CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA
Construcción y forja de la utopía andina
CAPULÍ ES
PODER CHUCO
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20 DE SEPTIEMBRE
DÍA DE
LA LIBERTAD
DE EXPRESIÓN
FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
SABER
DECIR
Y OÍR
Danilo Sánchez Lihón
Hacer hablar a la palabra
escrita,
más allá de lo que aparenta
decir.
Bajtín
1. Ni estés
detrás
Hay un don que es innato o si no refinadamente aprendido, que hace que un escritor ose tocar o aproximarse a lo auténtico.
Es un don que se agrega a la condición de todo autor con su texto, cual es de ser coherentes, verídicos y comprometidos.
Y ello con la historia que se narra o la emoción que se suscita y a partir de la cual se escribe.
Ese
saber o don al cual nos referimos es la oralidad, el saber oír y decir
de manera encantada, con profundidad y sabiduría. De Scorpius:
¿Por qué vienes tan de noche hablas
y te quejas
en mis oídos? ¡Ya no te quiero!
Ya no son
en el desvelo tus pisadas las que sigo.
¡Ya no vuelvas!, porque esta noche
he sentido
atrozmente tu cercanía en la lejanía.
Ya no vuelvas,
ni estés detrás de esa puerta sin hablar,
escondida.
2. Palabra
hablada
Y
esto en historias que incluso no deben parecer ni siquiera esbozadas en
nuestra mente sino trazadas y vividas por nuestros propios pasos.
Y
ello se representa mejor en el habla de los personajes, porque en el
ámbito de la creación se hace literatura por acumulación como por
negación o contraposición de vida.
Así,
el hombre no grabó las letras sobre tablillas de barro o las cinceló en
piedra, que es lo que hacía aparentemente. Y en donde nosotros a veces
nos quedamos atrapados y no traspasamos de lo inmóvil a lo móvil, de lo
inerte a lo que tiene pulso, latido y palpita.
Porque
si observamos bien a aquel que hiende con el estilete los caracteres en
la superficie de la tablilla o loseta, en realidad su porte y su
actitud es de quien echa a volar un colibrí.
O
una torcaza, o un águila al cielo libre y azul. Y esa es la oralidad.
Con lo que quiero decirles que hay que liberar de la rejilla de la
escritura a la palabra viva, a la palabra hablada, y esto es la
oralidad.
3. Ni cubo
ni angarilla
El arte de escribir es el arte de saber escuchar.
Es decir: hay que saber escuchar a nuestros personajes que, la mayoría de veces, primero son reales, callejeros, concretos.
Y después pasan a ser personajes literarios o hasta de fábula, grabados para siempre en el lienzo de la página escrita.
Y de nuestra sensibilidad de seres humanos. Y de nuestra conciencia de seres que piensan, anhelan y construyen mundos nuevos.
Si
es así, una obra literaria se hace buena o mala por el grado de vida
verdadera que puedan alcanzar a tener dichas presencias, cuales son
nuestros personajes.
Y ese primer grado de vida verdadera está determinado por el cómo hablan.
Porque
la letra es como la angarilla que sostiene el cubo de agua, en donde no
importa mayormente ni cubo ni angarilla sino el agua.
4. Mata
al lector
Ni
Sócrates ni Jesús, los dos grandes maestros de occidente, que es la
órbita que privilegia más la escritura y la lectura en todo orden de
cosas y relaciones, no escribieron una sola línea. Ninguno de los dos.
Es curioso que ambos no utilizaran la escritura para perennizar su
pensamiento, y sin embargo los dos estaban absolutamente convencidos y
seguros de que sus palabras eran eternas. ¿Cómo, si eran evanescentes?
Esto
se comprueba cuando los amigos de Sócrates le proponen un plan para
liberarlo evitando así que se le aplique la pena de muerte a lo cual él
se niega aduciendo tres razones: a. La vergüenza de qué opinarían las
personas de los siglos futuros. b. No poner en riesgo de que sus
lecciones permanezcan en el tiempo. c. No poner en riesgo la seguridad
de sus amigos.
En
Cristo lo dijo aún más expresamente al aquilatar que sus palabras
permanecerían por los siglos de los siglos. Pero también puntualizó: “La
letra mata más el espíritu vivifica”. Y es cierto. Y el espíritu está
en la oralidad de la palabra, en ese colibrí. Y si aplicamos esta
fórmula al proceso de la escritura comprobaríamos que la escritura que
mata la voz es la que mata también al lector.
5. Lo
exacto
Una
obra literaria, en primer lugar, nos subyuga por esa cualidad y hasta
maestría que se alcanza a lograr en los relatos. Cuál es que en ellos se
oye hablar lo exacto y preciso que tienen que decir los seres que se
recrean. Como es exacta y precisa la voz del narrador que va
describiendo la escena, hecho que parte indudablemente de haber sabido
primero escuchar.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».
– ¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
– Comala, señor.
– ¿Está seguro de que ya es Comala?
– Seguro, señor.
– ¿Y por qué se ve esto tan triste?
– Son los tiempos, señor…
– ¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? –oí que me preguntaban.
– Voy a ver a mi padre –contesté.
– ¡Ah! –dijo él.
Y volvimos al silencio.
6. Un
paralelo
La
condición y cualidad de escuchar es tan principal y clave que basta eso
para consagrar una obra, puesto que de ello depende el nivel de vida
que han de tener los actores de las historias.
Porque,
cuando los escuchamos hablar es cuando pensamos: "Este personaje es
cierto", "Este también es real y verdadero", "Este, por supuesto que
existe", "A éste yo lo conozco".
Pero, es más: podríamos incluso atrevernos a decir: "Yo he estado con él", que resultaría consagratorio.
Aún más absoluto es cuando alguien, o muchos, reconocen diciendo: "Ese soy yo".
En
tal caso, nadie ha de poder desmentir lo que el lector supone que es,
con lo cual la obra literaria alcanza a ser un paralelo a la obra de
Dios.
7. Oralidad
y habla
De
allí que la primera regla de este juego, entre un escritor y sus
lectores, es que estos últimos crean que todo lo que el autor ha puesto
en boca de sus personajes es creíble que éstos lo pudieran haber dicho
del modo cómo está escrito.
Y
es en ese cómo que el lector se basa para reconocer si lo que está
diciéndose en la obra es verdad o no lo es, y de si vale la pena seguir
con el libro abierto entre las manos.
De
esa virtud todo trabajo debe hacer su fuerte y atalaya, de tal modo que
devenga en ser una obra conversacional y dialógica, que principalmente y
más que escritura sea habla y voz confidente y amiga.
Oralidad
y habla dicha al oído. En donde interactúe la palabra viva que en todo
momento pregunta, interpela, argumenta. Y ella misma debata, discierna,
¡y finalmente concluya!
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El texto anterior puede ser
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