REPORTEROS DE GUERRA, EN EL VRAE
Por Herny Campos
Por Herny Campos
Reporteros de distintos medios de comunicación de Lima, entre ellos del diario LA PRIMERA, pasamos una experiencia inolvidable el último fin de semana al recorrer las bases militares de la vertiente del río Apurímac y el Ene (VRAE), en el Primer Curso de Corresponsales de Guerra en esta zona de conflicto narcoterrorista, organizado por el Ministerio de Defensa.
El curso consistió en vivir en carne propia lo que sufren los militares en esta zona de guerra donde se lucha contra el narcotráfico y el terrorismo. Conocer cómo son las estrategias de lucha y la forma como viven ahí los militares las 24 horas del día.
“Desde siempre ha existido una disputa entre los militares y los periodistas debido al diferente contexto en que hemos desarrollado nuestras funciones, tiempos de terrorismo y de dictadura. Pero ahora, en democracia, deben cambiar nuestras relaciones. Por eso, se ha organizado este curso, para conocernos”, dijo el ministro Daniel Mora, antes de nuestra partida al Vrae.
El avión salió de la Base Aérea del Ejército, en el Callao, el pasado viernes a las 9 de la mañana y tras una hora de vuelo llegamos a la Base Militar de Mazamari, ubicada en el departamento de Junín, donde se sintió ya la diferencia de unos 16 grados de temperatura en lo que respecta a Lima.
Ahí, luego de una rápida conferencia, nos proporcionaron el uniforme militar verde. Cinco minutos para cambiarnos porque un camión militar nos esperaba para llevarnos a una zona de entrenamiento en la misma base.
Allí recibimos el curso de primeros auxilios, fundamental para eventuales situaciones de emergencia que los militares tienen que enfrentar día a día. Aprendimos, por ejemplo, a colocar inyecciones de cloruro de sodio para evitar la muerte por hipotermia, debido a la pérdida de sangre.
Luego conocimos las bondades del fusil de asalto Galil, que es el que comúnmente usan nuestros soldados en el Vrae para enfrentar a los terroristas dirigidos por el camarada Víctor Quispe Palomino, “Camarada José”, líder del Comité Regional del Centro, aparato militar senderista que opera en el Vrae.
El fusil de asalto Galil puede utilizarse en modo semiautomático (tiro a tiro) o en modo automático (en ráfaga). Su peso es de 3 kilos que sumado a la chaqueta multiusos que cargan 4 cartuchos de balas, dos cantimploras llenas de agua y su rancho, es lo que un militar, día y noche, carga recorriendo kilómetros de jungla, soportando el cansancio, el sueño y el temor de morir.
Luego siguió el curso de tiro. Cada periodista, entre hombres y mujeres, tuvimos la oportunidad de disparar entonces el Galil israelí 5 veces. Algunos le dieron a la nada, algunos tuvieron mejor suerte. Nosotros creímos entonces estar listos para la acción, aguaitando a la selva que nos cercaba como un mar verde.
Muertos de hambre, esperábamos comida criolla, pero olvidamos que estábamos en un curso de guerra. Recién a las cinco de la tarde el suboficial de apellido Rojas (no podemos mencionar sus nombres por su seguridad) nos entrega el rancho militar de un día consistente en bolsas singulares que contienen platos como frijoles, arroz con pollo, puré con chancho y que tienen una fecha de vencimiento hasta el 2013. “Cinco minutos y llega el helicóptero para partir a Pichari”, ordena el coronel Alejandro Luján, encargado de llevar a buen término el curso.
En Pichari, base militar más importante del Vrae donde se deciden las operaciones, nos esperaba de todo. Pero primero nos separan en dos cuadras a hombres y mujeres, sigue nuestro respectivo aseo rápido y continúan los cursos.
El tercer jefe del Estado Mayor de la Región Militar VRAE, Leonardo Longa, sostiene que la lucha contra el narcoterrorismo va a rendir sus frutos en el 2011 porque hay un cambio decisivo en la política a comparación de los últimos gobiernos.
“La lucha es ahora más integral. Recién esto empieza y ya incautamos más de una tonelada de droga. Pero los frutos se verán el próximo año. Sin embargo, no todo depende del ejército, depende de todos”, manifiesta Longa.
Más cursos como el de planeamiento para la incursión militar, así como el empleo de armas nocturnas nos preparan para la prueba decisiva: la salida a patrullar la selva de Pichari.
Es la medianoche del viernes. Estamos muy cansados y el general de apellido Novoa a cargo de las operaciones en el Vrae nos confirma que salimos a las 2 de la madrugada a patrullar. Es decir, dentro de horas. Creemos que es una broma.
“Todo está planeado para que ableno les pase nada pero aquí en el Vrae nada es seguro. Ningún punto puede considerarse confi”, nos dice Novoa.
Por cierta consideración nos levantan a las 3 de la mañana. Tenemos 5 minutos para vestirnos como verdaderos soldados y algunos hasta olvidan llenar sus cantimploras con agua de caño, pero luego se arrepentirán. Entonces nos entregan a cada uno un Galil con su respectiva munición. Eso para estar preparado ante cualquier eventualidad. Todo nos parece irreal.
Nos llevan entonces en camionetas a la zona conocida como Luisiana, una antigua zona turística de antaño, desde donde aguardan las patrullas movilizadas. Ha llovido durante la madrugada en el pequeño lapso que hemos intentado dormir por lo que el terreno está fangoso.
Las 6 am. y nos separan en tres patrullas, una donde estarán las mujeres, y en los otros, indistintamente los hombres, con distintos objetivos que no nos hacen conocer. “Todo plan debe ser secreto para que funcione”, nos dice el capitán de apelativo Cachorro. Y empieza el patrullaje en la zona de conflicto. Y todo se vuelve serio. Cachorro, a cargo de mi patrulla, ya no sonríe como antes. Ya no hay sonrisas por ningún lado, lo que quiere decir que cada uno ahora defiende su vida.
Atravesamos a pie un afluente del río Apurímac mientras empieza la lluvia torrencial. Algunos periodistas cuidan más su equipo audiovisual que casi terminan siendo llevados por el río. Estamos en la localidad de Cumumpiari, distrito de Santa Rosa, provincia de La Mar (Ayacucho).
Nos mantenemos vigilantes ante cualquier movimiento; sin embargo, todo se mueve en la selva. Nada es inmutable. Caminamos por el fango que deja la lluvia torrencial, esquivando los árboles y removiendo los obstáculos. Si otro soldado que está delante de uno levanta un puño, es señal de alto. Nos ponemos en cuclillas, atentos, esperando a la ráfaga enemiga. El Galil está listo a disparar. Ahí nos quedamos 10, 15, 20 minutos, una eternidad. El tiempo aquí no existe. La lluvia torrencial puede hacer parecer que las ocho de la mañana son las seis de la tarde, como si estuviera a punto de anochecer, pero el día recién empieza. Entonces el capitán de la patrulla da la señal del vamos.
Los cachorros debemos subir hasta la cima de ese monte fangoso de 300 metros que esconde al pueblito de Comumpiari. El camino es fangoso por todos lados. El barro está en todos lados, debajo de tus pies, adelante, atrás, en los árboles. Tienes que caminar, no tienes tiempo para pensar porque el de atrás está ya en encima y no se puede cambiar ese orden.
Puño en alto. En cuclillas, otra vez. Debes cuidar tu vida pero a veces te olvidas de tu vida. Tiempo para mirar la tierra, ver las hormigas 20 veces más grandes que las normales. No obstante, aunque no quieras, tus sentidos están despiertos ante cualquier eventualidad. De pie, otra vez, y llegamos a la cima del monte desde donde se ve Comumpiari.
Once de la mañana del sábado, caminando al borde del monte, y el hombre de punta, el primero de la patrulla, detecta abajo del monte a unos jóvenes desnudos del torso, pisoteando la hoja de coca en unas pozas de maceración, cerca al río Apurímac. Estos salen despavoridos al descubrir la presencia militar.
Nosotros, como hombres de prensa, galil en mano, unos con cámaras fotográficas y grabadoras nos disponemos a bajar el monte a toda velocidad. Aquí no hay escaleras sino pendientes muy resbalosas y bajamos a rastras pero en un tramo del camino nos tropezamos con unas hormigas de la jungla que pican furiosas la piel. Unos periodistas que usan lentes por la humedad pierden completamente la visión y deben bajar con ayuda de algún colega. Entonces nos perdemos en esa jungla. No están los soldados de la patrulla y el enemigo puede estar en cualquier lugar. Si el enemigo nos encuentra no va a creer que somos periodistas y que somos parte de un curso. Tenemos el uniforme militar y nos van a acribillar sí o sí. Aunque temerosos, debemos entonces poner en práctica lo aprendido en los cursos. Colocamos la munición en el Galil, y quitamos el seguro, apuntando el cielo para evitar que la bala salga sin quererlo y hiera a nuestro compañero.
Felizmente, pasa el peligro y los soldados volvieron por nosotros. Los empleados de la droga, conocedores de la selva, huyeron cruzando el río. Los soldados entonces se disponen a enseñarnos 6 pozas enormes de maceración, llenas de hojas de coca. Todo huele a gasolina, hay un foco colgado en el medio de la poza y algunos baldes que contienen cemento. Se disponen entonces a quemarlas. Empieza otra vez la lluvia.
El despiadado capitán Cachorro nos ordena subir otra vez el monte. No podemos creerlo: aún es mediodía, pero pareciera que hemos hecho ya una jornada de lunes. Creemos que arriba nos espera el helicóptero que nos llevará de vuelta a la base de Pichari, y que por tanto vale la pena el esfuerzo de subir. De nuevo, sufrir el barro, la lluvia.
El sargento Samuel H. de 21 años que está diez metros adelante mío cree que es la misma ruta que recorrió hace dos meses, pero nota que todo ha cambiado. La selva lo ha cambiado todo, ha tapado el camino, ha devorado la huella de sus pasos.
Llegamos sufriendo a la cima y el capitán, luego de comunicarse con el capitán Nerón, ordena que almorcemos. Algunos se ponen a conversar, otros a dormir, y muy pocos a comer del rancho. La gran mayoría tiene sed y no hay agua en las cantimploras. El río Apurímas es terroso y no es recomendable. Además, ya se había cortado la lluvia.
El helicóptero nunca llega y nuestras ilusiones de volver a la Base se desvanecen. Una hora después estamos en camino a la nada. Tres horas caminando hasta que vemos otra vez el río Apurímac, y tampoco vemos siquiera un bote que nos pueda trasladar a una base militar para poder descansar en un cuarto caliente. Cinco de la tarde y otra vez a caminar y vuelve a caer la lluvia.
William H. de 21 años es natural de Puno y está más adelante. Carga una ametralladora con tiras de balas que le cruzan el pecho. El capitán Cachorro lo ha puesto ahí como estrategia de guerra para que pueda defender con efectividad con su temible arma al hombre de punta y a los detecta minas. No le gusta el frío de Puno, refiere William, que mide 175. Su rostro ha dejado de ser morado para tornearse bronceado como los hombres de la selva.
Llegamos a una especie de galpón y el capitán Cachorro conversa por radio con Nerón y escuchamos que a las 4 de la mañana nos van a recoger. Entonces, prepararse a dormir en ese cobertizo sin paredes. Sentimos alguna especie de alivio por no caminar más y creemos que tendremos mucho tiempo para dormir.
Cachorro dispone centinelas por turnos alrededor del galpón. “No prendan ningún tipo de linterna ni celulares ni nada porque esto para los terroristas es como una hoguera y puede, por tanto, arriesgar su vida”, nos ordena Cachorro.
Entonces temerosos de una bala, nos tumbamos en la arena, usando el chaleco multiusos como almohada, listos para dormir hasta las 4 am del domingo. Pero no podemos dormir: Nuestras ropas, medias y zapatillas están mojadas y el frío se empieza a sentir en todo el cuerpo. Son recién las 7 de la noche y quisiéramos volver a subir montes que aguantar el frío y la impaciencia de salir de aquí.
En esas horas uno piensa en las comodidades que tiene en Lima, en la vida que pasan los militares, la guerra contra el narcotráfico que tiene tantos años y la terrible verdad de ser el primer país productor de coca en el mundo. Y uno cree que todo es absurdo. Uno solo ve la pureza en la propia naturaleza y en los rostros todavía de niños de los soldados de Samuel y William que ganan solo 500 y 700 soles mensuales, respectivamente, y que nos ayudan a cruzar el río como si fuéramos sus hermanos.
Ya son las 5 am y salimos a caminar otra vez a Luisiana. Es 27 de noviembre y es el Día del Ejército, en conmemoración a la batalla de Tarapacá. Ahí nos encontramos con las otras patrullas de los otros colegas periodistas que tienen los rostros muy cansados, y, en verdad, las chicas son más valientes porque el peso que nos costó a nosotros es para ellas el doble. Desde ahí las horas son rápidas. Subimos al helicóptero rumbo a Pichari a recoger nuestras cosas. Entregamos renegando nuestros uniformes, para luego irnos a la base de Mazamari donde nos espera el avión que nos devolverá a Lima.
“Acabó todo muchachos. Pasaron la prueba. Nosotros nos quedamos y ustedes siguen su vida, allá en Lima. Hasta otra oportunidad”, nos dice despidiéndose el capitán Marcos Vega. El avión se eleva, y desde arriba la selva parece un mar de coliflores. El verde es símbolo de tranquilidad desde arriba, pero desde las entrañas, desde abajo en el Vrae, significa puro peligro y sacrificio.
Fuente:
Diario La Primera
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