escribe Ángel Gavidia
Jacques
Cousteau, el legendario caminante de las aguas del mundo, ancló ante nuestros
ojos en Cuba, la isla de “El viejo y el mar” de Hemingway y de “La historia me absolverá” de Castro.
Como salmón feliz, el viejo
explorador se zambulló en las aguas una y otra vez. Hurgó por los bosques de
corales, por esqueletos de viejísimos barcos que murieron, conversó con un
tiburón-ballena pletórico de atunes y hasta filosofó contagiado por la
profundidad “la vida parece haberse dado en este sitio cuidando
escrupulosamente la belleza”, dijo.
Pero Cousteau no es un pez, es un
anfibio y salió muchas veces a la tierra: metió su afilada nariz en los
cañaverales, las fábricas de puros, las ganaderías lecheras, la música del
trópico con güiros y tambores, y volvió otra vez a las aguas: los criaderos de
cocodrilos y langostas, las grandes trampas-jaula para peces; pretendió navegar
también en el río de la historia; pero
este hábil marino se mueve en él muy torpemente, a pesar de que las palabras al Jefe
de la Base Naval de Guantánamo
podrían hacer suponer lo contrario: “Sólo soy un buzo o mejor dicho un pez que
no comprende por qué esta división si el
mar es el mismo”.
Pero Jacques Cousteau vino a tomarle
el pulso a la tierra y al mar, al animal y al hombre, a la planta y al aire. El
pequeño detalle, el humo de la fábrica, el puro ausente en la indumentaria de
Fidel, la alegría del poblador cubano, la extraña fiesta aquella mitad
religiosa mitad pagana en la cual hacen
ronda a un árbol pidiéndole se cumpla algún deseo, en fin, el colegio de niños con clases de ruso o
inglés según la afición de cada quien…
Sin embargo, el sentirse popular y
ovacionado entre los adolescentes que sabían de él y de su barco “Calipso” es una cosa; otra, el diálogo tenso con Fidel Castro, el presidente de Cuba:
-¿Qué le hace creer que el camino que
Ud. ha elegido es el único capaz de llevar la felicidad a su pueblo?- preguntó el francés al cubano como quien le
lanza un arpón.
-Hemos superado la desnutrición, la
altísima mortalidad infantil y el analfabetismo. Pero yo soy el acusado. Pídale
al pueblo la respuesta- retrucó el Comandante.
El oceanógrafo francés, tras
reconocer lo cuidado del mar isleño, preguntó sobre especies en extinción.
-Encontramos dos - dijo Fidel
remontándose a 1954-: El manatí y el
cocodrilo. La revolución los protegió y
ahora el peligro ha pasado.
Cousteau preguntó entonces por el uso de la fuerza en defensa de la
ecología.-Más que la fuerza –contestó el
presidente cubano- la persuasión, la concientización. Esta tierra es de todos y
hay que cuidarla.
La base naval que mantiene Estados
Unidos en territorio cubano, de acuerdo a un antiguo tratado que la Revolución
desconoció, caldeó el diálogo aún más.
Dijo Castro que consideraba una humillación al pueblo de Cuba la
presencia militar norteamericana en
Guantánamo. “No puede ser una humillación –replicó el visitante- es más bien
una respuesta a la ayuda militar soviética”. Castro respondió con dolor y
vehemencia. El viejo Jacques, como haciendo un golpe de timón, comentó sobre la
estatuilla de una vaca lechera que pacía indiferente entre los papeles del
escritorio de Fidel. “Tenemos el record mundial –dijo el Comandante—.Valdría la
pena hacer una estatua más grande a esta vaca que alimenta a los niños y a los
viejos de Cuba”. El explorador sonrió. El líder socialista siguió con el ceño
fruncido.
No sé
porqué Jacques Cousteau tituló a esta parte de un larga serie de
exploraciones “Cuba, las aguas del destino”. Ignoro igualmente la circunstancia
que me llevó a la televisión a esa hora. Reparo, sin embargo, desde la soledad de mi escritorio, que está
muy cerca el aniversario de la Revolución Cubana, y que mis sueños, muchas veces, tuvieron por
destino no las aguas pero sí las calles de la Habana.
T.22.7.91
(Publicado en el diario “La
Industria” de Trujillo)