Danilo Sánchez Lihón
"Se había ido y sin embargo estaba”
Felipe Arias Larreta
1. Aleros
de los techos
– ¡Hijo mío! ¡Dios bendito que te ha traído! ¡Cómo estás hijito! –Y me abraza.
– Bien; abuelita. ¡He venido a verte!
– ¡Ay! –Llora–. ¡Ya me iré a morir! ¡Pasa, hijito, pasa!
Así me recibiría mi abuela ya difunta, en la casa ya vacía y derruida.
Porque con esas palabras me besó unas horas antes de morir cuando nadie podría haber imaginado un suceso tan terrible.
Por
hechos como ese, vivo acosado por mis recuerdos de infancia y juventud,
transcurrida en Santiago de Chuco, un pueblo en la cordillera de los
andes
al norte del Perú.
Tan
cerca de las nubes que los niños tenemos que estarlas desenredando de
los techos y aventando hacia arriba con un palo que lleva en un extremo
una lata
plana, un “eleva nubes” y un “espanta neblinas”.
¡Porque
de ellas les gusta la inclinación y el entrecruzarse de los techos y
quisieran quedarse, por eso se desmadejan a propósito cuando llegan, se
demoran
en pasar, y quieren esconderse entrando en los terrados o quedándose
bajo los aleros!
2. ¿Quién
es?
Yo
aquí nací y aquí me crie, hasta los 16 años de edad, por eso sé de
estas cosas. Aunque desde que salí pasaron muchos años durante los
cuales no regresé,
sino solo dos veces y sólo por breves horas:
La primera al nacer mi última hermana: Elvira, y coincidentemente, horas antes que muriera mi abuela Rosa.
Y la segunda vez cuando murió mi padre, 15 años después de aquel suceso,
– ¡Es un ingrato!
– ¡Nunca se acordó de nosotros!
– ¡Pero ahora ha llegado!
– ¿Quién es? –, pregunta una sombra joven.
– ¡Es el hijo del maestro! ¿Te acuerdas cómo era? ¡Yo sí me acuerdo!
– ¡Qué! ¿Y nunca había vuelto?
Así es... Tanto que quienes poco me conocen piensan que yo no quiero a mi pueblo y lo he olvidado.
Pero, ¡eso no es cierto!
3. Subido
allí
Porque
en cualquier lugar donde esté, así aterrice en el polo o caiga en otro
planeta o me arrojen al fondo del mar –y durante todos los días de mi
vida–
cierro los párpados y ya estoy en Santiago de Chuco, la tierra donde
nací y trajiné en sus casas, en sus calles y por sus campos.
Sea
que esté adormilado en una mecedora en uno de los balcones que dan a
los Champs Elysées en París, o en las arenas rojizas de la Praia Urca en
Río de
Janeiro, o soñoliento en el Taj Majal frente al horizonte azul verdoso
de Atlantic City, aparecen las espigas inmutables que coronan los muros
de las huertas de mi tierra natal.
Sucede
siempre que ni bien se borra de mis retinas la realidad inmediata,
cuando ya está mi alma sumergida y correteando por las calzadas y
veredas, o
torciendo las esquinas, o deambulando por los caminos y avanzando por
los campos de mi aldea nativa. O ya estoy trepado en las paredes viejas
–no crean que siempre feliz sino con frecuencia desolado– viendo a los
toros jalar los troncos de eucaliptos recién
derribados en algún bosque cercano.
O,
simplemente, subido a una escalera escuchando las voces de la gente que
pasa por la calle, sumergido y arrobado en el tono de su manera de
hablar, sin
preocuparme en tratar de entender lo que dicen, solo sumergido en la
musicalidad de los acentos y en el encanto de las voces mismas.
4. Ya
no existen
Todo esto: ¿Qué será? Y, sobre todo, ¿por qué duele tanto extrañarlo?
Santiago
de Chuco así en mí siempre está presente, palpitante y vívido en todo
momento, pero más a esa hora temprana de la mañana, cuando despierto. Y
huyen o se desvanecen las presencias rústicas de esta realidad, para
dar paso a las querencias ¡vivas, tangibles y buenas de mis sueños de
mis días de infancia!
Y
sonrío diciéndome: ¿Por qué en la vigilia nunca me acuerdo de ese muro
de adobes por el que subí de niño? O de esos peldaños de la escalera. O
de ese
retazo verde en el cerro de enfrente que se distingue desde el desván
de la cocina. O de ese recodo en la calle.
¿Ni
se hacen fijos de esos ojos negros de la niña inmarcesible que luego se
esfuma detrás de una ventana? Y sin embargo en mi ensueño sí, ahí están
vivaces,
frescos y nítidos en mi desvelo todas esas imágenes y sus
palpitaciones.
¡Y
con qué fatalidad –me digo yo a mí mismo– se interna mi ser por esos
recodos, senderos y recovecos ya perdidos! ¡E inhallables en la realidad
inmediata
y en el trajín cotidiano!
Y
que ya no existen, para siempre. Ni en este mundo ni en otro: salvo en
el ámbito que llevo y tengo dentro, y salvo en mi delirio, en mi
vagabundeo y
desatino.
5. Mundo
inhallable
Y,
¿por qué –me digo– cuando abro del todo los ojos, esas queridas
presencias se esfuman de la superficie de los días como si huyeran o les
perturbara
la rutina de estas horas y la claridad de este mundo de afuera?
Entonces
seguro que se me verá sonreír tristemente por esta magia de mi pobre
añoranza, que la entiendo y de veras la compadezco porque no es sencillo
vivir así, atrapado en esa especie de dos vidas:
Una
despierta, casera, con preocupaciones ordinarias y la otra en sueños,
libre, vagando por sitios y con personajes de aquella época, tan
íntimos, querendones
y entrañables, y ahora, para mí, inhallable.
Y
es que Santiago de Chuco hechiza, porque es un pueblo lleno de
vibraciones y energías comprobables, pero más de conmociones
fantasmales.
Lo
sé, porque he salido a caminar –a altas horas de la noche– por sus
calles encubiertas. ¡Y tengo para mí verdades absolutas de cómo lo
pueblan con ahínco
los espíritus!
¡Cómo
no ha de ser! Sí son más de cuatro siglos y medio de historia desde su
fundación española, en 1565. Pero más: el palpitar de antes, de mis
ancestros
indígenas que hicieron de esta tierra boca y fabla de oráculos.
6. Viejos
amantes
Eso hace que uno sienta en cualquier esquina un suspiro que aflora, una queja que se oye, una sombra que se esfuma.
Por eso, yo he tenido un gusto casi trágico y mortal por merodear en sus casas abandonadas y a oscuras.
En
las cuales paseaba sintiendo el ser y estar íntimo de los seres, cada
forma y cada atisbo de luz y de sonido. Pero, sobre todo insuflado del
aliento
de sus dueños desaparecidos.
Sabiendo
que en cualquier momento iba a estremecerme el abrazo de la muerte,
porque ella estaba ahí, pero compasiva y misericordiosa conmigo.
Y hasta sentía que me quería, como una madre cuida y quiere a un hijo a quien todo consiente y perdona.
Sí, es ella, la muerte; ¡con quien me encuentro y me deja seguir como si fuéramos viejos amantes!
Y,
como hacíamos entonces, ideando el mañana, ahora podemos acercarnos a
los bordes del tiempo, pero tratando de bajar –como antes subir– por las
cuerdas
de la ilusión para asir un tiempo feliz que gracias a la remembranza
volvemos a recuperar.
7. Arraigar
en lo nuestro
No es nostalgia lo que me embarga, porque si ella me tentara querría yo que se repita lo que quedó atrás. ¡Y no anhelo eso!
Pese
a que crea que el futuro en nuestras sociedades es regresar a nuestros
pueblos de origen, pero para construir allí nuevas opciones,
perspectivas y
esperanzas.
Más
bien, considero que es clave arraigar en lo nuestro, volviendo a
nuestras fuentes, pero sin negar ni maldecir el presente; porque el hoy
es espléndido
cuando se lo afronta con valor y con fe.
Y
el futuro lo es mucho más, aún. Pero también el pasado es invalorable
cuando se lo mira con ternura y a partir de allí se proyectan nuevas
posibilidades.
Sobre
todo, cuando es para afianzarnos en el amor entrañable por lo nuestro.
Y, con el coraje que nos da sentirnos ligados a la tierra.
Aún
más cuando es para forjar el porvenir de felicidad que debemos
depararles a nuestros pueblos a los cuales nos debemos. Y es deber
nuestro velar por
su felicidad y realización plena.
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