Danilo Sánchez Lihón
1. ¿Sabes,
acaso?
Pasó
el Monarca con su comitiva por un desierto, y encontró a un hombre bajo
el sol abrasador del mediodía quien se afanaba en sembrar algo en la
tierra yerma.
Se
acercó y vio cómo el hombre, lleno de apuro, cultivaba unas palmeras en
unos pocitos que había cavado y a los cuales había humedecido trayendo
agua en una
vieja cantimplora desde un arroyo cercano.
El
Monarca sorprendido detuvo a la corte que lo acompañaba y miró
detenidamente lo que hacía este anciano, concentrado como estaba en su
trabajo.
Y le habló de este modo:
– Veo –le dijo– que has sembrado ¡unas palmeras!
– Así es, su Majestad. –Respondió.
–
¿Sabes, acaso, hombre desinformado, que las plantas que cultivas recién
darán fruto cuando ya tú hayas muerto, y ni siquiera tus nietos
alcancen a aprovechar
de sus frutos?
2. Y eso,
¿qué significa?
–
Sí, apreciado Monarca. –Le dijo–. Y los primeros pámpanos serán agrios,
duros y espinosos, tanto que ni las aves ni los roedores lo
aprovecharán, pero luego,
Alteza, serán dulces como el almíbar y muy nutritivos para fortalecer
los tejidos y los huesos de las personas que de ellos se alimenten.
–
Veo que conoces muy bien las características de estos tallos. Y si es
así, –le dijo aún más sorprendido el dignatario– ¿por qué entonces te
equivocas afanándote
en vano en plantarlas hasta el punto de quedarte exhausto y sin
aliento?
–
Porque las almendras que producen estas palmeras, oh Rey, me han
alimentado siendo niño y joven. ¡Y me alimento todavía de ellas, siendo
ahora adulto!
– Y eso, ¿qué significa?
– Que otros hombres como yo las cultivaron generosamente sabiendo que no llegarían a aprovecharse de ellas, sino otros.
3. De aquí
a cien años
– Entonces eres un hombre generoso.
–
En rigor de verdad, oh mi soberano, no lo soy. –Le dijo–. Porque lo
único que trato es de devolver aquello de lo que me he servido
magnánimamente.
– ¿Frutos que encontraste aquí? ¿En este sitio?
– Los encontré regados a manos llenas en todos los confines en donde he tenido la suerte de habitar hasta ahora.
– Bueno, bueno, ya entiendo tu afán. Pero no comprendo por qué te apuras tanto si recién producirán de aquí a cien años.
–
Por eso mismo, Monarca. Porque recién producirán sus frutos de aquí a
cien años, por eso tengo que apurarme y no demorar ni un minuto de
tiempo. Y diciendo
aporcaba la tierra.
– ¡Ya veo!
–
Y acertar en hacerlo bien, porque es de aquí a cien años. Si tardo
demorarán mucho más. Y eso causará serias dificultades a la gente que
entonces viva.
4. Nada
de eso
El Monarca quedó tan profundamente maravillado por esta conversación que dirigiéndose a los cortesanos de su comitiva les dijo:
–
He aquí a un ciudadano ejemplar. Es digno de ser imitado en todo mi
reino. Permíteme noble anciano –le habló a él– hacerte una propuesta: Y
esta es venir a
cultivar tus palmeras en los huertos del palacio, donde hay agua y las
condiciones son propicias.
Se sonrió débilmente el anciano y le confesó esta historia:
– Antes –le dijo– yo era jardinero en tus palacios reales, oh Soberano todopoderoso.
– ¿Y qué ocurrió? ¿Te despidieron? Estoy dispuesto a reparar ese error. Y en este mismo instante.
– Nada de eso, Rey. Yo renuncié voluntariamente. Y es aquí en donde trato e intento de hacer florecer aquello que me propongo.
5. Y qué
paradoja
– Y, ¿por qué, si es posible saberlo?
–
En tus estancias éramos tantos los jardineros que andábamos riñendo. Y
el trabajo carecía muchas veces de sentido. Y, ¡eran tantas las flores y
los árboles
que nadie presta atención de ellos ni de ellas, pese a su belleza. Ni
de los árboles que allí crecen ni de las flores, pese a su hermosura.
– Y, ¿entonces?
– Me decidí a cultivarlas en el desierto, porque aquí siento que tiene significado hacerlo.
– Eres noble e ingenioso.
–
¡Y qué paradoja Rey! ¡Que sea a ti al primero a quien interesan los
almácigos que he plantado! Y no suceda así con la infinita cantidad de
flores y árboles
que lucen en tus jardines, adornados además de filigranas de oro, de
jade y esmeralda, especialmente para ti.
– Ya entiendo, buen hombre.
– ¿Ya ve que entonces tiene sentido cultivarlas aquí, su Majestad?
6. ¿Quién
dice?
– Sí, confieso que estoy gratamente sorprendido, además, por tu sinceridad.
–
Es aquí, en el desierto que ojalá yo pueda redimir con unas plantas
llenas de verdor y de frutos. Y que den cierto primor a este lugar tan
desolado y árido.
El Rey conmovido ordenó a quien era su tesorero le entregase una bolsa llena de monedas de oro, diciéndole:
– Eres un hombre sabio y me has dado una lección que no olvidaré ni siquiera en el momento que muera.
El
anciano ya cuando el rey subía a su cabalgadura junto a su séquito, y
cuando él sopesaba en sus manos las monedas de oro, escuchó que dijo:
–
¿Quién dice que las almendras demoran cien años en dar frutos?
Cultivarlas ahora me ha dado resultados inmediatos como esta bolsa llena
de monedas de oro.
7. Los primeros
frutos
El Rey solo alcanzó a preguntarle:
– ¿Cuál es tu nombre y cómo debo llamarte?
– Creo que basta con llamarme el «Sembrador», o «El que siembra».
Ya se aleja el Rey y le pregunta a su Primer Ministro que lo acompaña:
– ¿Qué opinión te merece lo que acabas de presenciar?
– Me ha impresionado mucho, Monarca.
– ¿Y, a ti? –Le interroga a su consejero.
– Mi padre solía decir que quien cultiva para de aquí a cien años se llaman Grandes Maestros.
Y aseveró el Monarca reflexionando consigo mismo:
–
Y que las buenas acciones no esperan cien años, sino que inmediatamente
empiezan a rendir con creces sus primeros frutos. Eso he aprendido con
beneplácito hoy
día.
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